Una interlocutora temible, una mujer que nació para mandar
MADRID.-Margaret Thatcher nació para mandar. Sus ojos claros, sus manos, su boca vivaz y casi siempre dispuesta a responder atacando? Ella estaba preparada para asumir el mando, de una casa, de un municipio, de un país.
Mientras mandó, a su alrededor no se movió nada que ella no decidiera. Y cuando perdió el mando, se fue amansando como una persona a la que le quitaron la enorme energía que la convirtió en interlocutora temible.
Cuando dejó el mando, ya dejó de ser la Thatcher, fue Margaret Thatcher; escribió libros para contar qué fue como mandataria. Pero cuando llegó al segundo tomo de sus memorias y tuvo que decir cómo había dicho adiós a todo eso, ya se podía vislumbrar en su mirada, en sus ojos, en sus manos hechas para señalar y dirigir, cómo era esta mujer plena de energía hasta que le quitaron la alfombra del poder del suelo.
Era una mujer inglesa, de los Midlands. La hija de un almacenero que había decidido que las compras y las ventas se tenían que hacer de otra manera. Algún día dijo que todo lo aprendió allí, en el almacén. Supo allí que atender y dirigir, seleccionar y obligar es lo que se supone que debe hacer una persona bien nacida.
Ese espíritu no lo perdió nunca: en sus memorias se la ve mandando en lo chico y en lo grande, fijándose en las pequeñas cosas (el ahorro, los puestos de trabajo e incluso la miseria), y también en las de mayor calado, sin olvidar nunca el patio de atrás, los electores, la gente con la que en otro tiempo se encontró en las escaleras o en la estación gris de Grantham.
Fue elegida por eso, porque hablaba a los ojos en un país en el que se pide perdón o permiso para todo.
Ella era una mujer cualquiera; no la asustaban ni las guerras grandes ni las guerras de los suyos. Por decirlo como entonces se decía en Inglaterra, era una mujer que llevaba pantalones. Los llevó mucho tiempo.
Escuchaba a asesores ultraconservadores, como sir Keith Joseph, que contribuyó con sus consejos a hacerla aún más conservadora que liberal. Ella consideró, desde antes de asumir el poder, que a Gran Bretaña le hacían falta lecciones de moral y de energía, de liberalismo. Por lo tanto, inició una persecución sistemática de los sindicatos y los redujo poco a poco a la presencia testimonial de un grupo al que sólo le faltó tachar de hooligans para completar la revisión radical de su presencia en la sociedad.
Como quiso, también, tener presencia internacional, y su mandato coincidió con el de Reagan, encontró el camino expedito para ser ella la comandante en jefe europea del liderazgo liberal norteamericano. Había sido presentada en sociedad como una mujer que venía a modernizar el partido; lo que no sabía su partido era que al fin de su mandato ya nadie podía conocer al viejo partido tory . Ahora era el partido de la Thatcher. Acaso por eso se la quitaron de encima.
Vino a España a presentar sus sucesivos libros de memorias cuando le habían dado ya ese hachazo. La primera vez aún tenía restos de aquella energía. Resistió noches enteras de discusión con notables de la política y los medios españoles, les discutió hasta el color del cielo de la boca, y bebió como cualquiera, y un poco más whisky.
En la segunda ocasión ya la vida le fue diciendo que nadie la esperaba para el té fuera de su casa. No lo diría nunca, porque era demasiado orgullosa. Se murió ahora, pero hace rato que supo que el final viajaba con ella.
© El País, SL
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