Del fanatismo al odio: Margherita Sarfatti, la amante de Mussolini que escapó a Buenos Aires
Fue la principal publicista del fascismo fuera de Italia, pero después de las “leyes raciales” debió exiliarse; su hermana fue asesinada en Auschwitz
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Benito Mussolini ha tomado el control de toda Italia y Margherita Sarfatti se siente protagonista de esa gesta revolucionaria. No es una amante más del Duce, sino su principal consejera, su protectora en las sombras y, en alguna medida, también, la creadora del mito. Nada podrá detenerla.
Corren los primeros años de la década del veinte y la hija de una acomodada familia judía de Venecia, que ha perdido a un hijo en la Gran Guerra, y que integra la élite cultural de norte rico, ahora prepara los discursos para el capo del popular Partido Nacional Fascista.
Veinticinco mil camisas negras marchan sobre Roma y ella redacta además las primeras líneas de su manifiesto político, Dux, la biografía del conductor, aquel soldado socialista que se alzó con todo el poder con el fin de recuperar el esplendor perdido del extraviado Imperio Romano. Su gesta, presentada como “heroica”, desembocará en una dictadura y en un puño de hierro contra quien se ponga adelante.
La noticia de la toma del poder fascista corre por el mundo. Sarfatti corrige los partes de prensa e instruye a los redactores del diario Il Popolo d’Italia, órgano oficial del Partido Fascista. Una nueva era comienza con la irrupción radicalizada de una tercera posición entre el capitalismo occidental y el comunismo soviético.
“El movimiento fascista insurrecto ha ido de victoria en victoria. Con muy pocas excepciones, en todas partes ha logrado sus objetivos sin derramamiento de sangre”, publica The New York Times.
Entre tanto, relegada de la escena política, Rachele Guidi de Mussolini está furiosa. Cuando alguien le pregunta a la esposa del Duce, que le dará cinco hijos, por qué practica tiro insistentemente con una pistola semiautomática en el jardín de su residencia en Villa Torlonia, ella solo contesta: “Entreno para matar a esa judía”. Habla de Sarfatti, de acuerdo con el libro de Bruno Vespa, Por qué Italia amó a Mussolini.
Culta y acomodada, había conocido al joven Mussolini en 1913, cuando este era director del periódico socialista Avanti y ella una editora cultural reconocida en los selectos ámbitos del arte milanés. Ambos estaban casados y se amaron en la clandestinidad, pero entre ellos había algo más fuerte que el sexo, y era el amor por la victoria fascista, el estadío superior de la revolución socialista.
Y ahora que habían tomado el poder, Sarfatti se presentaba como la única mujer capaz de abrirse paso entre los rústicos hombres italianos que predicaban el mismo lema donde fuesen, con el primer ministro del Gran Consejo Fascista a la cabeza: “Le donne a casa” (la mujer en casa). Quizá por esto también, Rachele Guidi de Mussolini, confinada en su lujosa residencia, odiaba a Sarfatti.
A poco de enviudar, tras casarse con su primo, el abogado socialista Cesare Sarfatti, Margherita comienza a escribir su primer libro y su obra cumbre, Dux, la biografía de Mussolini, aparecida en 1926 y luego publicada en 19 idiomas alrededor del mundo.
La revolución fascista es un hecho, el Estado corporativo se apropia de los sindicatos, las empresas y las tierras, de las mentes y las almas de los campesinos y los trabajadores italianos, un nuevo Imperio Romano es posible, y la monarquía parlamentaria le deja paso a una dictadura totalitaria que parece imparable.
Pese a todas las alertas, en el mundo occidental ven al fascismo con buenos ojos, sin embargo. Es un excelente freno al comunismo, piensan. Para los primeros años treinta, Sarfatti es la principal propagandista del movimiento fuera de Italia, divulga las veleidades de la revolución con una gira americana que incluso la lleva a entrevistarse con el presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, quien se manifiesta encantado con los fasci di combattimento. Poco tiempo antes, el inglés Winston Churchill, durante una visita por Italia, había dicho que, “si fuera italiano, usaría la camisa negra”, el característico uniforme de la época.
“Romano de alma y de rostro, Benito Mussolini es la resurrección del puro tipo itálico, que vuelve a florecer a través de los siglos”, se lee en un pasaje de Dux, citado en el libro de Daniel Gutman, La amante judía de Mussolini, el único trabajo que recupera la vida y la obra de la mujer que debió exilarse en Buenos Aires tras el giro antisemita del fascismo, con la sanción de las Leyes Raciales de 1938, inspiradas en las Leyes de Núremberg de los nazis de 1935, las cuales no solo negaban la nacionalidad a los judíos, sino también les prohibían casarse, tener hijos con “italianos puros” o disponer de sus bienes, entre muchas otras disposiciones.
Ese giro antisemita, muy cuestionado por el pueblo por considerarse contrario a la cultura italiana que había asimilado a los judíos de Europa desde hacía al menos cien años, y el siguiente Pacto de Acero de Mussolini con Adolf Hitler de 1939, sellaría la suerte no solo de Margherita Sarfatti, sino del fascismo italiano y de toda Europa, al dar luz verde a los nazis alemanes en su plan de expansión y el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
“Mussolini no es el mismo. ¡Qué lejos está de aquellos días en que un grupo de italianos tomamos el poder!”, dijo Sarfatti, recién llegada al Río de la Plata, al diario Noticias Gráficas del 27 de agosto de 1940, como consigna el libro de Gutman.
Ella había visitado Buenos Aires por primera vez en 1930. Había llegado con toda la pompa, era la publicista internacional del régimen, como si fuera una especie de Leni Riefenstahl italiana. El fascismo estaba de moda en Europa, pero también en la Argentina. Había traído al país, incluso, un busto tallado de Mussolini, en el marco de la muestra itinerante del movimiento artístico Novecento.
Pero una década después todo había cambiado. Sarfatti ya no tenía trato con el Duce, quien se había hecho adicto al sexo diario con jovencitas que lo visitaban en su despacho de Roma, y miraba el desenlace europeo desde la paz sudamericana.
Cuando el Gran Consejo Fascista destituyó a Mussolini en 1943, con la invasión de los aliados a Sicilia, ella dijo que era “la mejor noticia que en estas circunstancias podía salir de Italia”. Su familia, sin embargo, sufría el horror de los fascistas alemanes. El norte de Italia había sido ocupado por Hitler y su hermana Nella sería expulsada, junto a su marido, rumbo Auschwitz, el campo de exterminio que habían montado los nazis en Polonia. No sobrevivieron.
Desde Buenos Aires, Margherita consume con avidez todas las noticias del frente europeo y, cuando se entera de que su antiguo amor había sido fusilado “como un perro rabioso”, junto a la joven Claretta Pettaci, el 28 de abril de 1945, mientras intentaban escapar disfrazados de soldados, ella escribe una serie de artículos, que finalmente verán la luz en el diario Crítica. En uno de ellos, sentenció: “Mussolini fue derrotado por haber convertido al fascismo en una deformación grotesca”.
Volvió a Italia en 1947, incómoda con el surgimiento del primer peronismo; se refugió en su residencia de Cavallasca, en Como, y así vivió, retirada de la escena pública y en el más completo ostracismo hasta su muerte, en 1961, a los 81 años.
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