Los testimonios de terror de refugiados que huyeron de los alrededores de Kherson: “Ya hay desaparecidos”
Tuvieron que huir de la única gran ciudad tomada por los rusos, desconocen el estado de sus casas y temen por sus familiares que quedaron en el lugar; los niños refugiados parecen no darse cuenta de la realidad que les toca vivir
MYKOLAIV.- Ludmila, pañuelo estilo campesino en la cabeza, una marca en la mejilla que enseguida dice que no tiene que ver con la guerra, es una de los 66 refugiados que viven en un internado de esta ciudad del sur de Ucrania.
Los refugiados llegaron de pueblos rurales cercanos a la ciudad de Kherson -la única grande tomada por los rusos al comienzo de la invasión- que quedaron en medio del fuego cruzado. Todos desconocen si sus casas aún siguen en pie, o no, y tienen relatos de terror, que recuerdan los testimonios ya oídos en Bucha, Irpin, Borodyanka y demás localidades al norte de Kiev donde, ya no hay dudas, los rusos cometieron crímenes de guerra, como concluyeron diversos organismos internacionales.
“Espero en una victoria de Ucrania porque los rusos nunca combatieron contra nuestros soldados. Combatieron contra civiles desarmados e inocentes”, clama Ludmila, que solía vivir apaciblemente en Olexandrivka, que queda unos 40 kilómetros al sur de esta ciudad y a 35 de Kherson. “Los rusos arrasaron las casas con sus tanques, las saquearon, se llevaron cosas, pero, sobre todo, mataron a hombres, mujeres, ancianos y niños que intentaban escapar en sus autos del pueblo, o que se asomaban por la ventana o salían de sus refugios para conseguir algo de comida”, denuncia Ludmila, que ahora vive en el tercer piso de una escuela-orfanato ahora semi-vacía, que en tiempos normales le daba enseñanza a unos 600 alumnos.
Con una mirada llena de terror, Ludmila, que dice desconocer si hubo violaciones de mujeres, cuenta que su hijo de 34 años está en Kherson. Se trata de la única ciudad grande tomada por los rusos, donde ya flamean las banderas rusas y donde, desde el primero de mayo pasado, pasaron a utilizarse rublos, aunque, como no hay suficientes, aún también se usa la grivna ucraniana. Si bien al principio los habitantes de Kherson organizaron algunas manifestaciones de protesta contra los invasores, estas fueron reprimidas. Y se habla de la realización de un referéndum, en breve, para que sus habitantes decidan si quieren pertenecer a una autoproclamada República Autónoma prorrusa. Algo que sería una consulta-farsa similar a la que tuvo lugar en Crimea.
“Mi hijo nunca pudo escaparse de Kherson porque la ciudad está totalmente cerrada y mi gran temor es que se lo lleven a Crimea”, dice Ludmila, asustada. La península de Crimea, anexada por Rusia en 2014, después de la rebelión de EuroMaidan que destituyó al presidente ucraniano prorruso Viktor Yanukovich, queda a unos 100 kilómetros al sur de Kherson.
“Sé que muchos varones fueron secuestrados, llevados a Crimea y fueron forzados a sumarse al ejército ruso. Sé que ellos van a las casas y uno no puede hacer nada: si se niega, es de todos modos arrestado, tomado prisionero”, acusa. “No quiero que mi hijo termine en el ejército ruso y por eso le recomendé que se quedara tranquilo sentado en casa, que no saliera”, lloriquea. “Sé que si los rusos descubren que alguien es activista ucraniano o tiene una bandera ucraniana en Facebook o algo por el estilo, los rusos directamente los agarran y ya hay desaparecidos”, dispara. Por supuesto Ludmila prefiere no decir el nombre de su hijo para protegerlo.
La escuchan atentamente Leana y Tamila, dos hermanas de 33 y 30 años que son sus vecinas de cuarto y madres de Karina, Nazar, Olga, Viktoria y Dimitro, chiquitos de edades que van desde los 9 meses hasta los 5 años que juguetean y que, por suerte, parecen no darse cuenta de la triste realidad que les está tocando vivir. Todos ellos, que viven en una habitación con tres camas marineras, se escaparon hace un mes de Blahodatne, otro pueblito que se levanta entre Kherson y Mykolaiv que quedó en medio del frente de batalla entre los ucranianos y los rusos.
“Nos fuimos el 28 de marzo, cuando nos dimos cuenta de que ya era demasiado peligroso, que nuestra casa se había vuelto la línea del frente”, cuentan las dos hermanas. “El primer mes nos la pasamos viviendo bajo tierra, en el subsuelo, pero después nos dimos cuenta de que teníamos que irnos y unos amigos nos llevaron en su auto”, agregan.
Ambas amas de casa, Leana y Tamila no saben si su casa quedó en pie, o no. Pero sí saben que hay mucha destrucción en su pueblo, como muestran en un video que guardan en su celular. “Nadie sabe qué pasa. Hay quien dice que siguen disparando, algunos dicen que Blahodatne está totalmente destruido, otros que algunas casas resistieron”, lamentan. “Esperamos volver, pero sabemos que ahora es imposible. Mi suegra que vive en otro pueblo me dijo que todavía oye bombardeos todos los días”, dice Leana, cuyo marido, como la mayoría de los hombres, está combatiendo en el ejército ucraniano.
Mientras hablamos Nazar, uno de los chicos, se trepa a una de las camas marineras. Sobre el colchón hay muchísimos peluches acomodados en fila, pero prefiere jugar con una motito de plástico.
Como la mayoría de los más de 7 millones de desplazados internos de Ucrania, Leana y Tamila dicen que no quieren irse al exterior. “Ucrania es nuestro país y queremos quedarnos acá”, aseguran. Como representando lo que se está hablando Karina, una de las niñas, flamea una bandera amarilla y celeste, con los colores patrios.
También un hermano de Leana y Tamila se encuentra atrapado en Kherson. “Hablamos con él de vez en cuando por teléfono, dice que está bien, pero no puede contarnos mucho, ahí, bajo los rusos, ya no hay libertad de expresión... Pero es claro que los rusos no son muy buenos amigos”, dicen.
Aunque no hay agua corriente desde hace casi un mes en Mykolaiv, algo duro para dos madres que tienen chicos muy chicos, las dos hermanas de todos modos se las arreglan con la que puede buscarse en los camiones cisternas. Como todos, ellas tampoco se quejan. “Después del infierno que vivimos en Blahodatne, cuando las bombas caían sobre nuestra cabeza, la falta de agua es lo de menos. Y las sirenas que se la pasan sonando y los misiles que disparan hacia acá, tampoco son comparables... Así que estamos bien y mucho mejor acá”, aseguran.
A las 13.30 suena, por enésima vez, una alarma. Nadie se inmuta en el internado, los chicos siguen jugueteando mientras los filmo y saco fotos. Nazar, que se acostó panza abajo sobre un banco de madera, cierra los ojos y se tapa con las dos manos los oídos. Es su forma de gritar: por favor, paren, basta de guerra.