Nicaragua: Sergio Ramírez, de vicepresidente de Daniel Ortega a uno de sus más férreos críticos
El escritor nicaragüense se ha convertido en una de las voces más críticas de la deriva autoritaria de su excompañero de la revolución sandinista; el régimen ordenó ayer su detención
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CIUDAD DE MÉXICO.- El escritor Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942) retrata en su más reciente novela Tongolele no sabía bailar la megalomanía y los abusos de poder de una pareja con la que estuvo ligado por muchos años debido a un compromiso político que marcó la historia de su país: la revolución sandinista.
En la obra, Ramírez presenta un retrato brutal del presidente Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, en el que la pareja, loca de poder, ha secuestrado a punta de violencia el país, encarcelado a sus opositores, acallado las voces críticas y asesinado estudiantes que se levantaron en rebeldía. Se trata de una ficción apegada a la realidad, una radiografía minuciosa de la tragedia nicaragüense, adobada con elementos mágicos delirantes: los enemigos del régimen son eliminados por los designios de una pitonisa, seguidora de Sai Baba, que es consejera cercana del poder. Ella envía hasta palacio, protegida por un batallón de policías, una caja china que contiene la suerte de los adversarios. Ramírez ha convertido su obra en una crítica hacia su antiguo compañero, devenido en un líder totalitario que recuerda al somocismo al que ambos, el escritor y el guerrillero, se enfrentaron.
Sergio Ramírez, integrante de un grupo de intelectuales que apoyaron abiertamente la revolución sandinista, formó parte de la Junta de Gobierno que se formó tras la caída de la dictadura en 1979. En ese gobierno de transición estuvo también Daniel Ortega, Violeta Chamorro, quien más tarde derrotaría democráticamente a los sandinistas en las urnas, el empresario Alfonso Robelo y el guerrillero Moisés Hassan. Ramírez, que estuvo exiliado en Costa Rica, viajó en julio de 1979 desde San José, la capital del vecino país, hasta León, ciudad colonial de Nicaragua donde se proclamaría oficialmente el fin de la dictadura somocista.
En esa ciudad, que es escenario de varias de las novelas de Ramírez, lo esperaba Ortega y allí se tomaron las primeras decisiones para “reconstruir” Nicaragua tras la guerra de rebelión. El giro que más tarde dieron los sandinistas, alineándose con Cuba y coqueteando con la Unión Soviética, separó a figuras como Robelo y Chamorro del gobierno revolucionario, pero el escritor mantuvo su lealtad y compromiso, al igual que los grandes intelectuales nicaragüenses que creían en el ideal revolucionario, como Ernesto Cardenal, Gioconda Belli o Dora María Téllez, perseguidos luego por el orteguismo.
En 1984, para legitimar al gobierno sandinista, se realizaron elecciones que fueron boicoteadas por la oposición. Ortega se convirtió en presidente y Ramírez en su vicepresidente hasta 1990. A ambos les tocó encabezar un país hundido en la miseria, donde las esperanzas que había generado la revolución sandinista comenzaban a dinamitarse por la persecución a la disidencia, las confiscaciones, la escasez de alimentos y bienes básicos debido a la sanciones impuestas por el Gobierno de Ronald Reagan, declarado enemigo número uno de los sandinistas.
Fue la Administración Reagan la que financió y capacitó a la contra, la guerrilla derechista que pretendía derribar al gobierno revolucionario y cuyo enfrentamiento con el Ejército sandinista devino en una guerra civil que dejó decenas de miles de muertos. Todavía hay en Nicaragua, no obstante, quienes achacan a Ramírez algunas de las decisiones que se tomaron desde el poder. Todo, sin embargo, se justificaba por un idealismo que rayaba en un cristianismo revolucionario: el sacrificio del pueblo era parte de su heroicidad, el sufrimiento necesario para lograr una vida mejor, la tierra de leche y miel.
Fuentes en Managua aseguran que durante aquel tiempo Ramírez y Ortega formaban una mancuerna perfecta: el intelectual se encargaba de la administración cotidiana del Estado mientras que el exguerrillero era la cara fuerte, el militar que iba de gira por el mundo para unir voluntades a favor de la causa sandinista. Las fotos de Ramírez, de civil, y de Ortega de verde olivo, en mítines en los que invocaban el compromiso revolucionario todavía atraen la atención de los nicaragüenses. “Los sandinistas”, escribió la periodista mexicana Alma Guillermoprieto, “fueron únicos entre las organizaciones revolucionarias latinoamericanas en su capacidad de proyectar una imagen heroica y, una y otra vez, superar las limitaciones propias de un movimiento radical de una nación pequeña y atrasada, para salir con un gesto grandioso y redentor”.
Tras los estragos de la guerra, una inflación descontrolada y una economía destrozada, el sandinismo se abrió a unas elecciones en las que se buscaba y esperaba el apoyo de los nicaragüenses. Ramírez participó junto a Ortega en cansados mítines que pretendían mantener la moral del pueblo, prometiendo una mejora para todos si continuaba el proyecto revolucionario. “Los sandinistas”, continúa Guillermoprieto, “hicieron su campaña presidencial como si nadie tuviera memoria… En los actos de campaña que vi, Ortega jamás hizo referencia a la historia reciente; nunca trató de explicar a su público qué fue lo que pasó con la economía cuando ya había pasado lo peor de la guerra con los contras, qué errores cometieron los propios sandinistas, o qué medidas se tomarían para corregir políticas que resultaron inoperantes”. Al contrario: Ramírez y Ortega aparecían en los entarimados moviéndose al son de cumbias, canciones revolucionarias y reggae para prometer que con ellos todo sería mejor. En 1990, la revolución cayó por el peso de los votos a favor de Violeta Chamorro.
Ruptura y críticas
La ruptura entre ambos líderes vendría años después, cuando Ramírez e intelectuales del Frente Sandinista exigieron un cambio democrático al interior del partido. Ortega y sus aliados, quienes pretendían hacerse con el control absoluto del sandinismo, comenzaron una campaña de desprestigio contra figuras prominentes, entre ellas su viejo compañero de gobierno. En enero de 1995, Ramírez, tras una fuerte purga hecha por el ala dura del FSLN, decidió abandonar su militancia. “Renuncio de manera pública e irrevocable a pertenecer al FSLN. El Frente Sandinista al que yo me incorporé hace 20 años ya no existe”, dijo entonces el escritor, quien fundó el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), con el que más tarde, y sin éxito, participó por la presidencia. Dedicado de lleno a la literatura (en 1998 ganó el Premio Alfaguara con su novela Margarita, está linda la mar y más tarde recibiría el Premio Cervantes), Ramírez se fue convirtiendo poco a poco en una de las voces más críticas de Ortega, tras el regreso al poder de este en 2007 y su creciente autoritarismo.
Las críticas del escritor aumentaron de tono en 2018, cuando Ortega desató una brutal represión contra las protestas que exigían el fin de su mandato. Ramírez ha calificado a Ortega de “dictador” y en entrevistas y en sus columnas en la prensa internacional -entre ellas, en LA NACION- denuncia los desmanes del régimen. También ha utilizado sus novelas, en las que presenta a exguerrilleros corruptos, traidores de los ideales sandinistas, amarrando chanchullos para garantizarse poder y dinero. Y es por eso que Ortega, su viejo camarada, lo persigue y exige su cabeza. Ayer, la Fiscalía de Nicaragua pidió detener al escritor por actos que “incitan al odio” y por “conspirar” contra la soberanía, en el contexto de la ola de persecución a opositores.
En Tongolele no sabía bailar el poder decide el designio de sus adversarios por las recomendaciones que la pitonisa leal a la vicepresidenta hace siguiendo las predicciones de Sai Baba. Los nombres viajan de la casa de la adivina al búnker del poder en una caja china fuertemente custodiada. Este miércoles en esa caja iba seguramente marcado el nombre del excompañero de Daniel Ortega.
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