Mi última columna: encontrar la esperanza en una era de resentimiento
Paul Krugman, en su última columna para The New York Times, analiza cómo la confianza en las élites y las instituciones se ha desplomado en los últimos 25 años, transformando el optimismo de finales de los 90 en un clima de desilusión y resentimiento
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NUEVA YORK.- Ésta es mi última columna para The New York Times, donde empecé a publicar mis opiniones en enero de 2000. Me retiro del Times, no del mundo, así que seguiré expresando mis puntos de vista en otros lugares. Pero esta me parece una buena oportunidad para reflejar lo que ha cambiado en estos últimos 25 años.
En retrospectiva, lo que más me impresiona es lo optimista que por aquel entonces era la gente, tanto en Estados Unidos como en gran parte de Occidente, y hasta qué punto ese optimismo ha sido desplazado por la amargura y el resentimiento. Y no hablo solo de la clase trabajadora que se siente traicionada por las élites: lo más sorprendente es que hoy por hoy los más furiosos y resentidos de Estados Unidos —personas que seguramente tengan mucha influencia en el inminente gobierno de Trump— son megamillonarios que no se sienten lo suficientemente admirados.
Cuesta transmitir lo bien que se sentían la mayoría de los norteamericanos en 1999 y principios de 2000. Las encuestas mostraban un nivel de satisfacción con el rumbo general del país que parece ciencia ficción para los estándares actuales. Mi sensación sobre lo que pasó en las elecciones de 2000 es que muchos norteamericanos dieron la paz y la prosperidad por sentadas, y que por eso votaron a un tipo con el que daban más ganas de salir de joda.
Y en Europa también las cosas parecían ir de maravillas. En particular la introducción del euro como moneda común, en 1999, fue celebrada como otro paso hacia una integración política y económica más estrecha, hacia una especie de “Estados Unidos de Europa”, por llamarlo de alguna manera. Algunos recelosos norteamericanos tenían sus dudas, pero al principio nadie las compartía públicamente.
Por supuesto que no todo eran flores y arcoíris. Ya había, por ejemplo, unos cuantos conspiranoicos proto-QAnon lucubrando teorías, y durante la era Clinton incluso hubo algunos conatos de terrorismo interno. Asia tuvo su crisis financiera, que algunos de nosotros vimos como un presagio de lo que también nos podía tocar: en 1999, publiqué un libro titulado El regreso de la economía de la depresión, donde planteaba que lo mismo podía pasarnos en Estados Unidos, y una década después, cuando efectivamente ocurrió, tuve que publicar una edición revisada.
Sin embargo, cuando empecé a escribir para el Times, la gente estaba bastante ilusionada con el futuro.
¿Por qué se agrió ese optimismo? En mi opinión, lo que colapsó fue nuestra confianza en la clase dirigente: ya nadie confía en que quienes manejan las cosas sepan lo que están haciendo, ni damos por sentado que lo hagan con honestidad.
Pero no siempre fue así. Allá por 2002 y 2003, los que nos atrevimos a decir que los argumentos para invadir Irak eran básicamente una mentira, recibimos una andanada de críticas de quienes se negaban a creer que un presidente de Estados Unidos pudiera hacer tal cosa. ¿Hoy alguien diría lo mismo?
En un sentido diferente, la crisis financiera de 2008 también socavó la confianza de la gente en la sapiencia de los gobiernos para manejar la economía. Después de la crisis europea que hizo pico en 2012 y que en algunos países llevó el índice de desempleo a los niveles de la Gran Depresión, el euro como moneda sobrevivió, no así la confianza de los europeos en sus tecnócratas ni en el brillante futuro de Europa.
Y no solo los gobiernos han perdido la confianza de la gente. Mirando hacia atrás, es increíble lo favorable que era la opinión de la gente sobre los bancos antes de la crisis financiera de 2008.
Y hasta hace no mucho los megamillonarios tecnológicos también eran admirados por todos, de un lado y otro del espectro político, y algunos hasta alcanzaban una especie de categoría de “héroes folk”. Ahora, ellos y algunos de sus productos causan desilusión o algo peor: Australia hasta prohibió el uso de las redes sociales a los menores de 16 años.
Eso me devuelve al punto de que hoy por hoy, en Estados Unidos, algunos de los más resentidos parecen ser los megamillonarios.
Tampoco es cosa nueva, ya lo hemos visto. Tras la crisis financiera de 2008, que fue amplia y correctamente atribuida en parte a la bicicleta financiera, una habría esperado que los Amos del Universo de aquel entonces mostraran algún tipo de arrepentimiento, o al menos un poco de gratitud por haber sido rescatados por el Estado. Por el contrario, lo que vimos fue una “furia contra Obama”, por haberse atrevido a sugerir que tal vez Wall Street había tenido parte de la culpa del desastre.
En los últimos días se habló mucho del giro hacia la derecha dura de algunos megamillonarios, de Elon Musk para abajo. Yo diría que no hay que darle demasiadas vueltas al asunto, y sobre todo, que no deberíamos decir que de alguna manera esto es culpa de los progresistas políticamente correctos. Porque esencialmente todo se reduce a la mezquindad de los plutócratas que antes se solazaban en la aprobación popular y que ahora están descubriendo que no hay dinero en el mundo que compre un poco de amor.
¿Habrá entonces manera de salir de este lugar tan oscuro? Lo que creo es que si bien el resentimiento alcanza para llevar a alguien al poder, a la larga no alcanza para que lo conserve. En determinado momento, la gente se dará cuenta de que la mayoría de los políticos que apuntan contra las élites en realidad son una élite a todos los efectos prácticos, y empezará a hacerlos responsables de sus fracasos y promesas incumplidas. Y llegado ese punto la gente tal vez quiera escuchar a quienes no les discuten desde una posición de autoridad ni les hace falsas promesas, sino que les habla con la verdad lo mejor que puede.
Tal vez nunca recuperemos la fe supimos tener en nuestros dirigentes, esa convicción de que quienes estaban en el poder generalmente decían la verdad y sabían lo que hacían. Y tampoco deberíamos. Pero si nos plantamos frente a la caquistocracia, “el gobierno de los peores” que está surgiendo en este mismo momento, tarde o temprano encontraremos el camino de regreso a un mundo mejor.
Traducción de Jaime Arrambide
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