Miedo y angustia en una El Cairo harta de inestabilidad
La ciudad no consigue volver a la normalidad tras 22 meses de crisis permanente
EL CAIRO.– La capital egipcia amaneció ayer en estado de conmoción tras conocer el balance de víctimas de la batalla campal que tuvo lugar la noche anterior frente al palacio presidencial. En El Cairo y en todo el país se podía palpar ayer una atmósfera que mezclaba dolor y desazón.
En el subte de esta ciudad, que alberga a más de 20 millones de almas, reinaba un extraño silencio. Los rostros de preocupación y las miradas al suelo sustituyeron a las habituales conversaciones.
"La gente tiene mucho miedo de que esto pueda terminar en un verdadero baño de sangre. Normalmente a esta hora el tráfico está colapsado. Hoy, la circulación es muy fluida", apuntó Yussef, un taxista de 23 años que vive en el acomodado barrio de Heliopolis, sede del palacio presidencial. Y es que los enfrentamientos entre civiles de anteanoche son los más sangrientos que experimentó el país desde la revolución de enero del año pasado.
En total, Egipto suma ya casi 22 meses de inestabilidad y tensión: manifestaciones que degeneran en violencia, refriegas entre activistas revolucionarios y policías, una misteriosa masacre en un campo de fútbol… Todo ello, acontecimientos suficientes para quebrar los nervios de cualquier sociedad. De hecho, varios estudios muestran que aumentaron en el país las depresiones, la angustia y los problemas de insomnio.
"El país necesita estabilidad. Ya no podemos más. Esta situación está dañando seriamente la economía. Mi salario cayó de forma notable desde la revolución", comentó apesadumbrado Yussef, que, no obstante, no se arrepiente de haber apoyado el movimiento que derrocó al autócrata Hosni Mubarak.
Respecto del conflicto en curso, el joven no toma partido por ninguno de los dos bandos, ni por los islamistas ni por los laicos. "Lo único que puedo decir es que me gustaría que todo esto acabe", aseveró.
Aunque la capital destila tristeza, la vida cotidiana no se detiene. A diferencia del día que se hizo público el resultado de las presidenciales, los colegios abrieron sus puertas y las empresas e instituciones públicas no dieron el día libre a sus empleados. Simplemente, la actividad adoptó un ritmo más lento, cansino.
Una historia diferente eran los aledaños del palacio de Ittihadia, la sede de la presidencia. Las calles de la zona parecían una ciudad fantasma. Los comercios tenían sus cortinas bajas, y apenas si algún vecino se atrevía a salir a la calle. El día después, aún visibles las cicatrices de la batalla campal, centenares de piedras, cristales rotos y heridos renqueantes constituían el desolado paisaje de la avenida Al Megrani, a la que da el palacio presidencial.
A primera hora de la tarde, el ambiente era tranquilo después de que los tanques y tanquetas del ejército se hubieran apostado en las diversas entradas de la calle, imponiendo una tregua. Entre las trincheras, apenas una veintena de metros de tierra de nadie. Dos hileras de alambradas y de vigas de hierro, situadas a escasos metros de la puerta principal del palacio, separan a los dos bandos. Dos mundos. Y dos relatos de lo que sucedió anteayer. Tanto islamistas como laicos se acusan mutuamente de haber iniciado la refriega y de estar armados hasta los dientes con pistolas, cócteles molotov y gases lacrimógenos.
El estado de ánimo de los activistas presentes de ambos lados era muy diferente al del resto de la sociedad. En lugar de cansancio, ellos exudan determinación. "Vamos a resistir hasta la última gota de sangre la imposición de una dictadura de un partido", proclama un opositor que tiene la rodilla envuelta en una aparatosa venda.
Por la noche, los egipcios se arremolinaron alrededor de cualquier radio o pantalla de televisión para escuchar el discurso del presidente a la nación. Al terminar, la multitud se dispersó sin ninguna muestra de alegría, como si intuyera que la vaga llamada al diálogo de Morsi no resolverá la enésima crisis.
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