Alfonso, apodado “el paisa”, cuenta en primera persona los puntos en común entre los dos países, a los que define como “primos hermanos”
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“Somos pueblos hospitalarios, de gente muy amable”. Es domingo en la tarde en el Mercado Medellín de la Ciudad de México y Alfonso, a quien apodan “el paisa”, me dice que Colombia y México son “primos hermanos”.
El tendero es mexicano, pero le llaman “el paisa”, que es como en Colombia les decimos a los oriundos de Antioquia. Aunque en México también es común para hablar de “paisano”. Y Alfonso ni antioqueño ni paisano, que es campesino, sino dueño de una tienda de objetos colombianos en un punto neurálgico, turístico, de la capital mexicana.
Vende arequipe y bocadillos y demás golosinas colombianas. Tiene lulo y granadilla y demás frutas insignes colombianas. Hay banderas y uniformes de la selección Colombia. Y afuera, en la calle Medellín, se ven comercios de “fajas levantacola” y salones de uñas, establecimientos típicos de colombianos. Esto es, parece, lo más cerca de Colombia que me voy a sentir en México. Y ni tanto: este mercado es tan colombiano como latinoamericano, porque también venden harina PAN para los venezolanos y ají amarillo para los peruanos y congrí para los cubanos.
Pero, Alfonso tiene un punto, el mismo me plantearon una y otra vez desde que llegué a México, hace un mes, como corresponsal colombiano de BBC Mundo: que nos parecemos. Que la gente, la geografía y la historia son similares. Por décadas ambos países vieron al otro como inspiración cultural: la cumbia colombiana es una institución en México, y en Colombia las películas mexicanas, así como el Chavo del 8, fueron por décadas fuente de entretenimiento.
En Bogotá, para dar otro ejemplo, hay una Plaza Garibaldi que acoge a los mariachis, y en Ciudad de México es fácil toparse con imágenes de Karol G, de Gabriel García Márquez, de actores y actrices colombianos. Las conexiones están a la vista, pues, pero la pregunta es si somos similares. Entonces me puse a pensarlo, y recogí estas notas.
Semejanzas aparentes
Quizá lo más interesante es que la recurrencia de esta comparación no pasa por el tema que uno podría esperar: el narcotráfico. Pasa, en realidad, por la idiosincrasia. Que sí, en efecto, si vamos a generalizar podemos decir son pueblos destacados por serviciales, trabajadores y corteses. “Somos gente que te atiende como hermano así no te conozca”, dice Alfonso.
Mexicanos y colombianos emigraron al mundo por razones distintas, pero casi siempre con un resultado común: el beneplácito de sus patrones en el exterior, que se precian de la eficacia y el esmero de sus trabajadores hasta altas horas de la noche. La comparación no pasa por el narco, decía, pero eventualmente llega ahí. “Y nos ha tocado la cosa de la droga”, añade “el paisa”.
Cada vez que entablo la conversación sobre el narco con un mexicano eventualmente surge el comentario: “Como en Colombia, ¿verdad?”. Y sí, allá también esa industria ilegal cooptó tres elementos fundamentales de la vida nacional: la economía, la política y la cultura popular. Y enseguida surge el otro actor clave de la historia: Estados Unidos. Porque estos países, más que ningún otro, fueron laboratorios de la guerra contra las drogas. Quizá por razones diferentes: México por su cercanía, Colombia por la complicidad histórica de sus élites con Washington.
Pero, en ambos el narcotráfico hizo mella, con su saldo en víctimas y desaparecidos, el trauma psicológico de una violencia cruda y el deterioro de las instituciones civiles.
Pero, las dinámicas del narco se dieron de manera distinta: Colombia es, en general, país productor y México, más bien, país distribuidor. Pero en los dos esta industria fue un mecanismo eficiente que muchos ciudadanos encontraron para escalar socialmente en economías dominadas por élites tradicionales, familiares y blancas. Porque esa es otra similitud aparente entre mexicanos y colombianos: la desigualdad. Que se replica en toda América Latina, pero que en estos dos generó, añadido el racismo y la corrupción, una enorme distancia de clases. Eso que genera, también, el servilismo que celebraba Alfonso, “el paisa”: la cultura del servicio detrás de expresiones como “mande” en México y “sumercé” en Colombia.
Una distancia de clases que es, también, distancia espacial. Porque en ambos países hay regiones desarrolladas, educadas y articuladas (en México el centro y el norte y en Colombia el centro) y regiones pobres, excluidas y desconectadas (en México el sur y en Colombia las periferias).
Lo que me lleva a pensar el tema geográfico: México y Colombia comparten la condición de estar en la esquina de un continente, lo que genera grandes flujos migratorios; tienen acceso a dos océanos y una cadena montañosa que atraviesa el centro del país. “Y ahora, además, tenemos presidentes parecidos”, añade el amigo Alfonso, con una risa irónica de quien pone el tema, pero no lo quiere abordar
Y en efecto: Gustavo Petro y Andrés Manuel López Obrador representan una ruptura similar con el orden conservador que gobernó por décadas estos países. Sin embargo, el desempeño de cada uno, y al parecer sus resultados, son distintos. Pero, para abordar el tema espinoso que Alfonso no quiso —la política—, vale la pena pensar en las diferencias de fondo entre México y Colombia.
Diferencias de fondo
Marco Palacios es quizá uno de los historiadores vivos más importantes de Colombia. Está por cumplir los 80 años y lleva 30 en México, siendo profesor del Colegio de México, una universidad pública especializada en ciencias sociales. Es tan colombiano como mexicano y tan mexicano como colombiano.
Con la vista del majestuoso edificio de concreto del Colegio detrás suyo, Palacios habla de esa institución —de su biblioteca considerada la más grande América Latina— como un ejemplo de las diferencias entre México y Colombia. “La educación pública en México, después de la Revolución, fue un vector de nacionalismo muy fuerte que logró crear una clase media más o menos estable e infundió una idea de país más o menos homogénea”, me dice. “Eso, en Colombia, es imposible de pensar”.
Y lo es porque —añade Palacios— “en Colombia las grandes pugnas que definen el país siguen sin resolverse”.
Colombia no definió elementos clave de su modelo de nación que México sí, hace un siglo, durante la Revolución: el rol de la Iglesia y el sector privado en la educación, la economía y la política en Colombia siguen en pugna, por ejemplo, a pesar de que una Constitución laica quiso saldar ese debate en 1991. Tampoco está claro si es un país centralista, como dice el papel, o federal, como ocurre en la práctica.
Colombia, me dice Palacios, “es el país de los empates, mientras que en México las victorias en política se ganan en serio, sin medias tintas, y acá ganaron los liberales”.
La Revolución Mexicana (1910) derivó —como parece sugerir el consenso— en un monstruo estatal clientelista y corrupto que contradijo sus principios, pero no se le puede negar que generó un precedente, hoy aprovechado por muchos políticos, de construcción de nación desde el Estado; un sentimiento de identidad nacional profundo y vivo que en Colombia escasea.
La falta de resoluciones nacionales hace que Colombia, según Palacios, sea “más difícil de gobernar que México”, un país dos veces más grande y poblado, además de federal. Entonces cualquiera que vaya a hacer cambios, como Petro, tendrá menos poder y margen de maniobra, como sí ha tenido AMLO en el Gobierno que pronto acaba.
México, es decir, le lleva décadas a Colombia en materia de reforma agraria, otorgamiento de derechos y educación pública para las mayorías. Es, con todo y sus enormes problemas, una democracia curtida, adulta, mientras que la colombiana apenas superó la adolescencia.
Y le lleva décadas en la construcción de democracia porque, en parte, le lleva siglos en la construcción de nación: los mexicanos, a diferencia de los colombianos, han tenido la oportunidad de pensarse en grande, como país y como civilización. Primero, por el legado que dejó un imperio prehispánico estructurado, desarrollado y lleno de cultura que hoy está vigente en la comida, la arquitectura y la infraestructura. Y segundo a través de la Revolución.
Colombia, en cambio, casi no pudo pensarse como una sola nación: desde antes de la conquista era un espacio de pequeños nichos, pequeños grupos quizá desarrollados y llenos de cultura, pero no articulados, mucho menos en formato imperio. Y esa condición de país fragmentado se mantiene. No es en vano la famosa teoría, quizá exagerada, pero ilustrativa, de que “lo único que une a los colombianos es la Selección Colombia”. Porque cada región se desarrolló a su forma, económica y culturalmente, con sus propios símbolos locales, que no nacionales. “¡Que viva México!”, se escucha cada tanto en la Ciudad de México. Lo pregonan organilleros, músicos y peatones. No se me ocurre una situación así en Colombia.
*Por Daniel Pardo
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