Ni Israel ni Hezbollah querían este conflicto, pero tampoco ninguno de los dos hizo nada para evitarlo
Las guerras en Medio Oriente siempre se rigieron por la ley de las “consecuencias indeseadas”
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WASHINGTON.- “Esta película ya la vimos”. Es lo que suele decir la gente sobre las guerras en Medio Oriente, pero no es así. Cada una de esas guerras, con su combinación propia de causas y efectos horrendos, es una catástrofe única. Y cada niño inocente que muere en una de esas guerras es un alma humana que no tiene reemplazo posible.
Vengo cubriendo la actualidad de Medio Oriente desde hace casi 45 años, y me alcanzaron para llegar a odiar estas guerras y el inmenso dolor que causan tanto en los israelíes como en los árabes. Es como ver personas atrapadas viendo llegar un devastador huracán: cada vez, uno espera que puedan escapar y que el desastre pueda evitarse, pero la mayoría de las veces no es así…
Tal vez el derrame de este mes de la guerra en Gaza hacia el territorio del Líbano parecía inevitable, pero no lo era. Esta es una guerra que ambos bandos esperaban evitar. Consciente de los terribles costos que tendría, el gobierno de Biden viene tratando de encontrar una rampa de salida desde hace 11 meses. Pero la dura lógica de la guerra demostró ser más fuerte que la suave lógica de la paz. Hezbollah no dejó de lanzar cohetes, Israel no dejó de tomar represalias. Ambos bandos subieron un escalón, y Estados Unidos no pudo frenarlos.
Muchos sienten la obligación moral de tomar partido en estas guerras. Como soy periodista, parte de mi trabajo consiste, de ser posible, en hablar con todas las partes en combate. Pero eso no quiere decir que no tenga mi opinión. Pienso que el gobierno de Hamas fue una calamidad para los palestinos de Gaza y una amenaza intolerable para Israel. Pienso que Hezbollah es una organización terrorista que ha tomado al Líbano de rehén y que tiene las manos manchadas con la sangre de cientos de norteamericanos.
Pero también he visto a Israel incurrir en las mismas faltas, y son faltas que atormentan a las personas como yo, que piensan que Israel es un puesto de avanzada de la democracia en Medio Oriente, y que como decía el profeta Isaías, es “luz para las naciones”.
Lo que estoy viendo en este momento en el Líbano es perturbadoramente similar a lo que presencié en 1982 cuando era un joven corresponsal en Beirut que cubría la invasión israelí de ese año. El problema, entonces como ahora, era querer abarcar demasiado. Israel quería ir arrancar de raíz a su mayor enemigo de entonces, la Organización para la Liberación Palestina (OLP). Nada de medias tintas: tirémosles con todo lo que tenemos en el arsenal.
Por entonces, y al igual que ahora, Israel contaba con un abrumador predominio militar y de inteligencia. Sus tropas llegaron a los suburbios de Beirut en cuestión de días. ¿Y entonces qué pasó? Resulta que el abrumador poderío de Israel escondía una debilidad estratégica: sus líderes no tenían respuesta para una pregunta básica: “¿Cómo se termina esto?”. El sitio de Beirut siguió hasta que un mediador norteamericano finalmente negoció la saluda del líder de la OLP, Yasser Arafat, y de sus combatientes. Israel había quedado atrapado en un atolladero.
En aquel momento tuve la oportunidad de hablar con dirigentes de Israel, como el entonces primer ministro Menájem Begin, y también con funcionarios palestinos. La última vez que estuve con Begin fue en agosto de 1983, cuando la guerra en el Líbano ya se había puesto fea. Me acuerdo que describí al mandatario israelí como “el león en invierno”, un hombre atormentado por las bajas en el Líbano y por el trauma que esa guerra estaba dejando en su propio pueblo.
“Está triste, esa es la verdad”, me explicó entonces Yehiel Kadishai, secretario personal de Begin y su compañero desde la época clandestina de la organización Irgun. “Es alguien que no puede poner cara de alegría si tiene el corazón triste”. Sus colaboradores explicaban que Begin quería estar informado todos los días del número de bajas de soldados israelíes en el Líbano y sobre el destino de las familias de los soldados muertos. Amaba a Israel, pero sus amigos me dijeron que en medio de su depresión, temía haber dejado a su país más débil que antes.
El flagelo de Hezbollah también tiene un significado especial para mí. El 18 de abril de 1983 estuve en la embajada de Estados Unidos en Beirut y me fui aproximadamente media hora antes de que un coche bomba terrorista destruyera el edificio. Desde entonces, casi todos los años desde intercambio mensajes con la funcionaria de la embajada que me acompañó hasta el ascensor ese día. Justo me mandó un email la semana pasada, después del ataque aéreo israelí que terminó con la vida de Ibrahim Aqil, uno de los terroristas respaldados por Irán que planearon el atentado a la embajada de aquel día. Sobra aclarar que en su email no lamentaba la pérdida de Aqil…
Suele hablarse de las consecuencias indeseadas de la guerra. Y la horrible verdad es que la existencia misma de Hezbollah es en cierto modo resultado de la invasión israelí de 1982. Al expulsar a la OLP de Beirut, Israel eliminó el principal freno al poder de las milicias chiítas. Los cuadros de lo que después sería Hezbollah comenzaron a reunirse casi de inmediato, con el apoyo encubierto de Irán. Durante los siguientes 40 años, Hezbollah doblegó al Líbano hasta la sumisión.
Hasan Nasrallah, el líder de Hezbollah, fue otro de los personajes a los que casi de manera inverosímil me tocó entrevistar a lo largo de las décadas. No era el estereotipo del villano: respondía a mis preguntas con inteligencia, habilidad, y a veces incluso con sentido del humor. Se lo veía intrigado de estar hablando con un norteamericano: le parecía una novedad
Pero lo que más recuerdo fue el intenso control de seguridad al que me sometieron antes de la entrevista. Sus guardaespaldas desarmaron mis lapiceras, mis cuadernos, desplegaron todo el contenido de mi billetera, en buscar de un explosivo israelí o algún dispositivo oculto de vigilancia. Gracias a Dios, no era la época de los beepers, pero la semana pasada, el barrio donde conocí a Nasrallah, en Dahiya, los suburbios del sur de Beirut, fue bombardeado desde el aire por los Israelíes.
Se supone que tener memoria nos da claridad, pero también puede nublarlo todo. Uno cree saber adónde va, pero cuando ocurre un hecho repentino el pasado se borra y lo único que vemos es el presente y la urgencia de actuar. Y de pronto nos encontramos en una situación en la que nunca tuvimos intención de estar.
Ojalá tuviera respuestas a las preguntas que nos atormentan a todos al ver cómo Medio Oriente se desangra en una guerra que se extiende más y más. Lo único que me parece claro es que en este conflicto la victoria total es una ilusión, y que lo esencial es la seguridad.
Por David Ignatius
Traducción de Jaime Arrambide
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