Media hora en la capilla ardiente de Isabel: el impactante espectáculo de una despedida masiva, entre el silencio y las lágrimas
LA NACION accedió al Westminster Hall, donde miles de personas disponen de apenas dos minutos después de hacer una fila de horas para dar el último tributo a la reina que falleció la semana pasada
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LONDRES.- El silencio en la capilla ardiente de la reina Isabel II es impactante, solemne. La pompa y la tradición se reflejan en los guardias reales que cuidan el féretro colocado sobre un catafalco en el majestuoso Westminster Hall, el magnífico salón de más de 900 años donde se están velando desde el miércoles los restos de la monarca.
Estar adentro de este lugar, adonde miles de personas acceden luego de hacer horas de cola para estar apenas dos minutos, es un momento extraordinario y único.
Desde el miércoles a la tarde, cuando se abrió al público la capilla ardiente y comenzaron a fluir hasta aquí mareas humanas ingobernables -al punto que hoy debieron suspender por 6 horas el acceso a la cola porque la capacidad había sido superada-, también periodistas acreditados pudieron hacerlo. Pero en su caso -como el de esta cronista de LA NACION-, sin hacer una cola de 10 horas y 10 kilómetros, sino pasando por un acceso especial, después del correspondiente pedido de acreditación y en diferentes turnos de acceso. El tiempo permitido para quedarse en el lugar es media hora, a diferencia de los dos minutos para el resto de los asistentes.
Yendo a capilla ardiente de #QueenElizabethII: obtuve acreditación para las 9 locales! 🇬🇧👑 pic.twitter.com/MhljmipCIs
— Elisabetta Piqué (@bettapique) September 16, 2022
El “slot” de acceso para LA NACION fue hoy a las 9 en punto de la mañana. Según las instrucciones enviadas por mail el equipo de prensa del Parlamento, había que estar por lo menos media hora antes en la puerta de acceso número 4 de los Victoria Tower Gardens. Ser puntual en estos momentos en Londres no es fácil -hay zonas cortadas al tránsito, los subtes no dan abasto-, pero se puede lograr.
El código de vestimenta era “formal y sobria”, es decir, de negro. Y los hombres, de corbata, también negra. Tras sortear un vallado, se ingresaba al parque de Westminster, donde había que enfrentar un primer control control de credencial de prensa e identidad. Allí, al margen de encontrar a Scott Fraser, artista seleccionado para pintar un cuadro de una escena memorable, uno se topaba con la kilométrica cola de cientos de miles de personas, que lentamente, se iba acercando al imponente edificio gótico, después de una noche en vela, a la intemperie.
Después de algunos controles tipo aeropuerto y tras recibir un badge de visitante, también rigurosamente negro, hubo unos 20 minutos de espera en una sala del Centro Educativo de Westminster, un edificio moderno adyacente al Parlamento. Por allí, como contó a LA NACION Dawn Hatch, funcionaria parlamentaria, suelen pasar cada año unos 70.000 chicos, de primaria y secundaria de todo el país, que visitan este lugar neurálgico de la democracia parlamentaria británica. Participan de workshops, ven documentales y hasta tienen charlas con parlamentarios, antes de pasar a visitar el Palacio de Westminster.
Diez minutos antes de las 9, Mattew Hawles, otro funcionario de la Cámara de los Comunes que contó que está ayudando a enfrentar el desafío logístico monumental de estos días de luto, brindó las últimas indicaciones. Había que dejar carteras, bolsos y sobretodos en la sala –”no se preocupen, estamos aquí solo nosotros y ustedes”- y, especialmente, había que dejar el celular, o, al menos apagarlo. Su uso está totalmente prohibido. Solo pueden tomar imágenes los fotógrafos profesionales autorizados. ¿Qué solemnidad podría haber si las masas que fluyen a despedirse de la reina se sacaran una selfie ante su ataúd coronado?
Así es el centro educativo de Westminster, por el que pasamos los periodistas acreditados antes de acceder a Westminster Hall para asistir a la capilla ardiente de #QueenElizabethII -allí está totalmente prohibido utilizar el celular 🚫 📱 pic.twitter.com/wFaNN08o7I
— Elisabetta Piqué (@bettapique) September 16, 2022
La recorrida comienza por los magníficos pasillos de este palacio inmenso, restaurado, formado por varios edificios y famoso por su torre-reloj del Big Ben, a la vera del Támesis, que fue residencia de los monarcas de Inglaterra desde el reinado de Eduardo el Confesor (1042-66) hasta aproximadamente 1512. “Esta no es la ruta normal de los turistas”, destaca Hawles, entre patios y pasillos con bibliotecas y, también, con cajeros automáticos. Antigüedad y modernidad.
Silencio y lágrimas
Son las 9.02 cuando llegamos al Westminster Hall. Entramos por una puerta lateral del inmenso salón, después de que un mayordomo, que recomienda, una vez más, silencio absoluto, aprieta un botón. Entonces se abre, en forma automática, una puerta de vidrio. Allí, en el centro, de repente aparece el impresionante catafalco violeta sobre el que reposa el ataúd de la reina, envuelto en una bandera real, dominado por la corona imperial colocada encima y rodeado de guardias reales de vigilia. Nos acompañan a una tarima levantada ad hoc en un costado, tan bien hecha que se mimetiza con el salón, desde la que podemos observar, desde lo alto y durante media hora, un espectáculo impresionante.
El silencio se parece a los que hay en los santuarios marianos cuando los peregrinos llegan ante la imagen de la Virgen. Aunque no se ven personas avanzando de rodillas -como puede ocurrir en los santuarios de Lourdes o Fátima-, la atmósfera es parecida: de cansancio después de un largo camino, pero de calma interior por esa satisfacción de haber, finalmente, llegado a la meta.
Desde la escalera dominada al fondo por vitrales magníficos, como dos ríos de lava que bajan de un volcán, avanzan dos filas de personas hacia el ataúd, custodiado por 10 guardias reales. Cuatro son los que se han vuelto símbolo de Londres con los famosos sombreros con piel de oso; cuatro son los “Beafeaters”, los comedores de carne, guardianes de la Torre de Londres, conocidos por sus deslumbrantes vestimentas rojas y doradas (que se han vuelto el logo de un tradicional gin); y dos son famosos por su penacho blanco. Aunque nadie los nota porque su uniforme no tiene oropeles, también hay cuatro bobbies, los famosos policías londinenses.
La marea humana que avanza es de todas las edades y origen. Se ven muchos excombatientes con boina y medallas, ancianos con bastón, jóvenes de jeans y campera, con rostros cansados, un hombre de barba blanca con pollera escocesa que se parece a Sean Connery. Aunque las autoridades aconsejaron no llevar chicos debido a la larga espera y la cola de varios kilómetros, también hay madres con pequeños en cochecito.
Al llegar ante el féretro de la reina más querida y longeva del país -rodeado por cuatro candelabros amarillos que van consumiéndose y una cruz plateada con inscripciones en latín-, con los ojos llenos de lágrimas, rojos, consternados, exhaustos, unos se persignan, otros se inclinan, algunos, se arrodillan. Cada uno demuestra su respeto, el por qué está ahí, a su modo.
Casi todos se secan los ojos con un pañuelito de papel, que usan también para sonarse silenciosamente la nariz.
Como el flujo es enorme y es imposible detenerse más tiempo, casi todos avanzan unos metros más y, antes de salir del salón más antiguo e inmenso del Reino Unido, vuelven a darse vuelta. Quieren ver una vez más a su reina, despedirse, saludarla. La conmoción es palpable en el ambiente. Y quienes han ido en pareja, se dan fuerza, se consuelan, se dan una palmada en la espalda, se abrazan o se toman de la mano.
Cambio de época
Por la ropa y el aspecto, se distingue claramente quiénes han hecho cola durante horas, durante una noche fría y húmeda, a la vera del río, y quiénes no (los “VIP”: miembros del Parlamento, de delegaciones extranjeras e invitados especiales). Los primeros lucen extenuados por horas de espera y están vestidos informalmente; los segundos están impecables, de riguroso negro y las mujeres, pintadas y hasta con tacones que rompen ese silencio solemne.
Por una entrada lateral se ven fluir, además, a personas con discapacidades, con sillas de ruedas, que tienen un acceso especial.
A las 9.20, dos golpes de bastón dados por un ceremoniero marcan el cambio de la guardia, que se da justamente cada 20 minutos. Se detiene el flujo y la gente que justo en ese momento ya está en el salón tiene la suerte de poder quedarse más tiempo. De poder vivir un poco más ese adiós a la reina.
Cuando el Big Ben marca las 9.30, Hawles invita al grupo de periodistas a retirarse. Bajamos de la tarima y algunos repiten los gestos de respeto que hemos observado durante media hora: hay quien se inclina, quien se persigna o quien se queda mirando un segundo más hacia el catafalco, el centro de la atención.
“La fila refleja el gran cambio habido en la sociedad británica en las últimas décadas”, dice Hawles. Y recuerda que en las imágenes de documentales y antiguas fotografías en blanco y negro de la capilla ardiente del padre de la reina, Jorge VI, en ese mismo lugar, en 1952, por la que también desfilaron miles de súbditos, todo era muy distinto.
“En primer lugar, porque ese funeral tuvo lugar en invierno, así que todos estaban abrigados con sobretodos, bufandas y demás… Pero también porque en esa época los hombres no salían de casa sin sombrero”, apunta. “La fila refleja que ahora la sociedad británica es mucho más informal, con personas que vinieron en jean y zapatillas y con remeras con el rostro de la reina”, precisa. Y concluye: “Aunque cambió la sociedad, claramente no cambió el hecho de que la gran mayoría de la gente quiere participar, quiere despedirse y quiere venir a rendirle sus respetos a grandes monarcas”.
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