Las calles vacías del kibutz a veces cobran vida con visitas guiadas para visitantes; “El tiempo se detuvo en la casa”, sostuvo una vecina, de 40 años
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A pocos metros de una casa calcinada en el kibutz Be’eri, Simon King está trabajando en un trozo de tierra.
Es un día soleado y las calles que lo rodean están escalofriantemente silenciosas.
Ese silencio solo lo interrumpe el sonido de los ataques aéreos que resuenan a corta distancia.
En esta comunidad hace casi un año, 101 personas murieron cuando hombres armados de Hamas y otros grupos arrasaron las calles arboladas de Be’eri, quemaron casas y dispararon a la gente indiscriminadamente. Otros 30 residentes y sus familiares fueron llevados a Gaza como rehenes.
Los sobrevivientes se escondieron en cuartos de seguridad especiales durante todo el día y hasta bien entrada la noche, intercambiaron detalles horribles de lo que ocurría a través de grupos de WhatsApp, mientras trataban de entender lo que estaba sucediendo.
El kibutz era una comunidad fuerte, donde la gente vivía y actuaba como una sola. Los vecinos eran como una familia extendida. Es uno de los pocos kibutz en Israel que todavía funciona como un colectivo.
Pero ahora, después del 7 de octubre de 2023, ese colectivo está dividido, psicológica y físicamente.
“Por todas partes”
Aproximadamente, uno de cada diez de sus habitantes fue asesinado. Solo unos cuantos de los sobrevivientes regresaron a sus hogares.
Algunos viajan al kibutz diariamente para trabajar, pues no consiguen afrontar la idea de pasar la noche allí.
Muchos, después de vivir meses en un hotel, viven en edificios prefabricados en otro kibutz, ubicado a 40 kilómetros de distancia.
La comunidad, construida en un periodo de casi 80 años, fue puesta a prueba como nunca antes. Y su futuro es incierto.
Hay recordatorios en todas partes de aquellos que no sobrevivieron, dice Dafna Gerstner, quien creció en Be’eri y pasó 19 horas aterradoras el 7 de octubre, encerrada en una habitación de seguridad que fue diseñada para proteger a los residentes de los ataques con cohetes.
“Miras a la izquierda y piensas: “Oh, esa es mi amiga, la que perdió a sus padres”. Luego miras a la derecha y, de nuevo, piensas: “Esa es mi otra amiga, la que perdió a su padre”; luego, “Esa otra perdió a su madre”. Y así. Está por todas partes”.
Dentro de Be’eri, que está rodeado por una valla alta con alambre de púas en la parte superior, nunca se está lejos de una casa completamente quemada o destruida, o de un terreno vacío en el que hubo una casa que tuvo que ser demolida tras ser atacada ese día.
A primera vista, algunas calles pueden parecer casi intactas, pero si se mira con atención, incluso allí se ven marcas pintadas con aerosol en las paredes. Las marcaron las unidades militares el 7 de octubre o después.
Las casas donde hubo personas asesinadas o secuestradas tienen unos carteles negros, con sus nombres y fotos, en las fachadas.
“El tiempo se detuvo”
Entre los escombros de una casa que fue quemada, la caja de un juego reposa sobre una mesa de café. Al lado está un control remoto de televisión derretido.
La comida, podrida, todavía está en el refrigerador y el olor a quemado persiste.
“El tiempo se detuvo en la casa”, dice Dafna, de 40 años, mientras escarba entre los escombros cubiertos de ceniza.
Ella y su familia habían estado jugando a ese juego de mesa la víspera de los ataques.
Aquí, su padre discapacitado y su cuidadora filipina se escondieron durante horas en la habitación de seguridad fortificada, mientras su casa se incendiaba a su alrededor. Dafna dice que es un milagro que ambos sobrevivieran.
Su hermano no lo hizo. Era miembro del escuadrón de respuesta a emergencias de Be’eri y murió en un tiroteo en la clínica dental del kibutz.
Dafna, quien vive en Alemania, estaba de visita esos días y se estaba quedando en la casa de él.
Recordando
Docenas de edificios en Be’eri están salpicados de agujeros de bala, incluida la guardería. El parque infantil y el zoológico de mascotas están vacíos. Ningún niño regresó y los animales fueron enviados a nuevos hogares.
Sin embargo, las calles vacías del kibutz a veces cobran vida de una forma sorprendente: se organizan visitas guiadas para los visitantes, que hacen donaciones.
Soldados israelíes y algunos civiles de Israel y del extranjero vienen a ver las casas destruidas y a escuchar relatos de la devastación para entender lo que ocurrió.
Dos de los voluntarios que dirigen las visitas guiadas, Rami Gold y Simon King, dicen que están decididos a garantizar que se recuerde lo que sucedió aquí.
Simon, de 60 años, admite que puede ser un proceso difícil.
“Hay muchos sentimientos encontrados y (los visitantes) no saben realmente qué preguntar, pero pueden ver, oír y oler. Es una experiencia emocional muy intensa”.
Rami, de 70 años, dice que a estos recorridos que hace le suelen seguir noches de insomnio. Cada visita, asegura, lo lleva de vuelta al 7 de octubre de 2023.
Es uno de los pocos que se mudó de nuevo a Be’eri después de los ataques.
Y las visitas guiadas no son del agrado de todo el mundo.
“En un momento, parecía como si alguien se hubiera apoderado del kibutz; todos estaban allí”, dice Dafna.
Pero Simon dice que esas historias tienen que contarse. “A algunos no les gusta porque es su hogar y no quieren que la gente ande hurgando por ahí”, señala. “Pero hay que transmitir el mensaje. De lo contrario, se olvidará”.
Al mismo tiempo, tanto él como Rami indican que están mirando hacia el futuro y se describen a sí mismos como “optimistas irresponsables”.
Siguen regando el césped y arreglando las vallas, en medio de la destrucción, mientras otros construyen nuevas casas que reemplazarán las destruidas.
Simon describe ese proceso de reconstrucción como una terapia.
El regreso a ese día
Fundada en 1946, Be’eri es una de las 11 comunidades judías de esta región que fueron establecidas antes de la creación del Estado de Israel.
Era conocida por sus opiniones de izquierdas y muchos de sus residentes creían en la paz con los palestinos y la defendían.
Después de los ataques, muchos residentes fueron trasladados a un hotel junto al Mar Muerto, el Hotel David, a unos 90 minutos en automóvil.
Después de los ataques, yo misma fui testigo de su trauma.
Los huéspedes, conmocionados, se reunieron en el lobby y en otras zonas comunes. Intentaban darle sentido a lo que había sucedido, a quiénes habían perdido. Lo hacían en conversaciones en voz baja. Algunos niños se aferraban a sus padres mientras hablaban.
Aún hoy, dicen, las conversaciones no avanzaron.
“Cada persona con la que hablo de Be’eri, siempre regresa a este día. Cada conversación vuelve a abordar el tema y sus efectos posteriores. Siempre estamos hablando de ello una y otra vez, una y otra vez”, dice Shir Guttentag.
Al igual que su amiga Dafna, Shir se refugió ese día en su habitación de seguridad e intentó tranquilizar a los vecinos aterrorizados en el grupo de WhatsApp, mientras los hombres de Hamas irrumpían en el kibutz, disparando a los residentes e incendiando las casas.
Shir tuvo que desmantelar dos veces la barricada de muebles que armó en la entrada de su casa para dejar ingresar a los vecinos que necesitaban esconderse.
Les dijo a sus hijos: “Está bien, todo va a estar bien”, mientras esperaban que los rescataran.
Cuando finalmente los escoltaron hasta un lugar seguro, miró al suelo sin querer ver los restos de su comunidad.
La mudanza
En los meses siguientes en lo que estuvo en el hotel del Mar Muerto, Shir dice que tuvo dificultades cuando la gente empezó a marcharse: algunos se fueron a casas en otras partes del país o a quedarse con familias, otros buscaban escapar de sus recuerdos yéndose al extranjero.
Cada partida era como “otra ruptura, otro adiós”, dice.
Ya no es raro ver a alguien llorando o con cara de tristeza entre los residentes afligidos de Be’eri.
“En tiempos normales, habría sido como, ‘¿Qué pasó? ¿Estás bien?’ Hoy en día, todo el mundo puede llorar y nadie pregunta por qué se llora”, dice Shir.
Ella y sus hijas, junto con cientos de sobrevivientes de Be’eri, se mudaron a nuevas casas prefabricadas pagadas por el gobierno israelí en una extensión de tierra estéril en otro kibutz, Hatzerim, a unos 40 minutos en auto de Be’eri.
Estuve allí el día de la mudanza.
Parece un mundo muy distinto a los jardines bien cuidados de Be’eri, aunque ahora se plantó césped alrededor del vecindario.
Cuando Shir, madre soltera, llevó a sus hijas -de nueve y seis años- a su nuevo bungalow, me contó que sentía el estómago revuelto entre la emoción y los nervios.
Probó la puerta de la habitación de seguridad, donde sus hijas dormirán todas las noches, y notó que parecía más pesada que la puerta del cuarto de Be’eri. “No sé si es a prueba de balas. Espero que sí”, dijo.
Decidió no traer muchas de las pertenencias que tiene en su casa de Be’eri porque quiere mantener su hogar allí como estaba y recordarse a sí misma que algún día regresará.
“Nos destruyeron”
El traslado masivo a Hatzerim se produjo después de que la comunidad lo sometiera a votación, como sucede con todas las decisiones importantes del kibutz.
Se estima que alrededor del 70 % de los supervivientes de Be’eri vivirán allí por el momento. Aproximadamente la mitad de los residentes del kibutz ya se mudaron, pero hay más casas en camino.
El viaje desde Hatzerim a Be’eri es más corto que desde el hotel, y mucha gente hace ese trayecto todos los días para trabajar en alguno de los negocios del kibutz, como lo hacían antes.
Shir viaja a Be’eri para trabajar en la clínica veterinaria, pero no se imagina volver a vivir allí todavía.
“No sé qué tiene que pasar, pero tendría que ser algo drástico para poder sentirme a salvo de nuevo”.
Al mediodía, el comedor de Be’eri se llena de gente que se reúne para comer junta.
Shir, como muchos otros, solicitó a regañadientes una licencia de armas, pues no quiere que la vuelvan a agarrar desprevenida.
“Es por mis hijas y por mí, porque ese día no tenía nada”, cuenta.
El compañero de muchos años de su madre fue asesinado ese día. Cuando hablan de ello, su madre dice: “Nos destruyeron”.
Un principio en duda
Los residentes afirman que, a lo largo del año, contaron con el apoyo de sus vecinos, pero el trauma individual también puso a prueba a una comunidad que históricamente funcionó como un colectivo.
El lema de Be’eri es una adaptación de una frase de Karl Marx: “Cada uno da lo que puede y cada uno recibe lo que necesita”. Pero ahora resulta difícil vivir según estas palabras.
Muchos residentes en edad laboral trabajan en la exitosa imprenta de Be’eri y en otras pequeñas empresas del kibutz. Las ganancias se juntan y las personas reciben alojamiento y otros servicios en función de sus circunstancias individuales.
Sin embargo, la decisión de algunas personas de no volver a trabajar allí socavó este principio de trabajo y vida en comunidad.
Y si algunos residentes deciden que nunca pueden regresar a Be’eri, eso podría, a su vez, crear nuevos problemas.
Muchos tienen poca experiencia de vida no comunitaria y tendrían dificultades económicas si vivieran de forma independiente.
“La gente está muy enojada”
El ataque del 7 de octubre también acalló los llamados a la paz.
El kibutz solía tener un fondo para apoyar a los gazatíes. Algunos residentes también ayudaban a organizar el tratamiento médico para los residentes de Gaza en hospitales israelíes, aseguran miembros de la comunidad.
Ahora, entre algunos, surgen opiniones firmes que se oponen a eso y que son expresadas en persona y en las redes sociales.
“Ellos (los habitantes de Gaza) nunca aceptarán que estemos aquí. Somos nosotros o ellos”, dice Rami.
Varias personas mencionan el asesinato de la residente Vivian Silver, una de las defensoras de la paz más conocidas de Israel.
“Por ahora, la gente está muy enojada”, dice Shir.
“La gente todavía quiere vivir en paz pero, por ahora, no puedo ver a ningún compañero en el otro lado”.
“No me gusta pensar en términos de odio y rabia, no es lo que soy, pero no puedo desconectarme de lo que sucedió ese día”.
Shir lleva una cadena en la que tiene grabado el retrato de su amiga de toda la vida Carmel Gat, quien fue tomada como rehén en Be’eri ese día.
Su mayor sueño era que se reunieran, pero el 1 de septiembre se encontró el cuerpo de Carmel junto a otros cinco rehenes.
Las Fuerzas de Defensa de Israel afirmaron que fueron asesinados por Hamas apenas horas antes de un intento de rescate planeado.
Hamas dijo que los rehenes murieron en ataques aéreos, pero una autopsia de los cuerpos devueltos concluyó que todos habían recibido múltiples disparos a corta distancia.
“No quiero venganza”
Los habitantes de Be’eri siguen esperando y confiando en el regreso de otros secuestrados.
Hasta ahora, 18 volvieron con vida, junto con dos cadáveres, mientras que 10 siguen en Gaza, de los cuales se cree que al menos tres siguen con vida.
Detrás de la casa del padre de Dafna, Yuval Haran, de 37 años, está de pie frente a la casa donde su padre fue asesinado y muchos familiares fueron tomados como rehenes el 7 de octubre.
Su cuñado Tal sigue secuestrado en Gaza.
“Hasta que regrese, mi reloj sigue marcando el 7 de octubre. No quiero venganza, solo quiero que me devuelvan a mi familia, sólo quiero volver a tener una vida tranquila y pacífica”, dice Yuval.
En total, unas 1.200 personas murieron en el sur de Israel el 7 de octubre, y 251 fueron llevadas a Gaza como rehenes.
Desde entonces, en la operación militar israelí en Gaza, más de 41.000 personas murieron, según el Ministerio de Salud dirigido por Hamas.
Cientos de personas, combatientes y civiles, también murieron en Líbano en los ataques aéreos israelíes contra el grupo armado Hezbolá, en una escalada de su prolongado conflicto.
“Creo que el trauma es para toda la vida”
Los residentes de Be’eri dicen que antes del 7 de octubre, a pesar de su proximidad a la valla de Gaza, siempre se sentían seguros, mucha era su fe en el sistema militar israelí.
Pero esa fe ahora se vio sacudida. “Tengo menos seguridad y menos confianza”, afirma Shir.
Revive los acontecimientos en sus sueños.
“Me despierto y me recuerdo a mí misma que todo terminó, pero creo que el trauma es para toda la vida. No sé si algún día podré volver a sentirme completamente a salvo”.
Este verano, Rami y Simon también asumieron la triste tarea de cavar tumbas para los muertos de Be’eri, que acaban de ser trasladados al kibutz desde cementerios en otras partes de Israel.
“Después del 7 (de octubre), esta área era una zona militar, no podíamos enterrarlos aquí”, cuenta Rami, mientras observa las tumbas, con un rifle colgado del cuerpo.
Simon dice que esto despierta sentimientos fuertes, “pero al final están de vuelta en casa”.
Cada vez que se devuelve a una persona, el kibutz celebra un segundo funeral, al que asisten muchos residentes.
Shir, en el asentamiento temporal de Hatzerim, dice que por ahora está sacando fuerzas de la comunidad que la rodea.
“No estamos completos, pero espero que lo estemos”.
“Es una comunidad en duelo, más triste y enojada, pero sigue siendo una comunidad fuerte”.
Alice Cuddy
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