El militar y estadista francés murió el 5 de mayo de 1821 en Santa Elena, dice la historia; pero ¿cuál fue la causa?
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“Mi muerte es prematura. Me han asesinado el oligopolio inglés y su asesino a sueldo”.
Estas fueron las palabras rencorosas de Napoleón Bonaparte cuando dictó su última voluntad y testamento en abril de 1821. Bonaparte, uno de los manipuladores más consumados de la historia, fue un hombre que se llevó sus vendettas a la tumba.
Al día siguiente de su muerte bajo custodia británica, el 5 de mayo, 16 observadores asistieron a la autopsia, siete médicos entre ellos. Fueron unánimes en su conclusión: Napoleón había muerto de cáncer de estómago.
Sin embargo, las dudas que había fomentado Napoleón sobre lo que sucedió “realmente” nunca han desaparecido del todo. ¿Aceleró el gobierno británico su muerte? ¿Vertieron sus rivales franceses veneno en su vino? ¿Fue realmente Napoleón quien murió en Longwood House en mayo de 1821?
Durante casi dos siglos, todas estas cuestiones y más se han debatido y disputado.
Nacido en 1769 en el seno de una familia corsa de modestos recursos, en 1811 Napoleón Bonaparte gobernaba a 70 millones de personas y dominaba Europa.
Cuatro años más tarde, sus sueños dinásticos, políticos, imperiales y militares se hicieron añicos y fue exiliado a la remota isla de Santa Elena.
Allí, hasta su muerte, él y su irritable familia, vivieron en una villa laberíntica llamada Longwood House.
Tras ser derrotado en 1814, Napoleón Bonaparte se había escapado de la isla mediterránea de Elba donde había sido exiliado. Cuando llegó el momento de encarcelarlo después de la batalla de Waterloo, sus enemigos eligieron uno de los lugares más remotos del planeta: Santa Elena, una isla de 121 kms² a más de 1.900 kilómetros de la tierra más cercana en el Atlántico Sur, un océano que estaba controlado por la Royal Navy británica.
A pesar de tal precaución y de que Napoleón estaba bajo vigilancia armada, hubo planes para rescatarlo, incluido uno tramado por un grupo de exsoldados franceses que vivían en Texas (entonces una provincia de México), que querían resucitar el Imperio Napoleónico en América del Norte.
Una muerte lenta
Esa muerte no llegó de repente.
Durante meses, Napoleón sufrió dolores abdominales, náuseas, sudores nocturnos y fiebre. Cuando no estaba estreñido, le asaltaba la diarrea; perdió peso. Se quejaba de dolores de cabeza, piernas débiles y malestar con luz brillante. Su habla se volvió confusa. Los sudores nocturnos lo dejaron empapado. Sus encías, labios y uñas eran incoloras.
Brevemente, se le ocurrió que estaba siendo envenenado, pero luego decidió que tenía el mismo cáncer que había matado a su padre, y que toda la ayuda médica era inútil.
El 4 de mayo de 1821 perdió el conocimiento. El 5 de mayo, la noticia llegó a un mundo conmocionado de que el gran hombre había muerto, y comenzaron las preguntas.
El primer teórico de la conspiración fue el médico irlandés Barry O’Meara, que había sido cirujano del buque HMS Bellerophon cuando Napoleón se rindió a su capitán después de Waterloo y se convirtió en el médico personal de líder francés.
O’Meara atendió al exemperador durante tres años, hasta que hizo la explosiva afirmación de que el gobernador británico de Santa Elena, Sir Hudson Lowe, le había ordenado “acortar la vida de Napoleón”. Como era de esperar, fue despedido.
Lowe era el sujeto perfecto para jugar el rol de villano británico burlón, que es la versión que ha pasado a la historia y, no por casualidad, la versión que Napoleón quería que el mundo creyera.
Napoleón tenía un plan astuto para escapar de Santa Elena alegando que su clima insalubre lo estaba debilitando fatalmente y usando la autoridad médica del doctor O’Meara como apoyo.
O’Meara se enamoró del famoso encanto de su paciente y respaldó obedientemente sus afirmaciones: en 1818, acusó al gobernador Lowe de intentar acelerar la muerte de Napoleón, y en 1822, publicó un libro en el que afirmaba que el gobierno británico estaba decidido a eliminar toda posibilidad de otro regreso napoleónico.
Mucha gente sospechaba que O’Meara tenía razón, pero nadie pudo probarlo. Aún no existía ningún método para demostrar la presencia de arsénico en un cadáver y, en cualquier caso, Napoleón estaba enterrado en cuatro ataúdes y debajo de una gran losa de roca.
Si Napoleón había sido asesinado, parecía que el asesino se había salido con la suya, hasta que un dentista sueco se encontró con la historia unos 100 años después y continuó donde O’Meara la había dejado.
Investigaciones
Cuando los diarios privados del ayudante de cámara de Napoleón se publicaron en la década de 1950, ofreciendo relatos íntimos de los últimos días del emperador, el doctor Sten Forshufvud creyó haber encontrado una prueba irrefutable.
De 31 síntomas de intoxicación por arsénico descubiertos por científicos desde 1821, Napoleón había presentado 28, por lo que Forshufvud le pidió a una universidad escocesa que realizara una prueba de detección de arsénico recién inventada.
El análisis de activación de neutrones (NAA) se llevó a cabo en los cabellos de la cabeza de Napoleón que databan de 1816, 1817 y 1818, y reveló niveles fatalmente altos de arsénico en su sistema. O’Meara, al parecer, había estado en lo cierto: Napoleón había sido asesinado, pero ¿quién lo había matado?
Uno de los apodos más conocidos de Napoleón era “el pequeño corso” y uno de los más grandes mitos es precisamente ese: que era bajito.
La imagen de Napoleón como un líder militar enojado e innegablemente achaparrado estaba tan extendida en el siglo XX que hasta hay un complejo psicológico que lleva su nombre.
A su muerte, el clavo en el ataúd vino con el informe de su médico de que su cuerpo medía “cinco pies, dos pulgadas y cuatro líneas, desde la parte superior de la cabeza hasta los talones”. Eso equivaldría a 1,57 metros... de no ser porque la medida había sido tomada en el “pied métrique”, un sistema métrico establecido por el propio Bonaparte en 1812 que equivalía a una tercera parte de un metro.
La medida ajustada es 1,68 metros, una altura algo mayor que la promedio de la época.
El millonario del culturismo canadiense Ben Weider (descubridor del joven Arnold Schwarzenegger) llegó a la misma conclusión por medio de un método diferente.
Convencido de que Napoleón había sido asesinado, Weider había revisado las numerosas memorias escritas por quienes habitaban la casa Longwood en busca de pistas.
Cuando él y Forshufvud recopilaron evidencia de los síntomas descritos en las memorias y los compararon con los picos y valles de absorción de arsénico mostrados por el análisis de NAA, creyeron que tenían evidencia de dosis administradas a intervalos durante varios años.
Su libro titulado “Asesinato en Santa Elena” también nombró a un nuevo sospechoso: el antiguo compañero de Napoleón, Charles Tristan, el marqués de Montholon, un personaje sombrío cuya esposa Napoleón había seducido, que estaba desesperado por salir de la isla y que se beneficiaría personalmente del testamento.
Los reyes borbones restaurados de Francia (que tenían tanto interés como los británicos en mantener a Napoleón controlado) habían amenazado (afirmaron Weider y Forshufvud) con hacer pública la malversación de fondos militares de Montholon si no aceptaba suministrarle a Napoleón una bebida envenenada con arsénico.
El debate sobre el arsénico
Sin embargo, esta colorida teoría no convenció a todos: incluso si el arsénico hubiera sido la causa de la muerte de Napoleón, eso no significaba que alguien hubiera matado a Napoleón con esta sustancia.
En la década de 1980, el debate sobre el envenenamiento se desvió en una dirección diferente: Napoleón simplemente podría haber absorbido suficiente arsénico de su entorno como para morir.
Cualquier casa del siglo XIX estaba saturada de arsénico: cosméticos, tónico para el cabello, cigarrillos, lacre, ollas de cocina, polvos repelentes de insectos, veneno para ratas, glaseado de pasteles... todos eran tóxicos.
Cuando un químico de la Universidad de Newcastle experimentó con un trozo de papel tapiz de Longwood robado por un turista del siglo XIX, descubrió que los gases venenosos exhalados por un moho que crecía detrás de él podrían haber contribuido al fatal declive de Napoleón.
Investigadores posteriores analizaron los cabellos del hijo de Napoleón, de su primera esposa, la emperatriz Josefina, y de 10 personas vivas, y concluyeron que los europeos a principios del siglo XIX tenían hasta 100 veces más arsénico en sus cuerpos que la persona promedio que vive ahora.
Pero los que estaban convencidos de que había sido un asesinato no aceptaban esa hipótesis.
Durante varios años, las dos escuelas de pensamiento lucharon con pruebas y contrapruebas: el FBI, Scotland Yard, el Instituto Forense de Estrasburgo, los laboratorios de la policía de París... todos llevaron a cabo pruebas y todos confirmaron los altos niveles de arsénico presentes en el sistema de Napoleón.
Sin embargo, ninguna pudo establecer definitivamente cómo había llegado el veneno allí.
La teoría de la sustitución
Mientras tanto, un segundo debate retumbaba de fondo: la sustitución.
La idea del emperador sustituto se ha utilizado en películas y novelas y, ciertamente, los admiradores más enamorados de Napoleón estaban (y están) seguros de que el hombre que murió el 5 de mayo era otra persona.
La versión más sorprendente de las teorías de la sustitución afirma que Napoleón nunca fue a Santa Elena: que enviaron a un doble en su lugar mientras el exemperador se retiró a Verona y se dedicó a vender anteojos pacíficamente, hasta que le dispararon al intentar escalar los muros de un palacio austriaco para ver a su hijo menor.
Lamentablemente, esa historia no tiene base documental alguna.
El 13 de julio de 1815, 25 días después de su derrota en Waterloo, Napoleón le escribió una carta al rey Jorge IV de Reino Unido, quien entonces era Príncipe Regente, rogando clemencia.
Firmada por el propio emperador, la carta aboga por la “hospitalidad del pueblo británico” y le hace un llamado al príncipe -”el más poderoso, el más constante y el más generoso de mis enemigos”- para que lo proteja. Buscando refugio, el emperador se compara con Temístocles, un estadista griego que se puso a las órdenes del gobernante persa Artajerjes y posteriormente fue recibido con honores.
Al recibir la carta, el príncipe declaró: “Caramba, una carta muy adecuada, mucho más, debo decir, que cualquiera de las que he recibido de Luis XVIII”.
No obstante, la solicitud de protección de Napoleón fue rechazada.
Una segunda teoría de la sustitución gira en torno a Jean-Baptiste Cipriani, mayordomo en Longwood hasta su muerte en febrero de 1818 durante una epidemia de hepatitis, y enterrado cerca.
La ‘escuela Cipriani’ afirma que los británicos desenterraron en secreto el cuerpo de Napoleón a fines de la década de 1820 por razones inexplicables.
Cuando se enfrentaron a una solicitud francesa en 1840 para desenterrar a Napoleón y traerlo de regreso a París, los británicos cavaron apresuradamente a Cipriani y lo arrojaron a la tumba vacía de Napoleón.
¿Por qué, ha preguntado la ‘escuela Cipriani’, el oficial británico a cargo sólo les permitió a los observadores franceses presentes ver el cuerpo a medianoche, a la luz de las antorchas? ¿Por qué no permitió que se hicieran bocetos? ¿Por qué el ataúd solo se abrió durante dos minutos antes de volver a cerrarlo y llevarlo a bordo de la fragata francesa?
Máscaras mortuorias falsas, calcetines podridos, cicatrices faciales que desaparecen, la posición de los vasos que sostienen las vísceras: los detalles reclamados y negados son demasiados para enumerar aquí, pero mantuvieron felices a los estudiosos de Napoleón durante años.
En 1969, en el bicentenario del nacimiento de Napoleón, un periodista francés incluso publicó un “llamamiento” deliberadamente sensacional a los británicos: “Anglais, rendez-nous Napoleon!” (¡Ingleses, devuélvanos a Napoleón!).
Su sorprendente acusación era que la familia real británica había hecho volver a enterrar a Napoleón en la Abadía de Westminster, el insulto supremo.
La verdad más prosaica es que el cuerpo de Napoleón (casi) seguramente yace bajo la cúpula de Los Inválidos en París.
Sin embargo, hasta que las autoridades francesas permitan que el ataúd se abra para hacerle pruebas al cuerpo, las teorías sobre el destino final de uno de los personajes más fascinantes de la historia seguirán rondando.
* Siân Rees es autor de “Las muchas muertes de Napoleón Bonaparte”.
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