Miedo, prohibiciones y amenazas: cómo es vivir bajo el reinado de terror de los talibanes
La experiencia de los habitantes de Kunduz durante esta semana permite entrever lo que le espera al resto del país con un eventual gobierno talibán
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NUEVA YORK.- En su primer día como alcalde designado por los talibanes en Kunduz, Gul Mohammad Elias lanzó un operativo de seducción.
El 8 de agosto, los insurgentes tomaron el control de esa ciudad del norte de Afganistán, devastada tras varias semanas de combate: el tendido eléctrico había caído y la mayoría de los habitantes no tenía suministro de agua. En las calles, todo era escombro y basura.
Los funcionarios públicos que podían solucionar esos problemas estaban escondidos en sus casas por terror a los talibanes. Así que el comandante insurgente devenido alcalde reunió a algunos de ellos en su flamante oficina para convencerlos de volver a sus puestos de trabajo.
“Les dije que nuestra yihad no es contra el municipio: nuestra yihad es contra la ocupación y contra quienes defienden a los ocupantes”, respondió Elias telefónicamente ante la consulta del diario The New York Times.
Pero los días fueron pasando, las dependencias públicas seguían mayormente desatendidas, y Elias fue perdiendo la paciencia y los buenos modales.
A partir de ese momento, las milicias talibanas empezaron a ir puerta por puerta a buscar a los empleados municipales que no se presentaban a trabajar. Cientos de hombres armados establecieron retenes en toda la ciudad. En la entrada del hospital regional, colgaron un cartel que decía: “Los empleados deben volver a trabajar o enfrentarán el castigo talibán”.
Apenas una semana después de la caída de Kunduz —la primera de una seguidilla de ciudades que los talibanes tomaron con pasmosa rapidez—, los insurgentes están en las puertas de Kabul y a un paso de la toma completa del poder de Afganistán. Es la primera vez en dos décadas que el movimiento talibán controla ciudades importantes del país, y ahora deberán funcionar como administradores que puedan satisfacer los servicios esenciales de cientos de miles de personas.
La experiencia de los habitantes de Kunduz durante esta semana permite entrever lo que le espera al resto del país con un eventual gobierno talibán.
Tres días después de la caída de Kunduz, un empleado público llamado Atiqullah Omarkhil recibió el llamado de un combatiente talibán que lo conminaba a presentarse en su oficina. “El alcalde de Kunduz quiere hablar con usted”, le dijo.
Omarkhil había dejado de concurrir a la dependencia donde trabaja desde que la retirada de las fuerzas del gobierno, cuando los insurgentes inundaron las calles y una inquietante sensación se apoderó de la ciudad. Omarkhil ya había tenido esa misma sensación en dos oportunidades anteriores: en 2015, cuando los talibanes recuperaron fugazmente Kunduz, y lo mismo en 2016. En ambas ocasiones, los insurgentes retrocedieron por presión de la fuerza aérea de Estados Unidos.
Pero esta vez, pocos días después de la toma de control de los talibanes, todo el cuerpo de ejército afgano encargado de recuperar la ciudad se rindió sin condiciones a los insurgentes: entregaron sus armas y vehículos, confirmación de que Kunduz no sería rescatada.
Cuando Omarkhil llegó a la oficina municipal, el inmenso complejo de edificios parecía aterradoramente indemne a pesar de la guerra.
Todos los vehículos del gobierno, los camiones de recolección de basura y las computadoras estaban exactamente en el mismo lugar donde los habían dejado antes de que el movimiento talibán tomara el control y de que las calles se llenaran de sus jóvenes combatientes, famosos por sus saqueos en las localidades ocupadas. La única señal de cambio eran las marcas que había en las paredes los retratos descolgados del presidente Ghani. Los talibanes habían colgado su bandera blanca por todo el lugar.
En el interior del edificio, Omarkhil se reunión con otros ocho empleados municipales y con Elias, el comandante talibán, que se presentó a sí mismo como el nuevo alcalde de la ciudad.
Elias, un hombre joven de barba larga, les aseguró que el movimiento talibán no tenía nada en contra de ellos y les ordenó que volviera a trabajar para levantar la moral de la población. Le compartió su número de teléfono y les dijo que no dudaran en llamarlo si tenían algún problema con la milicia talibana.
“Nos dijo que habían tomado la ciudad y que ahora querían garantizar que la gente tuviera servicios básicos”, dijo Elias en ese encuentro, según recuerda Omarkhil, que dio su testimonio por teléfono desde Kunduz.
El personal del hospital recibió el mismo mensaje de parte del nuevo director talibán del departamento de salud de la ciudad. Los combatientes insurgentes repartieron agua entre los trabajadores de la salud y les dieron 500 afganis —unos 6 dólares— a cada uno de los guardias del hospital para pagar la cena de esa noche.
De a poco se fueron viendo algunos progresos. Se reanudó la recolección de residuos y las cuadrillas restablecieron el tendido eléctrico. Pero la nueva normalidad viene acompañada de una sensación de inquietud.
Casi todos los negocios de Kunduz seguían cerrados. Por temor a que sus tiendas fueran saqueadas por los combatientes talibanes, los comerciantes se habían llevado la mercadería a sus casas. Y por la tarde las calles se vaciaban, por el temor de los vecinos a los ataques aéreos cuando veían los aviones del gobierno zumbando en el cielo. Y en casi todas las esquinas de la ciudad había puestos y retenes controlados por más de 500 combatientes talibanes.
“La gente tiene miedo, no está contenta y si alguien dice que la gente está contenta, está mintiendo”, dice un funcionario de la dirección de salud pública. “Nadie sabe qué va a ser de su futuro”.
Y hacia el fin de semana los temores de muchos residentes se estaban haciendo realidad.
En el hospital regional, los combatientes talibanes se apoderaron de una lista de los números de teléfono y de las direcciones de los empleados y comenzaron a llamarlos para conminarnos a volver a trabajar, dice un trabajador de la salud que prefirió permanecer en el anonimato por temor a las represalias.
Otro empleado, que había huido a Kabul, recibió la llamada de un combatiente talibán para exigirle lo mismo. Se subió a un autobús a Kunduz en medio de la noche y al llegar a Kunduz se dirigió directamente al hospital.
En el hospital, había talibanes armados que tomaban lista de asistencia. Allí vio que, por temor, el personal femenino del hospital usaba burkas celestes para asistir en las cirugías y curaciones de los heridos por los ataques aéreos, que aún llovían sobre la ciudad todas las tardes.
“Adentro del hospital, están armados. En el patio del hospital, están armados”, dice el trabajador de salud. “Hasta los talibanes enfermos ingresan armados al hospital.”
En la sede municipal, el miércoles Elías convocó a otra reunión de funcionarios, pero esta vez se presentó rodeado de combatientes armados. Al personal de prensa y comunicaciones les dijeron que se quedaran en sus casas, lo mismo que a las empleadas mujeres. El nuevo alcalde aprovechó para anunciar la prohibición de venta de bebidas alcohólicas y otros alimentos no permitidos por la ley islámica. De pronto, se hizo evidente que había vuelto el estricto régimen del talibán.
Traducción de Jaime Arrambide
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