Náufrago en Brasil, panadero en Buenos Aires: la historia de Ruggero Bauli, el rey del panettone
Casi muere ahogado en Bahía cuando se hundió el Principessa Mafalda y quedó en la pobreza; su salto desde Río de Janeiro hasta los hornos porteños
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Ruggero Bauli no era especialmente antifascista, pero cuando decidió emigrar de Italia rumbo a la Argentina en 1927 lo hizo por razones eminentemente políticas.
El gobierno de Benito Mussolini había decretado un impuesto al celibato con el fin de impulsar a la familia como pilar de la sociedad, y Ruggero no sólo era soltero sino que además andaba sin apuro.
El emprendedor vivía en Verona, tenía 30 años y venía de participar en la Gran Guerra, siendo uno de los miles de soldados que vivieron en carne propia la derrota más cruda de Italia en toda su historia bélica: la batalla de Caporetto.
Además, con mucho esfuerzo había logrado comprar maquinaria propia y abrir su panadería en la Via Scala, pero se le hacía muy difícil producir en serie sus famosos pandoros y panettones, ya que algunas políticas del gobierno fascista habían generado desabastecimiento entre algunos ingredientes fundamentales, como los huevos y la manteca.
Así fue como Ruggero Bauli decidió emigrar y “hacerse la América” en Buenos Aires. Los jóvenes porteños, se decía en Italia, tiraban manteca al techo.
Cuando abordó el transatlántico SS Principessa Mafalda, aquél martes 11 de octubre de 1927 en el puerto de Genova, el incipiente panadero pensaba que nada podía salir mal.
Dos semanas después, Ruggero estaba solo en el medio del mar, luchando por su vida contra las olas, sin saber nadar, rodeado de tiburones y con sus máquinas de panadería en el fondo del océano, tras el espectacular hundimiento del “Titanic de Sudamérica” frente a las costas de Brasil.
Así fue como Ruggero llegó a América.
Un taxista italiano en Río de Janeiro
El transatlántico más famoso de la época se había ido a pique hacia el fondo del mar, días antes de llegar a Buenos Aires, luego de la rotura de una de sus dos hélices. Murieron 305 pasajeros, ocho tripulantes y el capitán, que se despidió de la superficie al grito de “¡Viva Italia!”.
El miércoles 26 de octubre de 1927 los canillitas del centro porteño vocearon la noticia de la tragedia. El diario LA NACION había sido el único en dar la primicia, tras la llegada de un telegrama procedente desde Río de Janeiro: «El Principessa Mafalda naufragó cerca de Bahía».
La nave, que medía 146 metros de eslora y 17 de manga, podía transportar 1580 pasajeros (180 en primera, 150 en segunda y 950 en tercera) y 300 tripulantes, y hacía su último viaje interoceánico. Era el “paquebote” más prestigioso de toda la flota italiana y por sus camarotes pasaron afamados políticos, empresarios y artistas como Carlos Gardel, un pasajero frecuente.
Los relatos del naufragio estremecieron al mundo. La tripulación se hizo célebre por sus infames actos de cobardía. Las peleas por un chaleco salvavidas se daban a trompadas o a cuchillo. Un oficial, el ingeniero jefe Scarabicchi, se suicidó con un pistoletazo en la sien.
Y mientras Ruggero Bauli flotaba a la deriva, un joven conscripto argentino, que había abordado el Mafalda en Genova luego de enfermar de pulmonía a bordo de la fragata Sarmiento, realizaba actos de heroísmo que han quedado en la historia.
Se llamaba Anacleto Bernardi y era entrerriano. Cuentan que ayudó a embarcar en los botes salvavidas a las mujeres y a los niños primero y le dio su cinturón flotante a un anciano que no sabía nadar. Cuando se tiró al agua y comenzó a nadar hacia la costa, se lo comieron los tiburones.
Bauli fue finalmente rescatado, como otros 937 náufragos, y en lugar de llegar a Buenos Aires para hacerse la América tocó tierra en Río de Janeiro “con una mano atrás y otra adelante”.
Estaba más pobre que nunca. No tenía dinero ni equipaje. No conocía a nadie, más que a algún paisano solidario que se acercó a tirarle una soga. Salió a buscar trabajo de lo que fuera... y se hizo taxista.
El rey del panettone, de Buenos Aires al mundo
La idea de Ruggero era producir pan dulces y pandoro (un tradicional budín veronés de vainilla) y hacerlo con base en Buenos Aires, que vivía una efervescencia en todos los ámbitos y donde esas delicias de la fina pastelería eran bien valoradas.
En Italia, el panettone era una especialidad conocida desde la Edad Media y se había transformado en una elaboración nacional desde el siglo XIX, con la publicación de la receta nacida en Milán en el famoso libro “Nuovo cuoco milanese economico”, de Giovanni Felice Luraschi (1853).
Ruggero había tenido éxito con sus panettones en la panadería que había abierto en 1922. Era el noveno de 13 hermanos en una familia donde todos eran emprendedores y él conocía el arte de la fermentación de las masas como pocos.
De muy niño había aprendido el oficio en la famosa panadería “Olivo” ubicada en la Piazza Bra, pero no veía con buenos ojos a la revolución fascista, que lo obligaba a tributar un impuesto por elegir la soltería.
Para la época en que finalmente Ruggero pudo salir de Brasil, tras juntar real por real durante largas jornadas manejando un taxi, en Italia se hacía famoso el pastelero Angelo Motta, quien desde 1919 venía ganando terreno con sus productos, exaltando las virtudes “de la máquina”, como enarbolaban los futuristas.
Motta había instalado la primera cinta transportadora en su panadería de Milán en 1930, sentando las bases del primer “panettone industrial” del mundo. El panettone futurista.
La elaboración propia del norte italiano estaba lista para conquistar el planeta, y Ruggero lo sabía. Era una idea que lo desvelaba desde el mismo momento en el que abordó el Principessa Mafalda. Lo acompañaba día y noche, a bordo del taxi y en la cama.
El veronés volvió al oficio de pastelero cuando logró finalmente llegar a Buenos Aires, y en poco tiempo, como empleado de la famosísima confitería París, llegó a conducir un equipo de 40 personas.
Dicen que fue en Buenos Aires cuando conoció a Rita Giacominelli, su futura esposa, pero en esto las fuentes no son claras. Con ella se veían poco. Ruggero trabajaba desde las madrugadas, sin francos ni feriados, y así fue durante casi una década, cuando pudo volver a Verona, recién en 1936.
“Ruggero se especializó en pandoro, un budín típico de Verona, que sin embargo tiene un proceso muy largo de fermentación; la masa tarda 40 horas en reposar”, cuenta uno de sus nietos, Michele Bauli.
Preparación cien por ciento originaria de Verona, el pandoro es, junto con el panettone o pan dulce, una de las elaboraciones más típicas de Italia. “Él se propuso regular el metabolismo de las levaduras (para acelerar el proceso) y logró tener una preparación de 500 pandoros cada 20 minutos. Fue un crecimiento exponencial”, agrega.
“Mi abuelo fue testigo de la Primera Guerra Mundial y luego emigró a la Argentina por algunos años. Recuerdo que tenía problemas de audición y se enojaba mucho. También recuerdo que se rompió el dedo meñique cuando golpeó una mesa en un ataque de ira”, añadió.
Con el dinero ahorrado en la Argentina, Ruggero volvió a Italia, compró una casa en Verona y armó la panadería en la planta baja. Se casó con Rita y tuvieron cuatro hijos. Como cuentan en la familia Bauli, desde ese momento su ascenso jamás se detuvo. Esta vez, ni los fascistas nazis ni la invasión aliada podrían detenerlo.
En 1953 compró un terreno en Zai para iniciar una producción a gran escala, elaborando más de 5000 panettones y pandoros diarios; luego, construyó el “Edificio Bauli” y más tarde compró un campo en Castel d’Azzano, donde hoy se levanta el actual complejo industrial del imperio Bauli que emplea a 1500 trabajadores y factura cerca de 500 millones de euros al mes.
Y, a diferencia de su colega, el inmigrante italiano Carlo Bauducco, que en 1952 fundó en Brasil la fábrica de pan dulces Bauducco, considerada la mayor productora de panetones del mundo, Ruggero sí logró ser profeta en su tierra, luego de una década signada por el naufragio, el trabajo como taxista y la pastelería en Buenos Aires.
Su conocimiento y sobre todo su pasión por gobernar el comportamiento de las levaduras y la fermentación de las masas lo convirtieron en una referencia del panettone en toda Italia.
Cuando murió en 1985, a los 100 años, Ruggero era considerado un prócer entre los emprendedores que buscan el progreso a fuerza de trabajo, un verdadero exponente de la meritocracia.
Sus hijos continuaron el negocio y, por esos giros fantásticos del destino, compraron la multinacional Motta a Nestlé, la misma marca que había creado el famoso pastelero Angelo Motta mientras el joven Ruggero Bauli llegaba a Buenos Aires con una mano atrás y otra adelante.
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