Los herederos de la casa de David
Por Narciso Binayán Carmona
El escritor Israel Zangwill (1864-1926) lo comparó con "un rey asirio. Todos sintieron que había en él algo majestuoso, algo misterioso que los atrajo y cautivó".
Era en Basilea, en el casino municipal, en la mañana del domingo 29 de agosto de 1897, y la ocasión, una de las más importantes en la milenaria historia del judaísmo: la apertura del Primer Congreso Sionista.
Instigados por el vigor de El Estado Judío, una solución moderna para la cuestión judía, que el periodista y escritor Theodor Herzl (1860-1904) había publicado el año anterior, y por el entusiasmo arrollador que pudo y supo despertar en su pueblo perseguido, se habían reunido 197 delegados. Luego, en su diario, escribió: "En Basilea fundé el Estado Judío".
Otro de sus seguidores, el escritor Ben Ami, escribió emocionado al entrar Herzl en la sala: "No es aquél el doctor Herzl que conozco y con quien conversé anoche mismo. Ante nosotros aparece una maravillosa y augusta figura de rey... un descendiente real de David, en la grandeza y la hermosura que en torno de él han ido tejiendo la fantasía y la leyenda. Todo el mundo está conmovido, cual si se hubiera operado un milagro histórico... El sueño que nuestro pueblo estaba soñando desde hacía dos mil años parecía que iba a cumplirse... Una necesidad interior me impulsó a gritar: ¡ Viva el rey !".
Más sombríamente, Itzjak Grinboim, en su Historia del movimiento sionista , I, Págs. 126-127, dice que "cada una de sus palabras estaba pesada y medida. Parecía el discurso del trono", es decir, del rey. Pero allí ya, en medio de la euforia, no dijo "ni una sola palabra sobre la verdadera finalidad, es decir, el Estado Judío. Se empeñó en tranquilizar a la opinión pública y los círculos gobernantes turcos, que contemplaban con recelo el nuevo movimiento, ya que suponían que el sionismo quería introducir en Turquía un nuevo problema nacional, similar al de los armenios, los macedonios, los griegos y los árabes; problemas harto difíciles de los cuales Turquía no podía deshacerse".
Es decir que ya en ese momento, en su gestación más inicial, Israel arrastró una seria contradicción: Herzl mencionó al sultán turco, pero no dijo una palabra sobre los árabes que habitaban entonces el viejo "país de los judíos".
Antes había escrito: "Considero la monarquía democrática y la república aristocrática como las formas de gobierno más perfectas... Soy partidario por convicción de las instituciones monárquicas... Mas nuestra historia ha quedado interrumpida por tan largo tiempo que ya no podemos restaurar la monarquía. El sólo intentarlo caería bajo la maldición del ridículo". ( El Estado Judío , Págs. 105-106). De hecho, nunca lo propuso, pero las burlas cayeron sobre él y su brazo derecho, Max Nordau (1849-1923), llamados a veces uno u otro como "rey" y "primer ministro" alternadamente en caricaturas y escritos.
El pedido
Pero no siempre había sido así. Más de tres mil años atrás, los "ancianos de Israel", los jefes de las tribus, pidieron al juez Samuel: "Desígnanos a un rey para que nos gobierne como lo tienen todos los pueblos" ( Biblia, Samuel I, Cap. 8, Vers. 5).
El elegido fue Saúl (1044-1029 AC) y lo sucedió David (1029-974 AC), en cuya descendencia quedó la corona definitivamente. Caída Jerusalén (586), el rey cautivo fue llevado a Babilonia y allí sus descendientes gobernaron la judería local con gran autoridad y fueron reconocidos por toda la diáspora. Su título era rash galuta, o jefe de la cautividad (la diáspora), y duraron hasta hace unos mil años.
Pero no debería olvidarse de que Nordau era de la gran casa sevillana de Abrabanel, descendiente de David (lo señaló rabí Isaac de Lucena hace mil años), o sea, un posible "precandidato" al trono. Y también que merced a dos casamientos -el de la princesa judía Sushandujt (siglo IV) con el emperador persa, y el de su descendiente, la princesa persa Sharbanu, con Hussein, nieto de Mahoma- la sangre de los reyes cautivos pasó a casi toda la descendencia del profeta musulmán.
La opción monárquica
Por tanto, cuando en 1948 Abdullah de Transjordania fue proclamado rey de Palestina en Jericó, fue restaurada, en cierta forma, la casa de David. ¿Lo habrá recordado alguien? Curiosamente, pequeños sectores judíos que rechazan por razones religiosas el Estado de Israel reconocieron a Abdullah y a su familia como soberanos, al menos hasta 1967.
Hoy, cuando la victoria más probable de Sharon en las elecciones de mañana traiga tal vez más conflictos, es legítimo preguntarse: ¿no habrá errado Herzl al descartar la monarquía? El mismo señaló "el útil contrapeso de un monarca" y la tendencia de las masas "a adherir a cualquier opinión equivocada, a simpatizar con cualquier vocinglero". Es más: en 1897 dijo con dramática ingenuidad:"No cometeremos la torpeza de ofender a nadie. Esto se manifestará en el desarrollo del programa del sionismo (...) en beneficio de los desdichados, en honor de todos los judíos y digno de su pasado".
Sólo que no tomó en cuenta a sus hermanos de raza, los árabes. Y una firma de simple compromiso no solucionará ningún problema. Ni tampoco una victoria aplastante en una enésima guerra (preludio de otras).