Masacres y atrocidades: para Rusia hay una sola manera de hacer la guerra
Desde los inicios de la Unión Soviética, el Kremlin ha apelado a una doctrina de represiones extremas para aleccionar a los “pueblos castigados”
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PARÍS.- Las “carnicerías” perpetradas en Bucha, las fosas comunes descubiertas en Mariupol y el resto del Donbass, la retórica empleada por Vladimir Putin para justificar la invasión de Ucrania y ahora el ataque deliberado con misiles contra la estación ferroviaria de Kramatorsk parecen confirmar que el Kremlin está aplicando la estrategia de sanciones contra los “pueblos castigados” que practicó Stalin desde sus primeros años en el poder.
El verdadero creador de esa política de terror fue, en realidad, el padre de la Revolución Rusa: desde 1923, Vladimir Ilich Lenin puso en práctica un régimen de terror que fue luego proseguido –y perfeccionado– por Stalin a partir de 1924, cuando el gobierno comunista entrecruzó deliberadamente la idea de “pueblo enemigo” con la noción de “enemigo del pueblo” que permitía demonizar a todos los adversarios del régimen.
Ese modelo de amplio espectro, que autorizaba todos los excesos, permitió crear los primeros gulags: esos campos de concentración no solo comenzaron a recibir a los “enemigos clase” como los kulaks, que en la época zarista representaban 18% de la población. Ese término, en el lenguaje político soviético, designaba peyorativamente a los propietarios agrícolas –grandes o pequeños– que contrataban trabajadores para explotar sus tierras, considerados como enemigos de la colectivización de las propiedades agrícolas. Pero los gulags –acrónimo de administración principal de los campos– también comenzaron a operar como centros de trabajos forzados que alojaban a prisioneros encargados de construir obras públicas, minas o explotaciones de riquezas. El último ejemplo en ese sentido fue la reciente criminalización de la Asociación Memorial. Creada en 1989 en memoria del científico disidente Mikhail Sakharov, esa asociación, encargada de perpetuar la memoria de los 26 millones de prisioneros deportados entre 1923 y 1960, fue acusada de ser “agente del extranjero” cuando fue prohibida por el régimen de Putin en diciembre de 2021.
“Víctima de numerosas invasiones y agresiones a través de la historia, Rusia apeló con frecuencia a la figura del extranjero como elemento federador para consolidar su frente interno”, recuerda la socióloga Kristian Feigelson, profesora de la Sorbona. Stalin se apoyó en ese imaginario colectivo cuando dejó de castigar a sus opositores y adversarios en forma individual para lanzar represiones masivas contra pueblos de la periferia hostiles al poder soviético acusados o sospechados de resistir la colectivización. El modelo emblemático de esas acciones punitivas de gran amplitud fue el Holodomor (gran hambruna), que provocó más de cuatro millones de muertos en Ucrania y otro millón y medio en Kazajistán en la década de 1930. En 2006 Ucrania decidió considerar el Holodomor como una forma de genocidio, criterio rechazado por Rusia en forma coherente con la rehabilitación de Stalin decidida por Putin en 2009.
En los años 30 fue utilizado nuevamente cuando se trató de justificar el “castigo” de diversos pueblos componentes de la URSS, considerados como “enemigos internos”, así como algunos países resistentes, como Finlandia, Hungría, Japón y Polonia. Todo resistente es un agente extranjero y por lo tanto criminal: su voluntad de independencia o de libertad prueba que es un fascista, recuerda la historiadora Anne Applebaum en su libro “Historia del Gulag”.
El cruce de “pueblo enemigo” con la noción de “enemigo del pueblo” volvió a ser utilizado durante la Gran Guerra Patriótica en una visión que oculta el pacto germano-soviético de 1939 y se concentra solo en la dimensión antifascista de la Segunda Guerra Mundial a partir de la ruptura del pacto y la invasión de la URSS en 1941. En esa perspectiva, para la propaganda rusa el enemigo es necesariamente “fascista”. El cruce de justificaciones volvió a ser utilizado después de 1945 con los tres países bálticos (Letonia, Lituania y Estonia) y, a nivel interno, con los tártaros de Crimea y los chechenos, acusados de haber colaborado con el ocupante nazi para liberarse del totalitarismo soviético. Si bien es cierto que una parte de los ucranianos se incorporó a las filas alemanas, la gran mayoría resistió al invasor junto al Ejército Rojo. Ucrania fue escenario de grandes batallas de tanques en la Segunda Guerra y el conflicto pulverizó las grandes ciudades y destruyó millones de hectáreas de cultivo de un país que era el granero de Europa.
En Crimea
La propaganda de Moscú apeló a ese argumento –adulterado– a partir de 2014 para justificar la anexión de Crimea y la ocupación de la región de Donbass en el este de Ucrania. A pesar de que la extrema derecha solo había reunido 2% de votos en las elecciones, Rusia optó por levantar los estandartes del antinazismo para justificar su intervención militar. En este caso particular, el recurso a ese argumento presenta perfiles perversos porque Ucrania es un “país hermano” que, según la confusa ideología expuesta por Putin en los últimos años, comparte las mismas raíces y la misma lengua que Rusia.
Haciendo eco al Holodomor de 1932-1933, que resuena en el inconsciente colectivo del país, en esta última invasión de 2022 Moscú recurrió al argumento de un presunto genocidio preparado por los “nazis” ucranianos contra las poblaciones rusófonas del Donbass, pirueta dialéctica que le permitió pasar de la noción de reunificación a la noción de castigo.
Chechenia fue el primer caso de “pueblo castigado” durante el cuarto de siglo que Putin lleva en el poder. En 1999, cuando todavía era primer ministro, Putin decidió arrasar la ciudad de Grozny en represalia por una serie de atentados perpetrados en el metro de Moscú. Algunos historiadores dudan en atribuir esos sabotajes a los islamistas chechenos y no descartan que haya sido una provocación montada por los servicios especiales rusos para justificar la reacción a sangre y fuego.
En Rusia, una represión nunca es proporcional al ataque, como aconseja la jurisprudencia internacional. Las reacciones son siempre aplastantes a fin de dejar grabado el castigo en la memoria histórica de los pueblos, como ocurrió durante la Gran Guerra Patriótica: para vengar a los 26 millones de muertos provocados por la invasión nazi durante los cuatro años de ocupación, el Ejército Rojo movilizó 196 divisiones, 2,5 millones de hombres, 6250 tanques, 7500 aviones y 41.600 para entrar en Berlín a sangre y fuego. Esa batalla de dos semanas provocó más de 100.000 muertos y 200.000 heridos, y 80.000 muertos y 280.000 en las filas soviéticas. Igualmente sangrientas y sanguinarias fueron las represiones a los “países hermanos” de Europa del Este después de la Segunda Guerra Mundial. La represión de la insurrección de Budapest, que duró dos semanas en 1956, dejó un saldo de 2.500 muertos y 13.000 heridos. Masiva también fue la intervención de las fuerzas del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia, que movilizó 2000 tanques y 200.000 militares para sofocar la famosa Primavera de Praga, que había sido absolutamente pacífica.
La doctrina no cambió después del derrumbe de la Unión Soviética. En septiembre de 1999, después de haber bombardeado Grozny para aplastar la insurrección chechena, Putin afirmó en conferencia de prensa, sin ruborizarse, que “iría a exterminar a los terroristas hasta en las letrinas”. Era una forma de decir que para Rusia –antes, al igual que ahora en Ucrania– hay una sola forma de hacer la guerra.
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