Mijail Gorbachov, el último líder de la Unión Soviética que precipitó el fin de la Guerra Fría
Tras su alejamiento de la vida política en 1991, el último dirigente soviético se convirtió en el símbolo del descalabro de una súperpotencia
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PARÍS.– Mijail Gorbachov, último dirigente de la URSS, padre de la “perestroika” y de la “glasnost”, murió este martes en Rusia a los 91 años. Percibido en su país como el responsable del caos que siguió a la caída de la Unión Soviética, había dejado la vida política en 1991.
Actor mayor de la historia del siglo XX, Mijail Sergueievich Gorbachov, secretario general del comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética, y después primero -y efímero- presidente de la URSS, murió “tras una larga y grave enfermedad”, según anunciaron las agencias de prensa rusas, citando responsables del Hospital Clínico Central (TSKB), dependientes de la presidencia rusa.
Adulado en Occidente como el hombre que precipitó el fin de la Guerra Fría, vivía en un anonimato casi total en Rusia desde que había abandonado la vida política. Colmo de la paradoja, el artesano del acercamiento este-oeste seducía al mundo y suscitaba la indiferencia en su propio país. Según un sondeo publicado en febrero de 2017 por el instituto Levada, solo 7% de los rusos interrogados afirmaba sentir respeto por el último dirigente soviético, premio Nobel de la paz en 1990. Asumiendo ese desamor, el hombre de la célebre mancha en la frente, había preferido festejar sus 80 años en el Albert Hall de Londres.
Odiado y amado
Evaluar el papel de Mijail Gorbachov es una cuestión de geografía. En Europa y en Estados Unidos, quedará asociado a la distensión, al acercamiento entre este y oeste, al fin de la guerra soviético-afgana (1979-1989), a la reunificación de Alemania y al viento de libertad que sopló sobre “la prisión de los pueblos”.
En el territorio postsoviético, la visión es diametralmente opuesta. ¿El derrumbe del imperio? Fue él. ¿El caos que siguió? También él. Nostálgica del poderío perdido, la Rusia de Vladimir Putin percibe la caída de la URSS como el resultado de una capitulación de Gorbachov ante Occidente.
Tanto, que él mismo terminó por creerlo.
“La mayoría de los rusos, como yo, no quieren la restauración de la URSS. Pero lamentan que se haya derrumbado”, confió en mayo de 2016 al diario británico Sunday Times, convencido de que “por debajo de la mesa, los estadounidenses se frotaron las manos de placer”.
Y si bien el padre de la “perestroika” se animó a criticar la reelección presidencial del actual jefe del Kremlin a partir de 2012, acusándolo de “esclavizar totalmente a la sociedad”, su opinión cambió totalmente en 2014. Cuando Putin anexó la península de Crimea mediante un controvertido referendum y después de enviar comandos militares, Gorbachov aplaudió: “Siempre estuve a favor de la libre expresión del pueblo. Y, en Crimea, la mayoría de la población se pronunció por la reunificación con Rusia”, declaró.
El ruso de la calle siempre le reprochó su indecisión, su facultad de navegar hacia donde soplara el viento en el seno de la dirección soviética, haciendo promesas a todos, reformadores como conservadores. Sobre todo, nunca le perdonó el gran salto del país hacia el abismo. Indiferente al viento de la libertad, el ruso común vuelve una y otra vez a la película de su vida en aquella época, hecha de penurias, interminables colas y trueque para todo: cigarrillos para pagar un viaje en taxi, tres huevos por una entrada de cine… La ley anti-alcohol, que Gorbachov impuso no bien llegó al poder, también dejó un terrible recuerdo, que resultó además en un aumento desconsiderado del consumo de colonias o productos de limpieza como sustitutos del vodka, imposible de encontrar.
Los intelectuales rusos y las poblaciones de la exrepúblicas soviéticas tampoco le son más agradecidos. ¿Acaso no fue bajo sus órdenes que el ejército disparó contra la gente en esas naciones, presas de la fiebre de independencia? El 13 de enero de 1991, 14 personas perdieron la vida en el asalto de las fuerzas soviéticas al Parlamento y a la televisión en Lituania. Siete días después, en Riga, Letonia, un asalto similar dejó cinco muertos. En Tbilisi, Georgia, 22 manifestantes fueron masacrados a golpes de pala en abril de 1989 por el ejército federal, mientras que 150 personas fueron asesinadas por los militares en Bakú, Azerbaiyán, en enero del año siguiente.
Pero las mayores críticas al padre de la perestroika se refieren a sus zonas oscuras. Todos recuerdan con qué energía defendió hasta el final el papel del Partido Comunista como partido único, según el artículo 6 de la Constitución, abolido recién en 1990. Un año antes, el 12 de diciembre, el país había sido testigo de los límites de la glasnost (transparencia), cuando en una sesión del congreso de los diputados del pueblo, transmitida en directo por la televisión, el académico y militante de los derechos humanos, Andrey Sakharov, reclamó la abolición de ese artículo y Gorbachov le cortó el micrófono. Indignado, Sakharov dejó la tribuna tirándole las hojas de su discurso a la cara, para morir dos días después.
La familia Gorbachov
Nacido el 2 de marzo de 1931 en el pequeño pueblo de Privolnoie, en la meseta meridional de Stavropol, al borde las montañas del norte del Cáucaso, Mijail Gorbachov ascendió rápidamente los escalones del partido. En realidad, tenía todo para lograrlo. Los Gorbachov, agricultores durante generaciones, estuvieron siempre del buen lado de la barrera. En 1929, Andrey, el abuelo paterno, se había incorporado al movimiento en favor de la colectivización de tierras, lanzado por Stalin.
En 1930, ese comunista convencido dirigió el koljós (cooperativa campesina) del pueblo. Lo que no le impediría ser arrestado, torturado y enviado al gulag durante las purgas de 1937. El periodo estalinista, marcado por la hambruna y los arrestos masivos en el campo, obsesionó al joven Gorbachov toda su vida.
-¿Su primer recuerdo?- le preguntó la revista Esquire en 2012.
-La hambruna. En 1933 tenía dos años y medio, y todavía sigo viendo a mi abuelo hirviendo ranas pescadas en el arroyo que pasaba cerca de casa- respondió.
A los 18 años, estudiante secundario y tractorista emérito de Privolnoye, Mijail recibió su primera condecoración, la orden de la bandera roja. Con ese laurel, se inscribió en la universidad de Estado de Moscú, sección Derecho, a comienzos de 1950. Dos años después se afilió al Partido Comunista y lideró la organización juvenil del PC en la universidad. Alojado en una casa de estudiantes del barrio de Sokolniki, conoció a su futura mujer, Raisa, con quien se casó a los 22 años y junto a quien viviría 46 años. Su muerte de leucemia en 1999, lo sumergió en una depresión de la que nunca saldría.
“Después de su muerte engordé 20 kilos. La vida me resulta indiferente desde entonces”, afirmaba.
Carrera meteórica
Ya graduado, su carrera ascendió en forma meteórica, hasta el momento de la consagración, en plena época de la “parálisis brezhneviana”.
“El sistema estaba moribundo, había perdido su savia vital y solo acarreaba sangre viciada de viejos”, escribió en sus Memorias. De 1982 a 1985, después de la muerte de tres dirigentes que sucumbieron a la enfermedad, Leonid Brezhnev, Yuri Andropov y Konstantin Chernenko, Gorbachov accedió al poder supremo.
Lo hizo lleno de entusiasmo, porque aún no había descubierto la amplitud de los problemas, sobre todo el gigantismo del complejo militar-industrial, verdadero Estado dentro del Estado, con viejas usinas y varones rojos insaciables. La perestroika (refundación del sistema económico y político) que decidió aplicar entonces fue, en realidad, un fracaso. Por el contrario, la glasnost marcó para siempre las conciencias. De un día para el otro, se terminaron los tabúes. Los diarios pudieron publicar por primera vez estadísticas sobre los fenómenos de sociedad, como los divorcios, la criminalidad, el alcoholismo o la droga. También aparecieron los primeros sondeos de opinión.
En el plano internacional, Gorbachov fue una pieza central de la distensión entre este y oeste, firmó el tratado Start de desarme con Estados Unidos, se mostró comprensivo ante la reunificación alemana, y ganó la confianza de sus socios occidentales. Esa relación fue cordial, sobre todo después de la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989. En diciembre de ese año, fue el primer secretario general del comité central del PC de la URSS que viajó al Vaticano para reunirse con el papa Juan Pablo II.
Pero esa cordialidad alcanzó sus límites en 1991, cuando la economía del país estaba exangüe y la ayuda que solicitó a Washington y al G7 no llegó. Un mes después, el golpe fallido de agosto firmó el comienzo del fin. Aprovechando el movimiento popular que parecía reclamar la partida de Gorbachov -elegido presidente de Rusia desde hacía un año- Boris Yeltsin, su principal rival, se erigió en vocero de la calle, después de haber obtenido el apoyo del ejército y forzó su dimisión.
El 25 de diciembre, Yeltsin asumió la presidencia y exigió a Gorbachov dejar el Kremlin de inmediato.
“Fue un triunfo de ladrones. No puedo definirlo de otra forma”, escribió.
Entre tanto, la bandera soviética había sido arriada para siempre, remplazada por la rusa. La URSS, con sus 284 millones de habitantes y 22 millones de kilómetros cuadrados de superficie, había simplemente dejado de existir. Una historia terminaba. Otra acababa de comenzar.
Una historia ante la cual Mijail Gorbachov nunca asumió una posición clara.
A veces a favor, otras en contra de Putin, en su último libro, “El futuro de un mundo global”, el viejo dirigente no excluyó la guerra con Occidente. Presentado como “su testamento”, el autor se interroga, no obstante, sobre el “precio del error” que hace pesar sobre Rusia el poder vertical ejercido sobre el actual jefe del Kremlin.
“Dejen de ver enemigos en todos los que manifiestan, que protestan o que firman peticiones”, escribió.
Sin duda ignoraba en ese momento que la Rusia de Putin padecía de un mal incurable, “el síndrome de la perestroika”. Para el politólogo Pascale Boniface, “cuando los dirigentes actuales piensan en los que sucedió entre 1980 y 1990, se dan cuenta de lo fácil que es pasar de las buenas intenciones al caos total. Entonces se sienten paralizados ante la idea de cambiar algo. Tienen pánico de terminar como Gorbachov”, dijo.
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