En la década de 1970, el movimiento de mujeres que cambiaría la narrativa de la sociedad empezó a sacar de las sombras las dolorosas realidades de la agresión sexual
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Cuando Louis R. Vitullo murió en 2006, uno de los obituarios en la prensa lo describió en el titular como “el hombre que creó el kit de violación”, una herramienta estandarizada para recopilar evidencia forense después de agresiones sexuales. El microanalista jefe del laboratorio criminalístico de Chicago, EE.UU., había sido un pionero que transformó el sistema de justicia penal, según las historias periodísticas en ese entonces.
Sin embargo, más tarde se fue recuperando la memoria. Una mujer había sido quien investigó, ideó, desarrolló el concepto, y una vez que se hizo realidad, logró que el kit se produjera, se distribuyera y se entrenara a todos los involucrados para que se usara. Su nombre era Martha “Marty” Goddard (1941 – 2015) y, como ella misma contó, todo ocurrió en una época en que apenas se mencionaba la palabra violación o incesto: “No se hablaba de esas cosas”.
Una época en la que escritos autoritarios como el “Libro de texto completo de psiquiatría, II” (1975) proclamaban que la incidencia de incesto de padre-hija en EE.UU. era 1 en 1 millón de familias. Pero a Goddard la experiencia le decía otra cosa.
Trabajando con Metro Help, una línea de atención para jóvenes en crisis de Chicago establecida en 1971 (hoy, National Runaway Safeline), pudo “averiguar por qué los chicos se iban de sus hogares”. “No se trataba solo de fugitivos o niños que simplemente no eran deseados por sus familias o tutores, sino que muchos escapaban porque estaban siendo abusados sexualmente. Me desbaraté cuando me di cuenta de la magnitud del problema”, dijo la mujer.
En esa misma década de 1970, el movimiento de mujeres que cambiaría la narrativa de la sociedad empezó a sacar de las sombras las dolorosas realidades de la agresión sexual. En Chicago, según activistas como la psicóloga Naomi Weisstein, “la violación sexual era una epidemia”.
La aritmética de esa epidemia era la acostumbrada: de miles de casos estimados al año, solo decenas eran denunciados, muchos menos llegaban a juicio y una mínima fracción de los perpetradores terminaba en la cárcel. Lo que hizo Goddard en un principio fue sencillamente preguntar por qué y qué hacía falta para evitar que tantos depredadores se salieran con la suya. Y preguntó, y preguntó y no dejó de preguntar.
Las preguntas
En 1972, Goddard fue contratada como ejecutiva de la Fundación Wieboldt, un fondo familiar benéfico muy respetado en Chicago que donaba dinero a causas progresistas. Eso le abría puertas. Y en una reunión de activistas contra la violación en 1973 conoció a Cynthia Gehrie, quien trabajaba con la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles y quiso trabajar con ella.
Ambas viajaban mucho por sus trabajos, “así que decidimos que, tras bambalinas, en cada ciudad visitaríamos al Departamento de Policía local y averiguaríamos qué estaba sucediendo con respecto a las víctimas de agresión sexual”. Analizando la información acumulada, encontraron que había algo más que la actitud prevaleciente de que la violación era un espejismo o acusaciones falsas de mujeres que se lo habían buscado.
Se dieron cuenta de que “los organismos de seguridad no veían la agresión sexual como un crimen que pudiera resolverse”, le dijo a BBC Mundo Pagan Kennedy, quien hizo una minuciosa investigación para el reportaje “La historia secreta del kit de violación”, y un libro que llevará el mismo nombre.
“Existía una idea reinante de que ese tipo de asalto terminaba en un ‘él dice/ella dice’ y jamás habría manera de conseguir evidencia para probar quién era culpable o inocente”, contó. Y de ahí surgieron más preguntas: ¿Qué pasaría si se pudiera investigar la agresión sexual de manera que pudieras demostrarla y persuadir a un jurado con evidencia científica?
Convencidas de que ese era el camino, Goddard y Gerhie hicieron otra de sus visitas sin aviso, esta vez al fiscal estatal Bernard Carey. Sorpresivamente, las recibió y les dijo: “Sé que tenemos un problema. No sé cuál es la solución, pero ¿les gustaría trabajar con nosotros para resolverlo?”.
Las respuestas
“¿Qué hacer para resolver ese problema?”, dijo Goddard, y agregó: “Lo primero que se debe hacer es desarrollar una forma de recopilar pruebas de rastreo”. Al fin y al cabo, eso se hacía con otro tipo de delitos, como intento de homicidio, en los que tan pronto como era posible se aseguraba evidencia forense, valiosa en todas las etapas del proceso legal.
Y, de hecho, en los escasos casos en los que las mujeres agredidas eran llevadas al hospital, se tomaban algunas muestras, pero, según el laboratorio criminalístico de Chicago, eran inservibles, contó Goddard. Los detectives culpaban a los hospitales por no tomar toda la evidencia necesaria y por contaminar las pocas pruebas que enviaban.
Pero, hablando con los médicos y enfermeras, Goddard se dio cuenta de que no era su culpa: “Nadie había hablado con ellos antes, así que no sabían qué se necesitaba. Pensaron que estaban ayudando”. ¿Qué tal si existieran herramientas forenses fáciles de usar que alentaran a los médicos, detectives y técnicos de laboratorio a colaborar?
Pregunta tras pregunta, habían surgido respuestas. Y poco a poco, de ellas emergió una solución concreta. “Comencé a trabajar en el desarrollo de un kit de violación en 1976″, contó. Cuando tuvo una propuesta clara, le presentó una descripción escrita e ilustrada al sargento Vitullo.
Apenas salió del laboratorio de criminalística, llamó a Gehrie para contarle que no le había ido muy bien. “Le gritó que ella no tenía por qué involucrarse en esto, que era una locura y que estaba perdiendo el tiempo. Le dijo que no quería oír más sobre esto”, le contó Gerhie a Kennedy.
No obstante, al parecer, Vitullo recapacitó, pues un día citó a Goddard para mostrarle su prototipo de la idea que ella le había propuesto. Tenía algunas variaciones y llevaba su nombre. El de él. El kit Vitullo de recopilación de pruebas de agresión sexual fue presentado como una colaboración entre el departamento de policía y la oficina del fiscal del estado. A Goddard no se le atribuyó el mérito de la invención.
Para Kennedy, más allá del crédito, se trata “de quién tenía el control de la tecnología, el derecho de diseñarla, de decir qué era y para quién era”. No obstante, resalta, “el kit de violación no era solo un objeto. Era una forma de pensar sobre la evidencia, un sistema que involucra a los hospitales, departamentos de policía y a los sobrevivientes, todos trabajando juntos. Fue una idea que cambió la actitud de ‘no podemos hacer nada al respecto’; una revolución”.
“No importa cómo empezó”, dijo Goddard, sin referirse a Vitullo, en la entrevista de 2003 para el Proyecto de historia oral del campo de asistencia a víctimas del crimen. “Lo que importa es que puedas hacer algo: atrapa a esos tipos y condénalos con la evidencia. Pero asegúrate de que la estás recopilando y preservando correctamente y de que todas las disciplinas involucradas están lo suficientemente capacitadas para hacerlo”, advirtió. Para lograr eso no bastaba con que existiera un prototipo de un kit. Su tarea no había terminado.
El socio más inesperado
Aunque los gobiernos estatales cubrían el costo de recopilar y procesar pruebas forenses de otros delitos, con la agresión sexual no estaban dispuestos a hacerlo. Recaudar fondos privados hace 45 años para algo de lo que solo unas “mujeres liberadas” hablaban no era nada fácil. Pero en Chicago había un famoso multimillonario que apoyaba el movimiento de liberación de la mujer... a su manera.
Hugh Hefner, el fundador de Playboy, lo consideraba “una causa hermana de su propio esfuerzo por liberar a los hombres de la vergüenza y la culpa”, explica Kennedy. El capital inicial para crear los kits, distribuirlos y entrenar a las enfermeras a usarlos provino de la Fundación Playboy. “Tuvimos que dejar de lado nuestros sentimientos por la cosificación de las mujeres en la revista”, dijo Goddard.
No solo recibieron dinero; Margaret Pokorny, la directora de la fundación y amiga de Goddard, le encargó a los diseñadores gráficos de la revista el diseño del logo de las cajas. “Y me dijo: ‘tengo una idea. Todo el mundo ama a la conejita de Playboy, así que vamos a invitar voluntarios a las oficinas de Playboy para que armen los kits’”, recordó Goddard.
En 1978, Goddard entregó los kits a unos 25 hospitales de Chicago como parte de un programa piloto que ella creó. Un año después, se enviaron casi 3000 a laboratorios criminalísticos. Así, mujeres cuyas experiencias solían ser descartadas o descreídas, y hombres erróneamente arrestados, empezaron a contar con un testigo a su favor que respaldaba sus testimonios.
Desde entonces, hubo avances (en 1986 se usó por primera vez la prueba de ADN en Reino Unido), pero también enormes obstáculos, desafortunados retrocesos y mejoras pendientes.
Además, persisten aún ecos de prejuicios profundamente arraigados, como el tan bien expresado por Greene Carrier Bronson, juez del Tribunal Supremo de Nueva York (People v. Hulse, 1842): “Aunque la mujer nunca dijo que ‘sí’, aunque repitió constantemente que ‘no’ y mostró una decente resistencia hasta el final, aún podría darse el caso de que consintiese parcialmente la violación”. No obstante, herramientas inspiradas en el invento de Goddard se siguen utilizando para combatir esos prejuicios con la ciencia.
Por Dalia Ventura, BBC Mundo
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