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TEL AVIV.- Miro la pantalla de mi celular: 23. 43. Me cambio las ojotas por zapatillas. El calzado dejó de ser un detalle, es probable que necesite correr. Vuelvo a mirar la hora: 23.47. Voy a la cocina y lleno mi botella de agua. Chequeo: 23.50. La dejo en la mesa, junto con el celular, y me siento a esperar. Faltan diez minutos. El grupo Hamas prometió bombardear a partir de la medianoche en Tel Aviv, la ciudad en la que vivo hace casi dos años cuando me fui de la Argentina.
23.58. Miro por el ventanal del living, escucho voces de vecinos inquietos. Faltan dos minutos. Siento como si alguien me cortara la respiración con un nudo. Un minuto. Destrabo la perilla de seguridad de la cerradura. Freya -mi compañera de piso, alemana- me pregunta la hora. Le respondo: “Las 12”. Llegó el momento. Las sirenas pueden empezar a sonar en cualquier momento.
00.06. La aplicación Red Alert, que reporta en tiempo real dónde caen los misiles, no deja de vibrar: Sderot, Ashdod, Ashkelon, Nahal Oz, Beer Sheva y decenas de ciudades que no conozco. De pronto, una catarata de notificaciones convierten a mi celular prácticamente en un ser autónomo. Ya no recibo actualizaciones de Instagram, solo mensajes que me recuerdan que estoy en una guerra, mi primera guerra.
00.12. Miro hacia afuera. Por ahora, silencio. Recuerdo escenas anteriores de mi barrio, Florentin, una zona que solía ser alegre. Ahora todos esperamos el mismo sonido: una sirena constante, que sube y baja de tono, que en teoría dura un minuto y medio, pero se instala en nuestro inconsciente por mucho más tiempo. Miro la hora: 00.19. La tensión va en aumento y la siento en todo el cuerpo.
00.23. Chequeo Twitter, busco noticias recientes que me orienten. Recibo nuevas alertas de misiles que caen cada vez más cerca. La destrucción y la muerte nos pisan los talones. A las 00.30 dejo caer cuatro gotas de Flores de Bach debajo de mi lengua. Le escribo a Lorena, mi psicóloga, para tener dos sesiones por semana.
00.35. Me estresa que la sirena se escuche bajo, ya dos veces pensé que era el viento hasta que Itay, mi otro compañero de piso, me gritó que corriera. Desarrollé una sensibilidad extrema a los sonidos: vivo con la ventana abierta de mi habitación y uso un solo auricular en la calle. No escucho música y los ruidos me alteran: desde el arranque de una moto hasta el que produce la aspiradora. Todos pueden ser peligrosos y a la vez distraernos de la supervivencia.
00.48. Hamas está demorado y me molesta. Si bien la posibilidad de que suene la sirena está latente las 24 horas, saber de antemano el horario es desesperante. Sigo sentada en el sillón negro del living. Hace diez días que no puedo almorzar y cenar: elijo una de las dos comidas. No tengo hambre, y eso, diría mi mamá, es grave. Aprendí que los horarios de lanzamiento de misiles al centro del país suelen ser al mediodía y pasada la medianoche, por eso me ducho a la mañana o a la tarde. El reloj marca las 00.57. Me animo a apoyar la cabeza en la almohada, pero me da pánico dormirme.
01.20. Esto es surrealista: siento que no estoy dentro de mi cuerpo, que observo todo desde afuera. El recuerdo de la primera noche de bombardeos me persigue. Con mis compañeros de piso y una vecina ucraniana nos escondimos en el hueco de la escalera del edificio porque nos parecía el lugar más seguro. Esa madrugada cayeron 130 cohetes en 10 minutos. Ayer logramos llegar a otro refugio en un edificio de enfrente, que tiene escaleras más alejadas de puertas y ventanas.
01. 44. Nuevas alertas de misiles: Nir Am, Kfar Aza y Zeelim. “¿Cuánto falta para que lleguen acá? ¿Cuánto falta para los fuegos artificiales?”, nos preguntamos. Hacemos chistes porque si no, como dice mi amigo Itzik de Sderot -una ciudad ubicada a un kilómetro de Gaza-, hay que cortarse las venas con una matzá “y la matzá no corta”.
02.30. Tratamos de organizarnos para ir a descansar por turnos, con alguien siempre en alerta. Pero nadie duerme.
02.55. Suena la sirena. Tenemos un minuto y medio para llegar, pero no esperamos. Bajamos los tres las escaleras corriendo, sin mirar. Llegamos al hueco que ya conocemos. Estoy temblando. Agarro fuerte la mano de Freya. Una explosión. La aprieto más fuerte. Otra explosión. Le agarro la otra mano. Transpiro. Otra. Alguien que no veo empieza a gritar. Yo también. Una más. Dos juntas. De pronto, silencio. Mi celular acumula 18 notificaciones de misiles y varios WhatsApp de amigas preocupadas.
03.15. Salimos del refugio, miramos hacia el cielo y vemos las estelas de los cohetes, que explotaron justo encima nuestro. Agradecemos a la Cúpula de Hierro.
03.19. Volvemos al departamento. Nos miramos aliviados. Pero sabemos que la calma es frágil. Solo es el comienzo de otra noche de terror.
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