Los dictadores árabes caen, pero los militares obstaculizan la democracia
Como en otros países, los recientes golpes en Argelia y Sudán evidencian que las Fuerzas Armadas son otra amenaza contra los deseos de cambio en la región
TÚNEZ.- En parte de la prensa occidental se puso de moda definir como "invierno islamista" el momento marcado por el ascenso electoral de partidos islamistas en las primeras elecciones posteriores a las llamadas "primaveras árabes". En Túnez, Egipto y Libia, las fuerzas islamistas fueron las vencedoras en las urnas en los albores del experimento posrevolucionario.
El concepto reflejaba fielmente la aprensión de las cancillerías occidentales hacia los movimientos islamistas, incluidos aquellos moderados y con vocación institucional. Sin embargo, con la distancia de los ocho años pasados de aquel 2011 inconformista, parece evidente que el verdadero "invierno", la verdadera amenaza contra el proceso de democratización, vestía uniforme militar. Y Argelia y Sudán podrían terminar representando nuevos ejemplos de esta situación.
Si un actor de los factores de poder ha conseguido ser hegemónico en el mundo árabe desde las independencias, sobre todo en los Estados constituidos en repúblicas, ha sido el Ejército. En algunos lugares, como Argelia, fue el resultado de una liberación nacional conseguida a través de una sangrienta guerra. En otros, como Egipto, la hegemonía militar se construyó sobre una institución robusta creada por la potencia colonial para sofocar los levantamientos nacionalistas o para asegurar el control de los puntos geoestratégicos claves.
El hecho de que muchos países fueran heterogéneos étnicamente, sin una identidad nacional propia, o bien sintieran como un trauma sus derrotas frente a Israel dificultó la instauración de regímenes democráticos y facilitó la creación de Estados pretorianos.
Unas pocas décadas después del ocaso colonial, la mayoría de las naciones árabes eran gobernadas por dictadores militares: Saddam Hussein, en Irak; Hafez al-Assad, en Siria; Gamal Nasser, Anwar el-Sadat o Hosni Mubarak, en Egipto. En algunos casos, esos regímenes evolucionaron hacia sistemas más personalistas, en los que las Fuerzas Armadas como estamento fueron perdiendo peso en la escena política.
El caso del Egipto de Mubarak es paradigmático. Poco antes del levantamiento de la Plaza Tahrir, el "raïs" preparaba una sucesión dinástica a través de su hijo Gamal, que ni tan siquiera había pasado por una academia militar.
Así las cosas, no es de extrañar que cuando los jóvenes árabes se rebelaron contra unos sistemas que no aportaban ni pan ni libertad y solo beneficiaban a una reducida elite los Ejércitos se desmarcaran de los presidentes y se arrogaran el rol de canalizar las demandas populares. En Túnez y Egipto, fueron los militares quienes abrieron la puerta de salida a Zine El Abidine Ben Ali y Mubarak, respectivamente.
Pero, en general, es posible decir que las elites militares han sido las principales ganadoras de las revueltas, quizá porque no solo eran el actor con mayor capacidad coercitiva, sino también por su cohesión frente unos movimientos opositores mucho más magmáticos que sólidos. Egipto o Siria son ahora unas dictaduras con un mayor sello militar que antes de 2011, y el general Jalifa Haftar pretende hacer lo propio en Libia.
Vistos estos antecedentes, no es de extrañar que en Argelia o Sudán, que están experimentando también unas movilizaciones populares ejemplares, la cúpula militar esté intentando aplicar el mismo manual que sus colegas en países vecinos.
El ministro de Defensa sudanés, Ahmed Ibn Auf, proclamó la "caída del régimen" al anunciar el derrocamiento del presidente Omar al-Bashir, como si él mismo no formara parte del corazón del sistema. El mismo ejercicio de travestismo prueba el jefe del Estado Mayor argelino, Ahmed Gaid Salah, que calificó de "una mafia" al clan del expresidente Abdelaziz Buteflika? tan solo un mes después de haber defendido a capa y espada la reelección del "raïs" catatónico.
Pero si los regímenes han aprendido las lecciones de los últimos años de vaivenes políticos en la región, también lo hicieron los activistas. No parece que los argelinos o sudaneses se vayan a dejar engatusar. En ambos países, una brevísima luna de miel entre la calle y las Fuerzas Armadas puede dar pie a un agrio divorcio. Los militares quieren tutelar un proceso de transición que podría desembocar en una nueva versión del antiguo orden con alguna cara nueva, en lugar de una democracia pluripartidista, como pide la oposición. Las cancillerías occidentales harían bien también en sacar sus propias conclusiones de la evolución de la región.
Si algo muestra el Egipto de Abdelfatah Al-Sisi es que una dictadura militar puede generar más violencia de la que dice querer atajar. Quien busque la estabilidad en el mundo árabe antes la encontrará en una democracia convulsa que en una engañosa "pax militar".