Un corresponsal de la BBC habló con Volodymyr y Valentyna en una estación en Leópolis, cuando trataban de salir de su país ante la invasión ordenada por Vladimir Putin
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Muchos de los que huyen de la guerra en Ucrania crecieron en este país de Europa del este cuando era parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Fergal Keane, corresponsal de la BBC, conoció a dos miembros de esa generación en una estación de tren en Leópolis, al oeste del país, cuando intentaban escapar del conflicto iniciado por el presidente Vladimir Putin el pasado 24 de febrero.
Una de estas personas es Volodymyr Dehtyarov, quien era soldado del bloque comunista. Estuvo destacado durante la invasión rusa de Afganistán, que se extendió entre 1979 y 1989. Pelear allí significaba que los soldados se cuidaban unos a otros. Nadie más importaba. Los hombres recibían órdenes y luchaban. Dehtyarov no sabía en aquel entonces que la misión de salvar al régimen pro-Moscú en Kabul estaba condenada al fracaso.
“Nos dieron nuestras órdenes y cumplimos con nuestro deber”, dice. El ahora anciano hace una larga fila en la estación de tren de Leópolis esperando a ser evacuado a Polonia junto con su hija, su nuera y cuatro de sus nietos. Su hijo y un nieto con autismo tuvieron que quedarse en Mykolaiv, al sur de Ucrania.
En sus fotografías en blanco y negro de esa otra guerra, el fondo está blanqueado por la fuerte luz del sol. En la imagen se muestra confiado, con el arma en sus brazos. Las fotos, como su medalla de servicio, son recuerdos de una época de poder. Pero el Ejército Rojo se fue hace mucho tiempo. Y esta nueva guerra rompió su amistad con los veteranos rusos con los que una vez luchó.
“Ya no nos hablamos”, dice. Volodymyr se retiró del ejército con el rango de teniente coronel. Comentó que es consciente de que el gobierno ruso afirma que Ucrania está dirigida por nazis y fascistas. Cuando le pregunto qué piensa de esas etiquetas, se ríe. Es una risa larga y amarga, y agita su brazo hacia la multitud de mujeres, niños y ancianos en la fila a su alrededor.
“Esa es una pregunta. ¿Aquí? ¿Nazis? ¿Fascistas? ¿Estas personas? Chicos, ¿de qué están hablando? ¿Estos no son fascistas o nazis? Mírenlos. Son ucranianos. Es simple”. El veterano aborda un tren a Polonia con su familia. Esperaba ir al oeste y adentrarse en la Unión Europea. Como todos los demás aquí, no tiene idea de cuánto durará el exilio.
“Me voy y eso es todo”
En el mismo lugar, pero sola, se encuentra Valentyna Malyshkina, de 82 años, residente de Krivói Rog, en el centro de Ucrania. Tiene un papel en la mano en el que está escrito el número de teléfono de su hija.
Explica que no tiene un teléfono móvil, pero espera pedir uno prestado a algún voluntario cuando llegue a Polonia. ¿Adónde iba exactamente? No sabe. ¿Alguien la conocería? No estaba al tanto de que alguien la conozca en Polonia. Pero dice que los voluntarios fueron amables. Le dieron un poco de comida.
Cuando le subió la presión arterial y se sintió mareada le dieron una pastilla para aliviar sus síntomas. Una persona le buscó una silla mientras esperaba. Cada vez que la cola avanza, alguien la ayuda a ponerse de pie y continuar.
“No sé nada. Me voy y eso es todo”, afirma. “Espero que haya gente buena. Eso es todo. Creo que no me quedaré atrás”. La recepción que recibieron los refugiados en Polonia sugiere que Valentyna tiene razón. Habrá acogida y consuelo para la anciana a medida que avanza en ese paisaje desconocido durante la novena década de su vida.
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