Mijail Gorbachov tuvo un rol complejo, pero único, en la historia mundial
La opinión de Natan Sharansky, el primer preso político liberado por el exlíder de la URSS
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WASHINGTON.- Mijail Gorbachov fue el último líder comunista de la Unión Soviética, un puesto que ocupó durante unos pocos años, entre 1985 y 1991. En su discurso de despedida, Gorbachov lamentó la desintegración de la Unión Soviética, pero enfatizó sus logros, como la promoción de la libertad política y religiosa, la introducción de la democracia y la economía de mercado, y por supuesto, el fin de la Guerra Fría.
Todos los políticos se jactan de sus logros cuando concluyen su mandato. En este caso, sin embargo, las reivindicaciones que hizo en ese momento Gorbachov no eran jactancia, sino más bien una subestimación de sus aportes. Hasta apenas unos años antes, la Unión Soviética había sido una de las dictaduras más terroríficas de la historia, con tropas desperdigadas que gobernaban sobre una tercera parte del planeta y controlaban a cientos de millones de personas a través de la intimidación. Y aunque los disidentes soviéticos, yo entre ellos, le decíamos al mundo que el régimen era internamente débil, nuestras predicciones sobre su caída eran desestimadas y consideradas una expresión de deseos por los expertos occidentales, que estaban hipnotizados por el poderío aparentemente inconmovible de la Unión Soviética.
Sin embargo, el régimen efectivamente cayó, y lo hizo sin necesidad de disparar un solo tiro. A los ojos de Occidente, ese desenlace fue resultado directo de las decisiones de una sola y única persona: Gorbachov. No es casual que en el mundo libre se lo venere y que haya sido honrado con el Premio Nobel de la Paz en 1990, o que los términos que introdujo en el léxico de la política –glasnost (apertura) y perestroika (reforma)– hayan servido para definir toda una era.
Tal vez lo más sorprendente sea que Gorbachov nunca haya cosechado esa misma admiración en su país. En una encuesta de 2017, solo el 8% de los rusos tenían una imagen positiva de él, y una abrumadora mayoría tenía una opinión negativa. La razón más obvia es que muchos vivieron la caída de la Unión Soviética como una tragedia, en la que su nación perdió su estatus de temible superpotencia mundial. Hoy, Vladimir Putin es la encarnación misma de ese sentimiento. Por el contrario, muchos disidentes y otros integrantes de la intelligentsia –los que no creíamos en el régimen y queríamos un cambio, los que habíamos luchado durante décadas por las mismas reformas que introdujo Gorbachov– tenemos sentimientos más complejos sobre el último líder de la Unión Soviética.
Por un lado, era un verdadero creyente en las ideas de Marx y Lenin, y la intención original detrás de sus pioneras reformas era mostrar un rostro más humano del comunismo. Además, cuando quedó claro que el deseo de libertad de la gente finalmente podía derrocar al régimen, hizo todo lo posible para frenar las fuerzas que él mismo había desatado.
En sus primeros viajes a Occidente, antes de convertirse en líder del Politburó, descubrió que la Unión Soviética había pagado un alto precio diplomático y económico por su trato hacia los disidentes. Así que tras su ascenso al poder empezó a liberar a los presos políticos y a los rehusniks, los judíos que luchaban por su derecho a emigrar a Israel. Sin embargo, pronto quedó claro que esa política podía provocar una emigración masiva y hubo nuevas restricciones.
Solo en 1987, cuando en Washington se reunieron más de 250.000 manifestantes para apoyar a los judíos soviéticos durante la primera visita de Gorbachov como líder de Rusia, la Cortina de Hierro empezó a caer.
La libertad para emigrar de la Unión Soviética desató el inmediato reclamo de autodeterminación de varios grupos religiosos y nacionales. Gorbachov también se resistió a eso, y envió tropas a reprimir las protestas en Georgia, Lituania y otros lugares, donde murieron cientos de manifestantes. El disidente Andrei Sakharov, liberado por Gorbachov a fines de 1986 y que parecía ser su aliado natural, pasó los últimos años de su vida luchando activamente contra los intentos de Gorbachov de salvar el sistema de partido único y evitar la competencia en las elecciones.
Antes de morir, en 1989, Sakharov me llamó a Israel para decirme que no podía visitarme como tenía planeado: si se ausentaba un solo día de Moscú, podía perder la oportunidad de bloquear la intentona de Gorbachov de alzarse con la suma del poder.
Fui el primer preso político liberado por Gorbachov, a principios de 1986, y tras mi liberación me preguntaron si no pensaba agradecerle mi libertad. Yo respondí que estaba agradecido con todos los que lucharon por mi liberación, incluidos los compañeros judíos y los líderes extranjeros, porque sabía que sin su lucha mi liberación no habría llegado. Evité deliberadamente agradecerle a Gorbachov, porque con tantos compañeros disidentes aún en la cárcel y la emigración prohibida, me parecía irresponsable, y hasta desleal.
Una década después de la caída de la Unión Soviética, las circunstancias habían cambiado. Cuando compartí una conferencia con Gorbachov en Polonia, me preguntaron sobre las fuerzas que precipitaron la caída del régimen. En mi respuesta, mencioné tres factores: Sakharov y los otros disidentes que lucharon valientemente para mantener viva la chispa de la libertad; los políticos occidentales como el presidente Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher, que habían entendido la naturaleza del régimen y estaban dispuestos a supeditar sus relaciones con Moscú al respeto por los derechos humanos, y Gorbachov, que percibió el rumbo de la historia y respondió en consecuencia.
No bien terminó la charla, me acerqué a Gorbachov para agradecerle por mi liberación. Me sorprendió descubrir que estaba casi ofendido por mis comentarios. “¿Te liberé en contra de lo que me aconsejaba todo el mundo y me ponés recién en el tercer lugar?”, me espetó. Si bien entendía su reacción, más que enfatizar su papel en la transición, en ese momento me parecía importante hacerme eco de la voz de los disidentes.
Sin embargo, si analizamos el siglo XX no a través del lente de las luchas políticas, sino desde una perspectiva histórica abarcadora, resalta el carácter absolutamente único de la figura de Gorbachov. En casi todas las dictaduras hay disidentes, y cada tanto también hay líderes occidentales dispuestos a arriesgar su destino político para promover los derechos humanos en otros países. Pero Gorbachov, que era un producto del régimen soviético, un miembro de su elite gobernante que creía en su ideología y disfrutaba de sus privilegios, de todos modos decidió destruirlo. Y eso es algo que el mundo puede agradecerle. Gracias por eso, Mikhail Gorbachov.
Por Natan Sharansky*
The Washington Post
(Traducción de Jaime Arrambide)
*El autor, exprisionero político, fue activista por los Derechos Humanos en la URSS. Actualmente vive en Israel donde es presidente de la junta del Museo de la diáspora judía
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