Mi primer voto en un sistema con rarezas
NUEVA YORK.- Como el voto en Estados Unidos no es secreto, puedo decirlo sin miedo a multa: yo voté por Barack Obama.
El voto tampoco es obligatorio, pero igual fui a cumplir mi deber cívico como buen ciudadano estadounidense, categoría a la que pertenezco desde hace dos años. Votar me parece importante, pero también me hacía gracia, una buena anécdota para contar: "Yo voté a Obama".
Me tocó votar en un palacete de columnas griegas del centro de Brooklyn, a dos cuadras de mi casa y a seis o siete cuadras de la desembocadura del puente de Brooklyn, que conecta al distrito con Manhattan. Lo primero que llama la atención a un argentino del sistema de votación es que no hace falta ningún documento. En algunos estados sí se pide, pero en la mayoría no y en otros, como Ohio, alcanza con una boleta de luz. Uno llega, dice su nombre en la mesa y a las señoras que pasan sus dedos por las listas les parece (casi siempre) suficiente.
Este año, la ausencia de identificación a la hora de votar se convirtió en un tema de campaña. Dirigentes republicanos de varios estados quisieron endurecer los requisitos para votar y sus colegas demócratas respondieron que sus propuestas eran un intento de dificultar el voto de los pobres. Para un extranjero era un debate extraño (¿cómo no vas a presentar documento?), pero en un país donde no existe el DNI, donde el documento más habitual es el registro para conducir y el único que tiene todo el mundo es el número de identificación jubilatoria, la obligación de presentar un documento con foto era una novedad. Y era una novedad, aparentemente, impulsada por políticos conservadores.
Los demócratas dicen que no hay nada que arreglar, porque el fraude electoral es bajísimo. Pero mi caso muestra que el sistema está lejos de ser eficiente. Cuando me registré como votante, el día de mi jura como ciudadano, lo hice a mano, en un formulario que repartieron unas chicas puertorriqueñas. Se ve que entendieron mal mi letra, porque en el padrón figuro como "Hernán Idesias".
Cuando llegué a la mesa de mi distrito electoral, me atendió una señora chiquita que se llamaba, según una tarjeta en su solapa, "Ruth A. López". Ruth bostezó, dijo "Ay, Dios mío" en castellano y me preguntó mi apellido. "Iglesias", dije, sin hacer aclaraciones. Quería ver hasta dónde podía tensar la ineficacia del sistema. Ruth tardó un rato en encontrar mi nombre y después detuvo su dedo sobre "Idesias". "¿Hernán Idesias?," me preguntó. Le expliqué, con la mayor claridad posible (y en inglés, para que entendiera su vecina de mesa), que mi nombre era parecido a ése, pero no era exactamente ése. No les importó. Sin dudarlo ni un segundo, Joyce me entregó una tarjeta con mis datos y la boleta y me mandó a donde estaban las cabinas de votación, unos pequeños pupitres triangulares sobre los que uno se encorva para marcar sus preferencias electorales con un lápiz.
La boleta es una larga grilla que tiene columnas con los nombres de los partidos políticos y filas con los distintos cargos. En cada casillero están, en varios alfabetos, los nombres de los candidatos. Arriba y a la izquierda, el primer nombre es el de Barack Obama, acompañado de un pequeño óvalo en blanco. Pinté el óvalo de negro.
A medida que avanzaba hacia abajo, los nombres de los candidatos me sonaban cada vez menos. Sabía quién era Kristen Gillibrand, la senadora demócrata y también conocía a Nydia Velázquez, la puertorriqueña congresista de mi distrito desde 1993. Ella no me necesitaba: ganó con el 94% de los votos. En realidad, tampoco me necesitaba Obama, que ganó fácilmente en Nueva York.
Después de colorear los óvalos correspondientes, fui hasta una máquina parecida a un cajero automático, donde una chica tomó la tarjeta que me había dado Joyce y señaló hacia la máquina. Acerqué hacia una ranura mi boleta, que fue succionada. En una pantalla apareció este mensaje: "La boleta ha sido procesada con éxito. Tu voto ha sido contado".
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