Nayib Bukele, el presidente que encarceló a 18.000 personas sin respetar las libertades civiles y es querido por ello
Una gran parte de los salvadoreños está dispuesta a tolerar a un líder de tendencias autoritarias a cambio de la solución a su preocupación más acuciante: la violencia de las pandillas
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TONACATEPEQUE, El Salvador.- Han pasado cuatro semanas desde que el zapatero desapareció de su ciudad natal, arrastrado y esposado por la policía salvadoreña.
La familia del hombre, Heber Peña, de 29 años, ha reunido recibos del negocio y firmas de los clientes para demostrar que gana su dinero honestamente. Temen que ahora esté atrapado en una prisión superpoblada, acusado de pertenecer a una pandilla.
Aun así, la familia del zapatero percibe de todos modos los beneficios de la campaña policial que condujo a su detención, y admira al líder que está detrás de ella.
“Aparte de esto”, dijo Caleb Peña, hermano de Heber, “todo lo que ha hecho el presidente es magnífico”.
Heber Peña es uno de los más de 18.000 salvadoreños encarcelados en las últimas semanas, después de que un repunte de los asesinatos en marzo llevó al gobierno a declarar un régimen de excepción, suspendiendo derechos civiles clave garantizados por la Constitución y permitiendo que niños de hasta 12 años sean juzgados como adultos por pertenecer a una pandilla.
Los grupos de derechos humanos han denunciado estas acciones como violaciones a las libertades fundamentales. El secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, instó al gobierno salvadoreño a “mantener el debido proceso y proteger las libertades civiles”.
Pero la mayoría de los salvadoreños no se quejan. El país se ha cansado de una violencia interminable, de las pandillas que los aterrorizan, de la ausencia de Estado de derecho que ha inspirado a tantos a viajar más de 1600 kilómetros hasta la frontera de Estados Unidos.
Gran parte de los salvadoreños simplemente están aliviados de que su líder aplique mano dura, incluso si también socava la frágil democracia que su país ha luchado por construir en las últimas tres décadas.
El final de una brutal guerra civil en 1992 dio paso a una nueva fuerza anárquica en El Salvador, el país más pequeño de Centroamérica: las pandillas que se instalaron después de que Estados Unidos deportó a miles de salvadoreños al país, muchos de los cuales habían formado redes criminales en Los Ángeles.
Las pandillas impulsaron un ciclo de derramamiento de sangre que profundizó la frustración de la gente con un sistema político incapaz de garantizar una paz duradera. Ahora, gran parte de la población ha depositado su confianza en un joven líder de tendencia autoritaria que, al menos temporalmente, ha dado a la gente la estabilidad que tanto deseaba.
Nayib Bukele, el presidente salvadoreño de 40 años, se ha convertido en uno de los líderes más populares del mundo. Sus partidarios dicen que eso se debe en gran medida al rápido descenso de la violencia de las pandillas desde que asumió el cargo en 2019, así como a su gestión de la pandemia, durante la cual mantuvo a muchos a flote con la entrega de alimentos.
Analistas y funcionarios de Estados Unidos creen que la violencia solo ha disminuido debido a una tregua secreta entre las pandillas y el gobierno, algo que Bukele niega.
Y los críticos se han ido alarmando ante los esfuerzos sistemáticos del presidente para trastocar las frágiles instituciones del país y consolidar cada vez más el poder que está en sus manos.
Su partido destituyó sumariamente a cinco jueces de la Corte Suprema de Justicia y a un fiscal general que estaba investigando al gobierno, mientras atacaba implacablemente a los medios de comunicación y a los grupos de defensa.
Sin embargo, la mayoría de los salvadoreños no parecen percibir que están siendo reprimidos, o simplemente no les importa. La satisfacción con la democracia en El Salvador está en su nivel más alto en más de una década, según una encuesta realizada en agosto por la Universidad de Vanderbilt. Y una encuesta de CID-Gallup publicada la semana pasada mostró que el 91 por ciento de los encuestados aprobaba las medidas de seguridad del gobierno.
“Para mucha gente en El Salvador, la democracia es básicamente la capacidad del sistema político para atender su situación”, dijo José Miguel Cruz, experto en El Salvador de la Universidad Internacional de Florida. “Según ese criterio, ven esto como la mejor opción que tienen”.
El miedo a las detenciones arbitrarias se ha extendido por todo el país, según las entrevistas realizadas a decenas de residentes y agentes de policía en ciudades que ahora controlan las fuerzas de seguridad. Pero muchos siguen convencidos de que es perfectamente legítimo que el gobierno tome medidas extremas para aplastar a las pandillas que los atormentan.
De hecho, mucho antes de que Bukele declarara el estado de emergencia, las libertades básicas ya estaban fuertemente limitadas en gran parte del país. La única diferencia es que antes no era el gobierno el que mandaba. Eran las pandillas.
En muchos de los pueblos más pobres de El Salvador, las pandillas son la máxima autoridad. Solo ellas deciden quién puede entrar y a qué hora, qué emprendedores pueden abrir un negocio y cuánto deben pagar, quién vive y por cuánto tiempo.
“En estas comunidades, la gente ya ha estado bajo un régimen de excepción”, dijo Edwin Segura, jefe de una unidad de investigación de La Prensa Gráfica, un destacado periódico salvadoreño. “La gente dice: ‘bueno, si voy a cambiar, voy a pasar de las manos autoritarias y homicidas de la pandilla a las manos autoritarias del Estado, pues lo tomo’”.
Peña creció y vivió en una urbanización al norte de San Salvador, la capital, llamada Distrito Italia, que obtuvo su nombre luego de que Italia donó los fondos para construir la comunidad para las personas desplazadas tras un gran terremoto en 1986. Se ha convertido en un bastión de la Mara Salvatrucha, o MS-13, que, hasta que se declaró el régimen de excepción, dominaba todos los aspectos de la vida cotidiana en el distrito.
Residentes y agentes de policía, en activo y retirados, afirman que la pandilla cobraba impuestos a muchos negocios locales y a cualquiera que viniera de fuera a entregar productos. Los postes, o vigías de la pandilla, informaban de quién entraba en la urbanización y avisaban a los altos mandos cuando se acercaban extraños o la policía.
Las pandillas incluso intervenían para resolver las disputas entre cónyuges o vecinos, imponiendo su propio estilo de ley y orden.
“Si te peleas con tu vecino, acudes a la gente que se encarga de estos lugares, no a la policía”, dijo un hombre llamado Rogelio, cuyo nombre no se revela para protegerlo de posibles represalias.
Una vez, dijo, un grupo de pandilleros le dio una paliza hasta dejarlo ensangrentado porque pronunció una palabra que no les gustó. Hace unos años, mientras Rogelio observaba, mataron a tiros a su mejor amigo, porque el hombre les parecía “demasiado tranquilo”.
“Si yo fuera el gobierno, si tuviera el poder, los haría desaparecer”, dijo Rogelio, refiriéndose a los pandilleros. “No merecen vivir”.
El Departamento del Tesoro estadounidense impuso sanciones a funcionarios de alto rango del gobierno de Bukele el año pasado por dar a los líderes de las pandillas “incentivos financieros” y privilegios penitenciarios a cambio de menos asesinatos.
Pero cualquier acuerdo pareció haberse venido abajo a finales de marzo, cuando un fin de semana repleto de asesinatos resquebrajó la fachada de tranquilidad y ahora Bukele parece estar enfrentándose a las pandillas de forma directa.
Desde que la Asamblea Legislativa de El Salvador aprobó por primera vez el decreto de régimen de excepción, los soldados se han apostado en la entrada del Distrito Italia, inspeccionando cada vehículo que pasa y revisando los cuerpos de los visitantes en busca de tatuajes que puedan indicar vínculos con las pandillas.
Muchos residentes dicen sentirse más seguros ahora, incluido Rogelio, quien dijo que los que critican el trato de Bukele a los miembros de las pandillas no tienen idea de lo que es ser subyugado por ellas todos los días.
“Solo hablan”, dijo de los detractores del presidente, “nosotros estamos aquí viviendo esto”.
Bukele se ha empeñado en difundir su mano dura en las redes sociales, jactándose de negar a los presos la luz del sol y de racionar su comida. En Twitter, ha publicado videos de guardias de prisión que empujan a hombres tatuados al suelo y de reclusos a los que se les sirven porciones diminutas de comida.
Estas muestras públicas de crueldad parecen diseñadas para ganar puntos políticos. Una encuesta de 2017 reveló que más de un tercio de los salvadoreños aprobaba el uso de la tortura y las ejecuciones extrajudiciales en la lucha contra las pandillas.
“Tiene que ser una imagen catártica”, dijo Segura, “ver a los pandilleros tirados en el suelo después de haberlos visto envalentonados, humillando y aterrorizando a otros”.
El propio Bukele admite que el gobierno ha metido en prisión a transeúntes, pero sostiene que representan un porcentaje ínfimo de las detenciones. Marvin Reyes, quien lidera un sindicato policial, dice que los agentes han recibido instrucciones de sus superiores para cumplir “una cuota diaria de detenciones”. Un portavoz del gabinete de Seguridad del presidente no quiso responder a la afirmación.
Muchos pandilleros han pasado a la clandestinidad —han huido a las montañas o se han escondido en casas de seguridad—, por lo que la policía ha cumplido con la demanda de detenciones masivas llevándose a cualquiera que parezca sospechoso, según Reyes.
“Recibieron una orden y no quieren problemas con su jefe”, dijo Reyes.
Como casi todo el mundo en el Distrito Italia, la familia de Peña, el zapatero, sueña con una vida más tranquila.
Pero ellos y muchos otros vecinos insisten en que el joven no tiene nada que ver con las pandillas. Cuando la policía derribó su puerta de lámina en marzo, Heber Peña estaba atareado en la confección de un par de zapatos negros.
“Estaba trabajando justo aquí”, dijo su padre, Víctor Manuel Peña, mientras señalaba un montón de sandalias sin terminar fuera de la casa de dos habitaciones que comparte con Heber. “¿Qué pandillero vive en una casa con paredes hechas de lámina?”.
Cuando su esposa murió de cáncer hace unos años, Víctor Manuel, de 70 años, asumió la responsabilidad de cocinar para la familia. Ahora tiene pesadillas en las que ve a su hijo hambriento en prisión.
Votó por Bukele, como el resto de la familia. “Vimos que era un hombre que sí se interesaba por la mejora de la nación”, dijo. “Pero nunca imaginamos que iba a tener errores así”.
Por Natalie Kitroeff
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