Los tres peligros subterráneos de las democracias de Brasil y la Argentina
Más allá de las amenazas evidentes, hay otros riesgos silenciosos que erosionan la confianza los ciudadanos en el sistema político al que llegaron con tanto anhelo y dificultad hace casi 40 años
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Impredecible como todo final electoral, el resultado que cambiará a Brasil encierra apenas una certeza: o Lula da Silva gana en la primera vuelta o se enfrenta a Jair Bolsonaro en el ballotage del 30 de octubre. Suena a perogrullada, pero no lo es tanto.
Hace apenas un par de años, pocos creían que el expresidente de Brasil podría volver al poder pese a que la causa por corrupción que lo condujo a prisión, en 2018, ya había sido descartada por el Superior Tribunal de Justicia. Hoy, Lula ya lleva varios meses al frente de las encuestas con una considerable ventaja en la intención de voto sobre Bolsonaro, aunque todo indica que la diferencia será menor a lo esperado.
Lula debe agradecerle la ventaja tanto a sí mismo como al actual mandatario, que por momentos actúa como su propio enemigo. Con su prédica de candidato antisistema (aun cuando es el presidente), con sus insultos a las instituciones, con sus amenazas de desconocer cualquier resultado que le sea adverso, Bolsonaro alimenta la fidelidad casi religiosa de sus seguidores pero, a la vez, ahuyenta los votos de los moderados, imprescindibles para ganar cualquier elección, en el país que sea.
Jefe de un partido al que la mayoría de los brasileños rechazaron rotundamente hace cuatro años por corrupto, Lula se propuso, en esta campaña, como el “pacificador”. Busca encarnar el escudo democrático contra la pretensión autocrática de Bolsonaro.
Brasil es la mayor democracia de América Latina. Con la Argentina, abrió el camino y marcó el paso, en la primera mitad de los 80, del regreso de la institucionalidad a la región. Ambos países fueron ejemplos, pero hoy sus democracias sufren. Una con las amenazas de un presidente dispuesto a desconocer los límites y las normas para retener el poder y la otra, con un ataque a la vicepresidenta Cristina Kirchner que desnudó la marginalidad, los extremismos y, como si eso no fuera poco, la ineficiencia de un Estado que no puede proteger ni a sus funcionarios más importantes.
Esas amenazas y ese ataque son riesgos inminentes, palpables. Pero hay otros tres peligros más subterráneos y silenciosos, que, con una implacable constancia, erosionan la confianza de argentinos y brasileños en el sistema que alcanzaron con tanto anhelo, dificultad y promesa hace casi 40 años. Esos peligros tienen poco que ver con las ideologías -es más, se burlan de ellas- y mucho con la calidad de vida, presente y futura.
1. Los problemas no se resuelven y crecen
Desde el regreso de la democracia, en 1985, hasta 2021, Brasil registró 1.597.255 homicidios, según el Atlas de Violencia, del Instituto de Investigaciones Económicas Aplicadas.
Si ese número no es suficiente para graficar el horror de la inseguridad en la nación con la segunda mayor cantidad de asesinatos en el continente más violento del planeta, hay otro igual o más escalofriante. En 2020, los 47.722 homicidios en Brasil representaron el 20,5% de los ocurridos en el mundo, de acuerdo con el Foro Brasileño de Seguridad Pública. El país cuenta con el 2,5% de la población global. La proporción es lapidaria, incluso si la cifra de homicidios de 2020 es uno de las más bajas de los últimos años.
“La violencia es el problema que nuestra democracia no logró resolver. Tenemos una administración pública más profesional, la salud avanzó, la educación también. Pero a la violencia y la inseguridad no hemos logrado responder”, dice en diálogo con LA NACION Miguel Lago, politólogo especializado en políticas públicas y profesor de la Universidad de Columbia.
Como a la inseguridad brasileña, a la inflación argentina la intentaron arreglar por derecha y por izquierda. Allá y acá, pocas -o ninguna- recetas funcionaron; el problema se aplaca por un tiempo y vuelve, con más fuerza. La Argentina pasó por todas las etapas: desde la hiperinflación de Alfonsín hasta la inflación disfrazada de Cristina Kirchner y la inflación de suba gradual pero imparable de Alberto Fernández.
Como si fuera una mamushka, el problema sin solución crea problemas nuevos, uno en particular que agobia a América Latina, sobre todo a Brasil pero crecientemente a la Argentina también: la desigualdad
Los homicidios no se reparten de forma homogénea en la geografía de Brasil. Según el Atlas de Violencia, en los estados de Norte y del Noreste, la tasa de homicidios registró sus mayores crecimientos mientras que en las prósperas regiones del Sudeste (especialmente en San Pablo) y el Sur, logró las bajas más pronunciadas. La desigualdad en la seguridad se retroalimenta con la desigualdad económica.
De la misma manera, la inflación mete su dedo en la llaga de la desigualdad argentina. El índice de precios cada vez más alto encoge los ingresos de las franjas más pobres, atadas o a la informalidad o al desempleo. Ese círculo siniestro explica el aumento de la indigencia (de 8,2 a 8,8%) en la última medición del Indec.
Pasan los años y las décadas, los problemas de la vida diaria persisten y no hay confianza ni esperanza que sobreviva. La inflación y la inseguridad, en la Argentina y en Brasil, se comen o los sueldos o las vidas. Y ciertamente el futuro.
“Estamos en una crisis de representación. La gente tiene fatiga democrática porque no resuelven sus problemas. ¿Y qué efecto tienen que no se resuelvan los problemas de la gente? Que la gente deje de creer en sus líderes. Por eso la fragmentación política que da lugar a ‘líderes salvadores’. Es un recurso de supervivencia”, dice, en diálogo con LA NACION Mariana Lllanos, investigadora principal del Instituto de Estudios Globales y de Área (GIGA) en Hamburgo y profesora de ciencia política en la Universidad de Erfurt.
"Estamos en una crisis de representación. La gente tiene fatiga democrática porque no resuelven sus problemas"
Llanos, estudiosa de Brasil, opina que eso fue lo que sucedió con la elección de Bolsonaro en 2018 y hace una advertencia sobre un fenómeno que nota crecientemente cuando vuelve a la Argentina de vacaciones. “Siempre creí que en la Argentina había partidos con fuerte arraigo social. El peronismo tuvo ese arraigo pero esa identificación tradicional se está diluyendo. La gente se independiza. Eso me suena a pérdida de representación y me hace pensar en la crisis de otros países de la región de la que la Argentina venía zafando”, dice.
2. Las figuritas repetidas
En Brasil, esa crisis de los últimos diez años estuvo marcada por los escándalos de corrupción, la inestabilidad política y el estancamiento económico. Los tres fenómenos no solo alimentaron la polarización sino también condicionaron la relación de los brasileños con la democracia. La insatisfacción con la democracia, según un estudio del Instituto de la Democracia publicado la semana pasada, es alta (56%) pero está en su punto más bajo desde 2017.
Para Leonardo Avritzer, uno de los especialistas que condujeron el estudio, esa recuperación de la confianza en la democracia tiene dos raíces. “Por un lado los brasileños muestran más satisfacción porque saben que la democracia está en riesgo. Y también la gente entiende que si la democracia fue capaz de garantizarle algunos beneficios como la ampliación del Auxilio Brasil por el Congreso o la liberación de la vacunación por parte del Tribunal Supremo, entonces es importante en su vida”, le dijo Avritzer a O Globo esta semana.
No siempre los Estados de la Argentina o Brasil pueden mejorarle la vida a sus ciudadanos, de hecho no son muy eficientes en eso. De acuerdo con el Índice de Efectividad de los Estados del Banco Mundial, ambos países están hoy muy por detrás de Chile, Uruguay y Colombia, los países que encabezan el listado en América del Sur, y ni hablar de Singapur, Suiza o Finlandia, líderes globales en prestar servicios eficientes a sus ciudadanos. Tanto la Argentina y Brasil pierden posiciones y puntos en ese ránking constantemente desde hace diez años.
La incapacidad de los Estados argentinos y brasileños no es la única razón de la persistencia de los problemas. Ambos países intentan resolver la inseguridad o la inflación con ideas viejas que probaron ser ineficaces y poco innovadoras como la decisión de Bolsonaro de liberar la tenencia de armas o la insistencia en el control de precios de la administración de Alberto Fernández.
No solo a las ideas les falta renovación, también a los liderazgos. Los partidos políticos parecen impedidos de ofrecer nuevos candidatos. En Brasil, la elección se dirime entre un presidente que está en la vida política desde hace casi 30 años y un dirigente que ya gobernó el país dos veces.
En la Argentina, muchos analistas y dirigentes especulan que los comicios de 2023 podrían enfrentar a una vicepresidenta que gobernó el país dos veces y un dirigente opositor que también ya fue presidente y dos veces alcalde de Buenos Aires.
3. Un “voto contra” en lugar del “voto por”
El fenómeno de repetición de líderes y de ideas se asienta y, a la vez alimenta, sobre los personalismos y la polarización que la Argentina practica desde hace unos años más que su vecino. Brasil llegó más tarde a las grietas, pero ahora parecen tanto o más profundas que en la Argentina.
Los analistas brasileños rastrean la irrupción de las grietas a 2013, cuando las calles se llenaron de protestas contra la política económica de Dilma Rousseff. La destitución de la presidenta, en 2016, y la sombra del Lava Jato sobre los partidos, en especial el Partido de los Trabajadores, las ahondaron y la llegada de Bolsonaro y, sobre todo, su negacionismo de la pandemia las explotaron.
El informe V-Dem 2022, uno de los reportes más prestigiosos sobre calidad democrática, muestra que la polarización social y política de Brasil sobrepasa la de la Argentina y Chile, países donde también las antinomias se pelean con la democracia.
La polarización no es solo discursiva en Brasil; es también el mayor condicionante del voto. El sondeo del Instituto de la Democracia publicado la semana pasada muestra que Bolsonaro está estancado en las encuestas desde hace semanas porque el nivel de rechazo que genera es mucho mayor que el que genera Lula. Un 37% de los encuestados no votaría de ninguna manera por el actual presidente.
Es decir que el antibolsonarismo será una de las principales variables determinantes del resultado de mañana. Eso mismo sucedió en 2018, pero a la inversa. El antilulismo y el antipetismo, alimentados por la estela de corrupción que había cubierto al PT y a las administraciones de Lula, ayudaron a Bolsonaro a convertirse, hace cuatro años, en un presidente inesperado.
“Hay un voto importante que vota en contra de Bolsonaro pese a sus aprehensiones. Mucha de esa gente va a hacer después oposición de a Lula”, opina Miguel Lago.
El riesgo de que los brasileños no voten por alguien sino en contra de alguien es caer en opciones poco constructivas que, eventualmente, desemboquen en más “fatiga democrática”.
"A Lula, si gana, no le va a resultar fácil gobernar. Va a decepcionar a muchos y lo van a atacar"
Para poder ganar hoy o el 30 de octubre, Lula se convirtió en el conductor de un frente de actores muy diferentes unidos por el rechazo a Bolsonaro y sus amenazas democráticas. ¿Podrá el expresidente conciliar tantas aspiraciones diversas si es elegido? ¿Cómo, por ejemplo, se convertirá en aliado del sector del agro, al que cortejó insistentemente, si, a la vez, tiene una sociedad histórica con el Movimiento de los Sin Tierra? ¿Cómo podrá deshacerse de las suspicacias de quienes no votaron al PT en 2018 por los escándalos de corrupción pero sí lo harán ahora?
“A Lula, si gana, no le va a resultar fácil gobernar. Va a decepcionar a muchos y lo van a atacar”, advierte Mariana Llanos.
El expresidente fue siempre un hábil político, pero su desafío es gigante. Y el peligro latente es el de un nuevo ciclo de desencanto que debilite tanto a la democracia como la mamushka de problemas irresueltos.
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