Lula da Silva actúa como si viera amenazas existenciales en todas partes… ¿y si fuera verdad?
Cuando falta poco para cumplir 100 días de gobierno, el mandatario izquierdista tiene varios nubarrones en el horizonte que acechan incluso su permanencia en el poder
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Esta columna fue publicada originalmente en Americas Quarterly. El autor es su editor general.
BRASILIA.- Al ingresar en el Palacio del Planalto, la casa de gobierno de Brasil, uno siente que el reloj retrocede 20 años, hasta una era más plácida y optimista.
Ahí están otra vez las fotos de un sonriente Luis Inacio Lula da Silva, y la estilizada arquitectura de mediados de siglo de Oscar Niemeyer, deslumbrante como siempre. Pero cuando se sube en ascensor al tercer piso, la imagen cambia: las vidrios de las ventanas siguen rotos o rajados tras la fallida insurrección del 8 de enero. Y una de las imágenes que más duele es ver el cuadro del célebre artista brasileño Emiliano Di Cavalcanti tajeado salvajemente en siete lugares distintos por un partidario de Jair Bolsonaro. En el Planalto dicen que la pintura tal vez no sea restaurada, sino que dejarán esas heridas como un recordatorio permanente de aquel desgraciado día.
Imaginen ver eso en sus lugares de trabajo todos los días, y empezarán a entender cómo ven Lula y sus aliados en este momento a Brasil, sobre todo ahora que el nuevo gobierno está por cumplir 100 días.
El regreso de Lula al Planalto estuvo signado por intervalos de una bienvenida normalidad, pero también por un tono belicoso e inesperadamente duro que alarmó a muchos empresarios y mercados financieros, al igual que a los votantes moderados que fueron claves para la ajustada victoria de Lula en octubre pasado. Como Lula gastó valioso tiempo y capital político en fustigar al Banco Central de Brasil y al juez que la década pasada lo condenó a prisión, mientras que parece arrastrar los pies para anunciar el crucial marco económico de su país en los próximos años, algunos especulan que al presidente, de 77 años, la edad le está pasando factura. Otros dicen que a diferencia de su primer mandato (2003-2010), Lula está siendo mal aconsejado o no está dispuesto a escuchar.
Sin embargo, ahora que acabo de pasar una semana en Brasilia, se me ocurre una explicación diferente: Lula se comporta como si percibiera amenazas en todas partes y su presidencia pendiera de un hilo.
Y el tema es que tiene razón…
Dejando mis opiniones de lado, trataré de explicar cómo se ve el mundo actual desde el interior del Planalto.
Efectivamente, Lula volvió al lugar al que pertenece, tras ser encarcelado en 2018 y haber sido inhabilitado para competir en una elección que habría ganado. Pero hoy Lula enfrenta el mismo surtido de enemigos y falsos aliados, en el Congreso y otros sectores, que en 2016 conspiraron para hacerle juicio político y destituir a Dilma Rousseff -un “golpe”, siguen insistiendo Lula y sus aliados- y luego encarcelarlo a él mismo. De hecho, en el Planalto consideran que la amenaza actual es todavía mucho peor: las fuerzas armadas siguen siendo leales a Bolsonaro, estuvieron cerca de respaldar su plan para robar o cancelar las elecciones de 2022, y luego ayudaron o al menos toleraron a los insurgentes que el 8 de enero invadieron las sedes de los tres poderes para restituir a Bolsonaro en el poder. La intentona golpista fracasó, pero debajo de las cenizas quedan las brasas para una futura asonada, que podrán ser alimentadas con noticias falsas, sermones de pastores evangélicos, una oscura red de conservadores globales trumpistas, y por el propio Bolsonaro, que acaba de volver a Brasil después de un par de meses de autoexilio en Florida.
Además, desde el Planalto ven que ambas cámaras del Congreso se han inclinado aún más a la derecha y son manejadas por operadores veleta que en su momento apoyaron a Bolsonaro y que otra vez podrían darse vuelta como un panqueque de la noche a la mañana, condenando al fracaso la agenda de gobierno de Lula para los próximos cuatro años si el gobierno no satisface sus reclamos de fondos y favores. El conservador sector empresario brasileño hará hasta lo imposible para impedir que Lula aumente los impuestos o aumente el gasto público para proteger la Amazonia, mitigar la crisis social o reconstruir de alguna otra manera el país, y de paso, dejar contentos a sus aliados políticos. Y finalmente, tal vez lo más preocupante a corto plazo: el presidente del Banco Central es un aliado de Bolsonaro, y mantiene las tasas de interés tan astronómicamente altas -ya sea por lealtad a su exjefe o por apego extremo a la ortodoxia neoliberal- que la economía de Brasil está condenada a entrar en recesión en algún momento de este año. De ser así, los niveles de aprobación del presidente entrarían en una espiral descendente y podría desatarse una crisis institucional en un país donde dos de los últimos cinco presidentes fueron sometidos a juicio político tras perder el control de la economía, y con la extrema polarización política actual, ese peligro es más real que nunca.
¿Qué podemos sacar el limpio de todo eso?
Si se les pregunta a algunos periodistas de los medios brasileños o a los operadores de Faria Lima -la Wall Street de San Pablo-, desdeñan esos temores y acusan al gobierno de “paranoia”. Pero cuando se analiza más de cerca, al menos en algunos puntos Lula parece tener motivos reales de preocupación. Roberto Campos Neto, el presidente del Banco Central, es admirado en muchos círculos, pero en octubre pasado fue a votar luciendo la camiseta “verdeamarela” del seleccionado de fútbol, equivalente a una declaración pública de su voto por Bolsonaro, un gesto desafortunado de un tecnócrata al que se supone neutral. De hecho, en el mercado financiero incluso muchos admiten en privado que mantener la tasa de interés de referencia en el 13,75% cuando la inflación anual es del 5,36% y se está desacelerando, es una decisión difícil de defender. Mientras tanto, Arthur Lira, presidente de la Cámara de Diputados, ya dijo claramente que la agenda económica de nuevo gobierno está muerta antes de nacer a menos que Lula acepte mantener el así llamado “presupuesto secreto” de los años de Bolsonaro, que otorga a los legisladores el control discrecional y sin supervisión de una parte del gasto público, una receta perfecta de despilfarro y corrupción que inevitablemente serán achacadas a Lula, que por obvias razones ya no resistiría otro escándalo.
Pero el aspecto más preocupante nos devuelve a la pintura tajeada en el palacio presidencial. Por un lado, las instituciones sobrevivieron a la tensión de los años de Bolsonaro, y salvo por el tema del Banco Central, el clima actual en Brasilia es notablemente más armonioso. Pero tal como pasó en Estados Unidos después de las elecciones de 2020, recién ahora empezamos a enterarnos de lo cerca que estuvo el país del abismo.
Después de mi semana en Brasil y de mis conversaciones privadas con varias personalidades de ese país, ahora estoy convencido de que durante 2021 y 2022 la democracia brasileña corrió mucho más peligro de que lo antes creía. Solo la intervención de algunas figuras claves, tanto dentro como fuera de Brasil, pueden haber disuadido a Bolsonaro de cumplir su amenaza de suspender las elecciones hasta que se reemplace el sistema de votación electrónica, por ejemplo, o hasta encontrar un pretexto para desplegar a los militares en las calles. Hasta que esa verdadera historia se haga pública, solo podemos evaluar lo que vemos, como la repentina decisión de Lula de reemplazar al jefe del ejército en enero después de solo tres semanas en el cargo. Tal vez el riesgo de golpe no es inminente, ni siquiera el próximo año, pero es ingenuo creer que Brasil mágicamente ha dado vuelta la página solo porque Bolsonaro ya no es presidente.
El gran problema, sin embargo, es que por más que Lula tuviera razón en su evaluación de las amenazas que enfrenta su gobierno, puede decirse que con algunas de sus acciones las está agravando. Su guerra pública con Campos Neto y el Banco Central, por ejemplo, empujó las tasas de mercado aún más arriba, por el temor de los inversores a la inestabilidad futura. El deseo de Lula de estimular la economía con mayor gasto público y de paso apuntalar su base de apoyo popular tras una traumática cuasi ruptura del orden democrático tal vez le haya funcionado al presidente Joe Biden en 2021, pero a diferencia de Estados Unidos, Brasil no tiene la única moneda de reserva del mundo, y de hecho tiene poca relación con los mercados, dado que el crack financiero que provocó el partido de Lula a mediados de la década de 2010 fue de naturaleza eminentemente fiscal. Si Lula trata de esquivar al Banco Central y sumar gastos en su próximo “plan fiscal”, o estimular la economía a través de medios menos ortodoxos, como se dice que algunos miembros de su partido lo alientan a hacer, los coletazos serían todavía peores.
Por supuesto que Lula todavía tiene varios factores a su favor. Sus niveles de aprobación sigue siendo relativamente sólidos: 7 de cada 10 brasileños califican su gobierno como “bueno” o “medianamente bueno”. Los hechos del 8 de enero, rechazados por un amplio porcentaje de la opinión pública, todavía tiene a los conservadores contra las cuerdas. Bolsonaro se debilitó aún más por su ausencia de Brasil y por el escándalo que se desató por el “regalo” de un collar de diamantes de 3 millones de dólares que le habría hecho Arabia Saudita a la exprimera dama. Durante mi visita a Brasil, también percibí un claro apetito de normalidad, y sobre todo fuera de Brasilia, la gente parecía ansiosa por hablar literalmente de cualquier cosa, menos de política.
Pero Lula tiene razón en estar preocupado por lo que se viene: en todo el mundo occidental hay países donde la democracia está bajo presión, el crecimiento económico no llega, y las sociedades, impacientes y polarizadas, esperan más de lo que sus líderes posiblemente pueden ofrecer. Tal vez Lula, que basó su campaña en la nostalgia del boom de la década de 2000, haya puesto demasiado alta la vara de las expectativas. Irónicamente, sin embargo, muchos de sus detractores pueden estar cometiendo el mismo error cuando lo comparan con el Lula de “paz y amor” de su primer mandato y se preguntan por qué hoy suena tan “enojado”. Brasil cambió, el mundo cambió, y a menos que en los próximos meses Lula y sus aliados sepan pilotear el país con habilidad y tengan un poco de suerte, todo podría cambiar una vez más, y quizás antes de lo que cualquiera de ellos desearía.
America’s Quarterly
(Traducción de Jaime Arrambide)
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