Su cara lo decía todo a pesar del colorido conjunto en amarillo azufre que eligió para ese día. Con rictus adusto y mirada evaluadora, Su Majestad la Reina miraba fijo desde su lugar a una resplandeciente Meghan Markle, esa actriz afroamericana que su adorado nieto Harry había elegido para ser su mujer y quien, radiante con un diseño de Clare Waight Keller, entró con aires de triunfadora en la capilla de San Jorge del Castillo de Windsor para convertirse en duquesa de Sussex. Se notaba que no se sentía muy cómoda de presidir la ceremonia con tintes góspel vista por 2000 millones de personas alrededor del mundo y que les costó a los británicos 33 millones de libras esterlinas. Isabel II siempre tuvo devoción por su cuarto nieto, hijo menor del príncipe Carlos y la desaparecida Lady Di. Desde que perdió a su madre en un trágico accidente de auto cuando escapaba de los paparazzi en París junto con su novio egipcio, Harry fue arropado por la reina y el pueblo británico como un hijo, al punto de dejar de lado todos y cada uno de sus errores de juventud y celebrarle cada escalafón que alcanzaba en su papel de "príncipe favorito" de los Windsor... Hasta que llegó el día en que no le perdonaron que le diera la espalda a la Corona, pero sobre todo que abandonara su país y se alejara de esos súbditos que siempre lo acompañaron y le demostraron un inmenso cariño.
Todo comenzó cuando una amiga en común decidió organizar una cita a ciegas para presentarlos en 2016. Muchos pensaron que Meghan sería una más de la larga lista de novias de Harry. "No puede casarse con una mujer con un pasado similar al de Wallis Simpson", decían los más conservadores. "Significará un soplo de aire fresco para una institución, cuyas bisagras crujen desde adentro", aseguraban los más progresistas. "Será un romance fugaz. Harry sería incapaz de terminar con una mujer que creció en los pasillos de un set de televisión y se educó en un país en el que la realeza son los Kennedy", afirmaban los más nacionalistas. Dos años más tarde, la pareja anunciaba su compromiso con un fabuloso posado de fotos en los jardines de Frogmore House realizado por el príncipe de origen polaco Alexi Lubomirski. Una vez más, el pueblo no lo cuestionó y celebró la decisión de su príncipe predilecto y comenzó con ilusión la cuenta regresiva para verlo alcanzar la felicidad junto con la mujer que había elegido para pasar el resto de su vida. Porque la historia de Harry y Meghan era un cuento de hadas. Y a todos –en particular a los sajones– les fascinan los cuentos de hadas.
Ochenta y dos años tuvieron que pasar para que otra estadounidense ingresara en la casa de los Windsor. La anterior, la divorcée Wallis Simpson, lo había hecho por la puerta trasera de palacio y pagando hasta su muerte el doloroso y alto precio del exilio. Marion Crawford, la escocesa que fuera la eterna institutriz de la reina Isabel y su hermana Margarita, dejó plasmado en su libro de memorias (1951) lo que representó la llegada de Wallis a la Corte cuando describió la reacción de la pequeña Lilibet –hasta el día de hoy así llaman a la Reina sus amigas y familiares más cercanos– el día que conoció a quien fuera la duquesa de Windsor en el Royal Lodge mientras tomaba el té con sus padres, en aquel entonces aún duques de York.
"Un día, cuando todos estábamos en el Royal Lodge pasando el fin de semana, llegó de improviso el rey [tío de Isabel II y quien abdicó al trono a finales de1936] para tomar el té, acompañado de algunos amigos, entre ellos la señora Simpson. La miré con mucho interés. Era una mujer elegante y atractiva, ya madura, pero con esa inmediata afabilidad que tienen las mujeres americanas. No parecía cohibida en lo más mínimo; sí acaso, era demasiado desahogada. Tenía una manera propia y peculiar de hablar al nuevo rey (…). Nunca he admirado a los duques más que aquella tarde. Con tranquila y encantadora sencillez salieron lo mejor que pudieron de aquella delicada situación, sin dejar de traslucir sus sentimientos. Pero el ambiente no resultaba muy confortable, y me alegré mucho cuando la duquesa me dijo: ‘Crawfie, ¿querría usted llevarse a Lilibet y a Margarita a dar un paseo por el bosque?’. Cuando estuvimos fuera y no podían oírnos, Lilibet se tomó de mi mano preguntándome con inquietud: ‘Crawfie, ¿quién es esa?’. No puedo recordar lo que le dije ni cómo esquivé la difícil respuesta, pero más tarde, cuando la abdicación ya había tenido lugar y el rey y la señora Simpson se habían marchado al extranjero, expliqué a la princesa que el desgraciado tío David se había enamorado de alguien a quien Inglaterra no podía aceptar como su reina, porque había estado casada antes y su primer marido vivía todavía. A Lilibet no le fue difícil comprenderlo. Un rígido nivel de moral y de conducta es de rigor en los círculos de la Corte. Ninguna persona divorciada tiene entrada a los salones de palacio, y ni hubiera sido presentada con anterioridad, su nombre se borra de las listas de la Corte".
Las cosas, los tiempos y el mundo han cambiado, evidentemente. A diferencia de Wallis, Meghan no solo entró en palacio en la carroza Ascot Landau tras su boda, sino luciendo la tiara bandeau de la reina María –tatarabuela de Harry– sobre su pelo azabache y con millones de personas vitoreándola a su paso. Irónicamente, si el tío bisabuelo de su marido no hubiese decidido abdicar al trono tras haberse enamorado de una mujer divorciada para casarse con ella, su marido jamás hubiese sido príncipe y ella jamás se hubiese convertido en duquesa con tratamiento de Alteza Real. No hay duda, con este enlace la monarquía intentaba demostrar su voluntad de transformarse y adaptarse a un mundo en el que la diversidad y la igualdad de oportunidades son preceptos intocables. Lo que nunca imaginamos es que sería de nuevo una americana de rostro inocente y sonrisa encantadora quien viniera a intentar cambiar las reglas de una institución centenaria. Probablemente, la reina lo presintió el día de la boda y lo confirmó en el momento en que Meghan comenzó a cuestionar las decisiones de Buckingham y a planear una vida propia, incompatible con la agenda y el ceremonial de la Casa Real. Y no solo eso, sino que comenzó a saltarse las estrictas reglas de protocolo de la nobleza británica. Trascendió, por ejemplo, que en las cenas organizadas dentro del círculo íntimo de Harry, Meghan no soportaba sentarse separada de su marido, tal y como lo indican las normas de etiqueta de la aristocracia, por lo que sin vergüenza alguna tomaba asiento al lado de su marido y ponía en un aprieto a los anfitriones. Además de dejar a la vista acarameladas muestras de afecto hacia Harry. Un tiro de gracia para el gran John Morgan, el padre británico de la etiqueta moderna.
Y no era para menos. El respeto y la admiración que los británicos sienten hacia la Corona se debe a que a lo largo de toda su vida han aprendido a valorar y a respetar el rol de su monarca. Ya lo dijo Winston Churchill: "Cuando Gran Bretaña pierde una batalla, el culpable es el primer ministro. Pero cuando resuenan las campanas de la victoria, todos los británicos gritan al unísono: ‘Dios salve a la Reina’. No existe ningún otro país en el mundo donde, en todo momento, el pueblo agradezca a su reina, tal como si todavía estuviera en manos de la soberana el bienestar y la salvación de su gente. Y es esta sin duda la razón por la cual, en toda Europa, para nobles y plebeyos, liberales y socialistas, la reina de Inglaterra es el símbolo vivo de la cultura británica. Una cualidad que Meghan parece no haber aprendido, y que, incluso, denostó. Y todas esas pretensiones las pagaron los Sussex cuando la reina decidió ausentarse del bautismo de Archie aduciendo problemas de agenda. Ese día, casi todo estaba dicho.
El círculo familiar de Meghan fue desde un principio uno de sus talones de Aquiles. Su madre, Doria Ragland, instructora de yoga nacida en Ohio y radicada en California, fue la única que se mantuvo incólume junto a su hija y se convirtió en su mayor apoyo. Su padre, sin embargo, solo le dio a su hija dolores de cabeza apenas salió al mundo la noticia de su enlace con Harry. El primero de los disgustos llegó cuando los medios informaron que Thomas Markle, tras haber sufrido un supuesto ataque al corazón, había vendido fotografías de sus preparativos para la boda de su hija, lo cual desató un escándalo que avergonzó a Meghan y la llevó a tomar la decisión de que su padre no caminara con ella hacia el altar. Desde entonces, el exiluminador de cine con residencia en Rosarito (México) no paró de dar entrevistas en las que se quejaba de la escasa atención que recibía por parte de su hija. Además de filtrar –a cambio de dinero, muy probablemente– fotografías, cartas y videos a la prensa que pusieron en evidencia su afán de aprovecharse del enorme interés que hay sobre ella. Y ni hablar de su hermanastra Samantha, que tampoco ha evitado hacer declaraciones públicas que no dejan muy bien parada a la duquesa de Sussex. "Creo que Meghan tiene una vena muy envidiosa. Es evidente que le gusta ser el centro de atención", aseguró en una entrevista cuando le preguntaron su punto de vista sobre la supuesta rivalidad que existe entre las mujeres de los príncipes William y Harry. "Estoy bastante segura de que sus niveles de tolerancia ante el estrés serán muy bajos al principio. ¿Cuántas habitaciones hay en Frogmore? Porque las puedo ver todas llenas de niñeras... Meghan tiene una personalidad muy fuerte y desde luego habrá encontronazos, pero también puede aprender y crecer gracias a esa experiencia. Así que, si la niñera en cuestión sabe mantenerla a raya, no acabará hecha un mar de lágrimas", agregó con cierto sarcasmo cuando se le preguntó por los rumores que aseguran que la duquesa de Sussex tiene un fuerte temperamento y que se convirtió en un dolor de cabeza para el staff a su servicio.
Sin embargo, la cereza de la torta llegó cuando Thomas contó que no se podía poner en contacto con ella y que se sentía desplazado e ignorado por su hija. "Todos los días trato de enviarle un mensaje de texto. Simplemente, no he recibido ninguna respuesta. Llevo sin hablar con ella desde la víspera de la boda; espero que pronto hablemos. Esto no puede seguir así eternamente", comentó entonces. La respuesta de Meghan no se hizo esperar. A través de una carta "filtrada" por el Daily Mail, la duquesa de Sussex le reprochaba que sí lo había llamado y enviado mensajes. "En lugar de hablar conmigo para aceptar cualquier tipo de ayuda, dejaste de responder el teléfono y empezaste a hablar con los tabloides. Ningún mensaje, ninguna llamada perdida, ningún contacto por tu parte, solo más entrevistas globales por las que te pagan para decir y hacer cosas dolorosas que no son ciertas. Por favor, deja de mentir, por favor deja de crear tanto dolor, por favor deja de explotar mi relación con mi marido", escribió una decepcionada Meghan que no parecería muy dispuesta a rebajar la tensión existente con su padre. Su comportamiento, una vez más, no fue el esperado: en palacio las crisis se responden con silencio. Pero ya era muy tarde, la vida de Meghan parecía el libreto de una telenovela mientras ella seguía demostrando que no había tomado nota de la templanza y la prudencia –como sí lo han hecho otras plebeyas devenidas en princesas– bajo la que los royals son criados con el fin de enfrentar las adversidades que se van presentando. La vida de Meghan se había convertido en un culebrón.
Bien lo dijo algún día don Juan de Borbón: "Una princesa no debe tener pasado". Meghan no solo tiene pasado, sino una familia infestada por la desazón y el interés económico. Y el precio que ha pagado por este pasado ha sido caro, aunque es lo que sucede cuando una mujer politizada, independiente y con ideas propias, nacida en una república, se casa con el nieto de la reina del país más monárquico del mundo. Porque nadie podrá negar que una historia como la de Meghan es carne fresca para una prensa hambrienta de historias jugosas y redituables. ¿Qué pretendía la duquesa? ¿Que nadie se refiriera a ella en el país donde nacieron los tabloides y la prensa amarilla sigue vendiéndose como pan caliente? Pero lo más grave de todo es que Meghan y Harry piensan que, al independizarse financieramente, los medios y el pueblo británico ya no tendrán derecho a comentar su vida privada. Cuán equivocados están.
Es un hecho que Meghan no fue educada para ser duquesa. Y su decisión de alejarse y, por ende, arrebatar a Harry de la Corona y de su familia, deja en evidencia que no es una mujer empática. Pero, sobre todo, salta a la luz que no supo valorar y aprovechar el gran lugar que le había dado la historia como una mujer que se casó con un príncipe preocupado por causas como la lucha contra el VIH y el cambio climático para trabajar con discreción y compromiso como miembro de una de las instituciones más poderosas y respetadas del mundo. Jamás entendió la gran influencia que la realeza puede tener para tratar temas delicados y mucho menos lo que los royals llaman "the sense of duty", que la Reina –como lo hemos visto tan bien representado en la magnífica serie The Crown– ha posicionado siempre por encima de todo. Lo padece Harry, quien días después de haber anunciado su decisión de mudarse a Canadá declaró: "Quiero que escuchen mi verdad, tanto como pueda compartir, no como un príncipe o un duque, sino como Harry, la misma persona que muchos de ustedes han visto crecer en los últimos 35 años (…). Sé que han llegado a conocerme lo suficiente durante todos estos años como para confiar en que la mujer que elegí como esposa defiende los mismos valores que yo. Y ella lo hace (…). Vi cómo recibían a Meghan con los brazos abiertos mientras me veían encontrar el amor y la felicidad que había esperado toda mi vida (…). Por esas razones, me da mucha tristeza que se haya llegado a esto (…). El Reino Unido es mi hogar y un lugar que amo (…). Estoy increíblemente agradecido con mi abuela la Reina y con el resto de mi familia por el apoyo que nos han brindado en los últimos meses (…). Lo que quiero dejar en claro es que no nos estamos alejando. Nuestra esperanza era continuar sirviendo a la Reina, la Commonwealth y mis asociaciones militares, pero sin fondos públicos. Desafortunadamente, eso no fue posible. Y nada de esto cambia quién soy ni cuán comprometido estoy". Palabras que dejan en claro lo difícil que será para uno de los mayores "assets" de la Corona no seguir sirviéndola. Al igual que Eduardo VIII lo hizo por Wallis Simpson, el amor de Harry hacia Meghan ha sido más fuerte. Casi todos desean que esa devoción por ella siga intacta el resto de sus vidas y que puedan sortear la presión de los medios, que parecen haber redoblado la apuesta y con toda seguridad seguirán rastreando y merodeando cada aspecto de sus vidas (y la del pequeño Archie).
Como era de esperar, quien ha demostrado una vez más su sentido del deber y su fuerte compromiso con la institución que representa y con sus súbditos ha sido la Reina. Tras una acalorada cumbre en Sandringham, su residencia de invierno en Norfolk, dejó las cosas muy claras. Por un lado, respetó la decisión de su nieto y su mujer de alejarse de la Corona, pero por el otro resolvió que dejarán de recibir el Sovereign Grant –unas 100.000 libras–, que no serán más sus representantes, que les será retirado el tratamiento de "Alteza Real" y que tendrán que devolver los 2,5 millones de libras esterlinas de la reforma de su vivienda de Frogmore Cottage, la casa a la que se mudaron sobre los dominios del Castillo de Windsor tras argumentar que querían más privacidad de la que tenían en el Palacio de Kensington. Una imposición a la que los medios británicos definieron como un duro "Megxit". Nunca mejor dicho. Lo que aún no se ha confirmado es quién se encargará de velar por la seguridad de los duques, un monto de 3 millones de libras anuales. Tampoco se sabe si seguirán manteniendo los más de 1,7 millones de libras provenientes del ducado de Cornwall y que representaban hasta el año pasado el 95 por ciento de sus gastos.
Algunos afirman que los Sussex les han pedido consejo a los Obama sobre cómo podrían ser autosuficientes y así poder encarar su nueva vida independiente. Por lo pronto, y después de haber registrado su marca el pasado marzo, se adelantaron y lanzaron su propia web oficial, sussexroyal.com, algo también inesperado, pues fue diseñada en secreto por una agencia canadiense. También han registrado más de cien artículos bajo el dominio de Sussexroyal, los cuales podrían comercializar en un futuro. De cualquier forma, Harry heredó alrededor de 18 millones de libras de su madre, más siete y medio de su bisabuela. Una cantidad a la que habría que sumar los ingresos de Meghan como actriz, que se calculan en 3 millones de libras. Una suma total de 27 millones de libras esterlinas (35 millones de dólares), la cual cómodamente les da una seguridad para iniciar su nueva vida con pies de plomo, aunque no los salvará del escrutinio y la curiosidad de la gente. Mucho menos ahora, que el padre de Meghan podría declarar en su contra en el juicio que la duquesa de Sussex inició contra el tabloide británico The Mail on Sunday por la invasión de su intimidad.
"Ella siempre fue una mujer calculadora y ambiciosa", comentó días atrás un productor de cine estadounidense que la conoce mejor que muchos y que confirmó lo que varios de sus allegados ya venían pregonando. Es probable, pero lo que hoy queda claro es que Meghan no estuvo a la altura de las circunstancias y tristemente enfrentó a su marido –quien ama profundamente a la Reina, a su país y a las Fuerzas Armadas– con su propia familia. Mientras todo el mundo sigue hablando de ellos, los Sussex están ya en Vancouver buscando una casa para instalarse e iniciar una nueva vida. Han dado el portazo y son muchos los que creen que la historia les pasará la factura con el correr de los años por su "ingratitud y egoísmo".
Por lo pronto, Meghan Markle puede atribuirse el mérito de ser la primera mujer en la historia en haber convertido un adorable y querido príncipe en sapo.
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