Nuevos fenómenos políticos, viejas lecturas interesadas
Una de las características del clima de inestabilidad que se ha instalado en América Latina es la dificultad para interpretar lo que sucede. Las categorías convencionales para comprender un fenómeno, la crisis sociopolítica, que ha sido habitual, se muestran insuficientes por una razón sencilla: el fenómeno ya no es el mismo. Este inconveniente tiene innumerables manifestaciones.
Una de ellas es la parcialidad de las explicaciones, que conduce a un problema axiológico: el doble estándar para valorar los comportamientos. Esa duplicidad tiene casi siempre su raíz en el cinismo faccioso. Cada grupo selecciona los datos que más contribuyen a lo que, de antemano, pretende defender. De modo que el debate queda inhabilitado porque los sectores en disputa se transforman en cámaras de eco. Pero esa manipulación argumental está ahora agravada por una insuficiencia para comprender lo que ha comenzado a suceder con el aparato conceptual de lo que siempre ha sucedido. Con lo cual la tergiversación termina siendo una tergiversación de buena fe.
Una de las mutaciones más relevantes es el volumen y la velocidad de la movilización social. En dos horas, mediante mensajes de texto, se congregan 50.000 personas. A menudo, para expresar 50.000 demandas distintas. Manuel Castells llamó a esos movimientos "wikirrevoluciones". Como en Wikipedia, cada uno agrega un párrafo en un mural imaginario. Está sucediendo en Chile . Una irrupción anárquica, frente a la cual Sebastián Piñera está paralizado. Después de prometer una reforma constitucional, ya no sabe qué más ofrecer. No hay un negociador del otro lado. La democracia pierde su carácter representativo.
Esta dinámica suele impulsar el ascenso vertiginoso de liderazgos imprevistos. Así se popularizó Jair Bolsonaro en Brasil. Cuando la prensa clásica aun no lo había registrado ya contaba con 35% de popularidad en rincones recónditos como Acre. El boliviano Luis Fernando Camacho, que consigue el prodigio de colocarse a la derecha de Bolsonaro, se convirtió en un líder multitudinario en un santiamén. Sin ser candidato, convoca a legiones detrás de la biblia, la bandera y un discurso antipolítico. Enemigo acérrimo de Evo Morales, amenaza con convertirse también en un problema para Jeanine Áñez, la senadora autoproclamada presidenta de Bolivia.
Con la misma celeridad con que se desatan, estas corrientes declinan cuando se transforman en opción electoral. La más mínima burocratización, como bien sabe Marcos Peña, produce desencanto. Claro: sin la más mínima burocratización es imposible gobernar. En España es la parábola de Podemos. Habrá que ver si no es también la que el futuro le tiene preparada a la derecha de Vox. Bolsonaro no para de caer en las encuestas. Burbujas que imitan más las fluctuaciones financieras que el ritmo tradicional de la política.
En Chile se ha agregado otro rasgo a esta novedad: una violencia que parece ilimitada. Todavía no hay diagnóstico. Pero muchos observadores están desconcertados ante lo que no esperaban: los barrios centrales de Santiago "invadidos", por primera vez, por los sumergidos del suburbio.
La agresividad, que es una marca cotidiana en la vida de esa gente, ahora se presenta, corregida y aumentada en plazas y avenidas de la "civilización". Si hay algún motor político, radicalizado, detrás del vandalismo, no se deja detectar. Lo que emerge es un mundo marginado, mezclado con redes delincuenciales ligadas a un actor sin el cual es imposible explicar hoy la vida de América latina. La droga. Hay en Chile, además, una rareza más difícil de explicar. Los manifestantes pacíficos no vuelven a sus casas frente al estallido. Se apartan, miran, pero siguen ahí. Como acompañando a la distancia al que arroja la bomba molotov.
El factor militar
Hay otra variación: los militares se niegan a reprimir. Sucedió en Bolivia con el jefe del ejército, el general Jorge Pastor Mendieta, a pesar de que Williams Kalima, titular del Estado Mayor Conjunto, se lo había ordenado. Sebastián Piñera tampoco logró que las fuerzas armadas le obedezcan. Mucho antes, en diciembre de 2001, el Ejército se negó a intervenir cuando Fernando De la Rúa se lo reclamó. El general Juan Carlos Mugnolo adujo no tener combustible para los tanques.
La reticencia tiene, en los tres casos, un mismo origen: es la respuesta de los uniformados ante el avance de la defensa de los derechos humanos en la dirigencia política y en la sensibilidad ciudadana.
La intervención en conflictos sociales está destinada a judicializarse. En Bolivia han sido condenados los militares que reprimieron la rebelión de 2003, el Octubre Negro, que terminó con decenas de muertos. La tormenta terminó con la renuncia de Gonzalo Sánchez de Losada, que fue sucedido por Carlos Mesa, el candidato opositor de estos días.
Esta prescindencia castrense pone en discusión la noción clásica de golpe de Estado. Ya no habría golpes por acción, sino por omisión
Por eso Mendieta se negó a sacar los soldados a la calle. Y a Piñera le pidieron lo mismo que, 18 años atrás, a De la Rúa: la autorización del Congreso y de la Corte. En Venezuela, al menos por ahora, Nicolás Maduro es más astuto: no pide intervención. Prefiere no poner a prueba la obediencia.
Esta prescindencia castrense pone en discusión la noción clásica de golpe de Estado. Ya no habría golpes por acción, sino por omisión. Perplejo, Luis Almagro, el secretario general de la OEA, aun no registró esta nueva especie. Dijo que en Bolivia no hubo golpe porque ningún militar se hizo cargo del poder. No detecta, o no quiere detectar, que Morales no tuvo alternativa a renunciar, por la desobediencia del Ejército. También los seguidores de Morales se enredaron. Ignoran a la senadora Áñez. Pero quieren designar a la senadora Adriana Salvatierra. El problema es que, si hubo un putsch, lo único que cabe es el regreso de Morales al poder.
Un nuevo tipo de golpe
Lo relevante es que la negativa a reprimir, motivada en el miedo a sanciones ulteriores, está empezando a configurar un nuevo tipo de golpe.
Aquí es donde a menudo aparece una doble vara para juzgar procesos similares. Los generales que no socorrieron a Morales son golpistas. Sin embargo, buena parte de los simpatizantes de Morales se niegan a etiquetar del mismo modo a los que no socorrieron a Mesa. En aquel momento, el sublevado era Morales. Que, a diferencia de los sublevados de estos días, tampoco serían golpistas. En el límite de la arbitrariedad, Alberto Fernández señaló que ningún ejército liberó a pueblo alguno. Atareado como está, se pudo olvidar de los aliados que terminaron con el nazismo, o de José de San Martín. Pero no podría olvidarse de Simón Bolívar, que le dio el nombre a Bolivia, el país al que se estaba refiriendo. "Con esa lógica peculiar que da el odio", como decía Borges, todavía ninguno de los detractores del pasivo ejército boliviano levantó el dedo contra el pasivo ejército chileno. Al revés: a éste se lo condena por ir contra el pueblo. La palabra pueblo refiere, en Chile, a las masas que, en Bolivia, son la oligarquía.
Así como Almagro solo ve golpes cuando hay un uniformado ocupando por la fuerza el sillón presidencial, Fernández no puede ver en esta expansión autoritaria una forma de degradación de la democracia
Existe otra innovación frente a la cual los conceptos clásicos quedan cortos. Quien mejor la analizó fue el Steven Levitsky. En su libro Cómo mueren las democracias, este cientista político de Harvard sostiene que hoy el sistema democrático está amenazado, no tanto por la sedición militar tradicional, que lo volteaba desde afuera. El corrosivo ahora suele ser endógeno. Se trata de un presidente, elegido de manera regular, que comienza a apropiarse de los mecanismos de control que le establecen algún límite. Sobre todo los árbitros: la Corte y las agencias electorales. Esto es lo que protagonizó Morales en Bolivia. Consiguió en 2009 la reforma constitucional que habilitó dos mandatos presidenciales, aclarando que, en su caso, el que ya había transcurrido debía computarse como primero. Al agotar su segundo período, hizo que la Justicia interprete que era el primero. Fue presidente, por lo tanto, por tercera vez. Al finalizar, hizo re-reformar su propia Constitución. Pero, cuando la sometió a referéndum, lo perdió. Entonces ignoró ese pronunciamiento popular y consiguió que los jueces interpreten que seguía habilitado para postularse: la reelección, dijeron, es un derecho humano. Morales fue a elecciones y, según él mismo admitió después de un dictamen de la OEA, hizo fraude. Otra vez desoyó el mandato popular.
Así como Almagro, o su máximo jefe, Donald Trump, solo ve golpes cuando hay un uniformado ocupando por la fuerza el sillón presidencial, Fernández, como sus amigos del Grupo de Puebla, no puede ver en esta expansión autoritaria una forma de degradación de la democracia. No puede verlo ahora, que se reconcilió con Cristina Kirchner. Porque antes lo veía. No puede verlo en Bolivia. Y tampoco en la Venezuela de Maduro, que para él no es un dictador porque surgió de un proceso electoral. Igual que Mussolini o Hitler. Maduro fue a las urnas con sus competidores exiliados o en prisión. Son detalles. El análisis va quedando ciego ante problemas complejos. De un lado y del otro, las reglas pierden universalidad. Y se transforman en procedimientos para invalidar al adversario.
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