Los sobrevivientes del Donbass: viven bajo tierra en sótanos o en poblados arrasados por los rusos
En la zona en disputa aun bajo control ucraniano, algunos resisten la ocupación escondidos desde hace un año; “nuestras casas están destruidas, no sabemos qué va a pasar al minuto siguiente”
ROMANIVKA, Donbass.- La palidez de Nastia, de 15 años y de su hermano Denis, de 10, impresiona. Son dos chicos de la guerra, con rostro sufrido y una piel blanquísima. Viven bajo tierra desde mayo pasado en un sótano de una casa derruida de uno de los tantos poblados rurales desolados del Donbass, humildes dachas con techo a doble agua, que fueron devastadas por los bombardeos rusos. Son áreas hoy abandonadas, desiertas, donde el silencio es sólo roto por el viento y el estruendo de la batalla a lo lejos, donde quedan sólo sobrevivientes.
Romanivka queda treinta kilómetros al norte de la ciudad de Donetsk, capital de una de las regiones anexadas por Vladimir Putin el año pasado. Desde 2014, cuando Rusia comenzó a invadir el Donbass alentando a fuerzas separatistas, nunca más hubo paz en Romanivka, cuyos doscientos habitantes vivían del campo y de los animales.
El sótano donde viven desde mayo pasado Nastia -diminutivo de Anastasia- y Denis se encuentra en el subsuelo de lo que era la Casa de la Cultura del pueblo, que fue bombardeada por los rusos justamente al comienzo de esa guerra de baja intensidad que comenzó en 2014 en el Donbass, en medio de la indiferencia del mundo. El conflicto pasó a las primeras planas hace un año con la “operación especial” lanzada por el autócrata del Kremlin para supuestamente proteger de los nazis a los habitantes del Donbass. Su decisión cambió dramáticamente al mundo.
El sótano donde viven los pálidos Nastia y Denis se encuentra en las entrañas de un edificio derruido. Son apenas unos diez metros cuadrados, pero es un lugar considerado seguro, muy resistente, tipo búnker, porque se trata de una construcción de la era soviética, cuando se temía, como ahora, una conflagración nuclear. Aunque afuera el termómetro marca cero grados, alrededor está todo nevado y hace frío, el sótano donde Nastia y Denis viven con su mamá y otras vecinas del poblado, es confortable. Tienen calefacción, internet y hasta televisión.
Se ven varios colchones amontonados, mantas, almohadas, ya que de noche allí llega a haber diez personas durmiendo. Las paredes están tapizadas con alfombras sobre las que sobresalen imágenes de Cristo y la Virgen. Hay un televisor prendido en un canal ucraniano, estufa eléctrica, estufa a carbón y los dos chicos muestran la computadora con la que suelen seguir las clases de forma remota y hacen sus deberes.
Fue Nastia, nos dicen, la “genia” que logró armar la red que les permite todo eso y que logró construir y poner en funcionamiento una antena. Otra demostración de su instinto de supervivencia.
En el sótano estos sobrevivientes del castigado Donbass -epicentro de la guerra hoy global que cumple un año- reciben a los periodistas no sólo con una sonrisa, sino con una mesa llena de comida como para una fiesta: pepinos, queso, salame, unos panqueques tradicionales cocinados ahí mismo y té caliente. Es así la hospitalidad ucraniana, explican, más aún esta semana que celebran una festividad ortodoxa. Y hay que obedecer, dicen las mujeres más ancianas.
Anna, la mamá de Nastia y Denis, de 37 años, es la adulta más joven del sótano. Es madre soltera y la acompañan en esto de vivir bajo tierra desde hace diez meses Tatiana, de 65, Luba, de 75, Olena, de 70 y sus maridos, que llegarán de noche. No son parientes, sino amigas. Fue el destino que las juntó ahí abajo. “Ahora somos como una familia”, dicen, riendo. También los acompañan dos gatitos color gris y afuera, un perro.
Aunque la tele está prendida, ante una pregunta de la corresponsal venida de la Argentina -algo que las sorprende-, dicen que no vieron hoy el esperado discurso de dos horas de Vladimir Putin. “No nos interesa. Eso es pura propaganda, él no es bueno para nosotros. ¿Por qué mata la gente, bombardea nuestras casas, las escuelas, destruye hospitales? ¿Qué culpa tenemos nosotros? ¿Qué tenemos que ver? Es todo política, pero somos nosotros, la gente, los que sufrimos”, denuncia Tatiana, las más locuaz.
“Estamos cansados de esta guerra, no queremos más esta guerra… Nuestras casas están destruidas, no sabemos qué va a pasar al minuto siguiente, no podemos planear el día de mañana porque no sabemos qué podrá pasar, todas las noches bombardean y hasta aquí abajo se sienten los estruendos”, agrega, gesticulando.
“Queremos paz, pero no creemos que la guerra pueda terminar pronto”, aporta Anna, la mamá de los chicos, también de rostro pálido. “Estamos cansados de esta situación, yo perdí mi trabajo cuando comenzó la guerra el 24 de febrero, mis chicos no van a la escuela, no reciben una buena educación en forma remota y es un desastre”, lamenta.
Ante los periodistas, aprovechan para agradecer la inmensa ayuda humanitaria que está llegando de Europa y de otros países, que les permite sobrevivir ahí abajo, en las entrañas de la tierra que usualmente labraban.
Cuando les pregunto si se sienten ucranianas o rusas, contestan en coro que ucranianas. “Nacimos en Ucrania, tenemos sangre ucraniana, mi abuelo nació acá, en Romanivka, y era ucraniano”, contesta Tatiana, combativa.
La vida en Kalynova
Unos kilómetros más al sur, después de atravesar un camino donde tampoco hay nadie, desolado, en medio de un campo nevado desde el que se nota una laguna helada, llegamos a Kalynova. Es otro pueblo arrasado, muy cercano a la localidad de Adviidka, donde se libraron batalles feroces hace un año y en julio, que está ahora bajo una zona militar. Allí también quedan sobrevivientes.
Hay unos soldados ucranianos que, junto a un mecánico, Bogdan, ocultos detrás de unos árboles, están arreglando un viejo blindado soviético. “Es un BPM01 de la década de 1960″, dice Vasil. Aunque se oyen a lo lejos estruendos, los militares no están tensos. Hasta quieren sacarse fotos cuando le decimos que venimos de la Argentina. Unos metros más allá está Olga, mujer valiente de 45 años que vive sola en una casa con ventanas con lonas de plástico. Sus dos hijos están en Dnipro y su marido en el ejército. Sobrevive sin electricidad, sin agua, desde mayo pasado. “Tengo una vaca”, bromea. “¿Si vi el discurso de Putin? No, no me importa. En todo caso, lo escucharé por la radio”. ¿Por qué se quedó? “Estoy en mi tierra, son los rusos los que se tienen que ir, no yo”.