Los contrastes de Lviv, una ciudad que intenta llevar una vida normal entre relatos escalofriantes de la guerra
A pesar de la guerra y los ataques aéreos, los habitantes de Lviv intentan llevar una vida normal, mientras enfrentan las secuelas de la guerra con una creciente afluencia de turistas, amputados y desplazados internos
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LVIV, Ucrania.- “Sabemos que la situación en varias regiones aún es compleja, pero confiamos en nuestras fuerzas militares y, mientras tanto, tratamos de llevar una vida lo más normal posible”, le dice a LA NACION la ucraniana Anna Bordachuk, de 27 años, que vive en Lviv, la principal ciudad del oeste del país que en el inicio de la invasión rusa, en 2022, se convirtió en la “capital de los refugiados” y puerta de salida de miles de personas a Polonia, y que hoy está marcada por los contrastes.
El frente de batalla es visto por muchos como algo muy lejano en esta ciudad, reconocida por su arquitectura austro-húngara e iglesias de cúpulas verdes y doradas: mil kilómetros separan a Lviv de Kharkiv, en el nordeste, uno de los principales focos de la ofensiva de Moscú, que solo el domingo dejó 11 muertos. Los bares y restaurantes del centro histórico están llenos; los comercios, abiertos hasta la noche, mientras muchos aprovechan a pasear bajo el sol primaveral y comprar flores, y otros se divierten en una fiesta de música electrónica que dura casi hasta la medianoche, cuando empieza un estricto toque de queda en todo el país por la ley marcial.
Tras una madrugada con dos sirenas puntuales, a las 3 y las 5, por alertas de ataques con drones rusos en la región, la ciudad –casi sin presencia militar en las calles– recupera un ritmo matinal que nada hace pensar en un territorio en guerra.
Incluso, aún en medio de la invasión, Lviv recuperó parte del turismo de sus épocas doradas, con ucranianos que buscan un poco de respiro entre tanta angustia y extranjeros que llegan por la frontera con Polonia, a poco más de una hora en auto, para “vivir la experiencia ucraniana” en conflicto, aunque el frente de batalla esté muy lejos. “Todo ese movimiento se ha sentido mucho aquí, para bien, en los últimos meses”, acota Bordachuk sobre la ciudad, cuya población, de unas 720.000 personas antes de 2022, creció considerablemente en los últimos dos años.
Pero las huellas de la guerra, que entró en una etapa crucial en medio del agotamiento y la escasez de las fuerzas ucranianas, siguen visibles y muy latentes aquí. Cada tanto se registran ataques rusos a la infraestructura de Lviv, sobre todo la energética. En las calles hay carteles para promocionar donaciones a una organización que fabrica de drones para las Fuerzas Armadas, y otros que fomentan la movilización militar, a poco de que entrara en vigor la controvertida ley del gobierno de Volodimir Zelensky que busca sumar hasta 500.000 hombres al Ejército y que refuerza las sanciones a quienes no cumplan con la norma. Y en la puerta de la cervecería más concurrida del centro un cartel que se actualiza periódicamente recuerda las estimaciones oficiales ucranianas de bajas rusas: 492.290 soldados, 354 aviones, 326 helicópteros y 7576 tanques.
En el memorial de guerra Campos de Marte, al lado del cementerio Lychakiv de Lviv, una de las últimas lápidas evidencia lo cerca que sigue el horror: es de un joven de 26 años que murió en el frente el 11 de mayo pasado.
“Cada familia aquí tiene a alguien que ha sido enviado a la guerra”, cuenta a un grupo de periodistas de medios sudamericanos, entre ellos LA NACION, el gobernador de la región de Lviv, Maksym Kozytskyi. El éxodo masivo de ucranianos por esta zona cambió la economía de la región, con más de 240 empresas del este que se relocalizaron aquí. “No tuvimos el declive de otras regiones del país”, dice, en un diálogo en el edificio de la administración militar central.
Cerca de allí, en una de las plazoletas de la ciudad, un hombre fuma un cigarrillo al sol junto a una mujer: él tiene prótesis para sus dos piernas amputadas. Además de las muertes de soldados, el fuego de artillería rusa y los campos minados han multiplicado el número de mutilados en Ucrania y eso es algo visible en las calles de la ciudad. Las estimaciones son de unas 85.000 amputaciones en el conflicto, en más de 70.000 personas entre militares y civiles, según el español Manuel Veiga, asistente social que dirige uno de los departamentos del Superhuman Center de Lviv, el mayor establecimiento de la región especializado en ortopedia para el tratamiento y rehabilitación de víctimas de guerra.
Allí, los relatos del frente de batalla son escalofriantes. El ex suboficial colombiano Gabriel Ramírez, de 28 años, perdió la pierna izquierda en combate por el disparo de un tanque, cerca de Bakhmut, a solo tres meses de haber llegado a Ucrania para enrolarse en el Ejército. “Al principio, el año pasado, tuve un entrenamiento de una semana antes de ser desplegado. Me imaginaba que me podían matar, pero quedar amputado no estaba en mis planes”, cuenta.
Ramírez llegó hasta Kiev como más de 2000 colombianos (el país de la región del que más soldados se sumaron a las filas ucranianas) empujado por un incentivo económico: un sueldo mensual de 3000 dólares. “Me gusta el estilo de vida militar. Pese a todo, no me arrepiento de haber venido”, sostiene. En su unidad de asalto había otros 90 colombianos, además de soldados de otros países de la región, como Perú: tres de ellos murieron en el ataque en el que él perdió una pierna.
Otro soldado profesional colombiano, Miguel Ángel Rodríguez, de 30 años, contó que perdió su pierna izquierda la noche del 18 de noviembre pasado, en la batalla por Andriivka , en Donetsk. “Me desvié del camino unos 50 metros volviendo de la misión y pisé una mina. Por suerte me pude autosalvar con el torniquete hasta que me rescataron”, dice Rodríguez, que tiene un hijo de 7 años en Bucaramanga. “Nunca vi algo así en el campo de batalla: artillería muy violenta y continua, drones con granadas… es muy diferente al conflicto armado que vivimos en Colombia”, añade, y destaca que los soldados rusos tienen menos destreza en el campo de batalla, pero que son muchos más en número. Los mandos ucranianos califican a los colombianos como efectivos “muy disciplinados”, por lo que lo están muy bien considerados.
Las víctimas tratadas en el Superhuman Center no son solo militares. La ucraniana Olena Levytska, de 36 años, perdió el pie izquierdo durante una evacuación masiva en Kryvyi Rih, en la región de Dnipropetrovsk. En medio del pánico y la confusión, mientras intentaba subir a un tren en el que estaban sus hijos, de 17 y 4 años, cayó a las vías y la formación arrancó y la aplastó.
El otro drama latente en Lviv es de los desplazados internos que viven en campos de refugiados. En esta ciudad está el mayor de todo el oeste del país, llamado Mariapolis, que fue montado con módulos después que estalló la crisis en febrero de 2022, junto al parque Juan Pablo II y rodeado de tres iglesias. Angelika, de 20 años y oriunda de Mykolaiv, es una de las 1400 personas que habitan allí, donde reciben alimentación, atención médica y social, entre otros servicios. Vive con su padre, su madre y sus dos hermanos. Su novio, soldado, murió en el frente de batalla, cuenta. “Para mí aún está vivo”, añade, conmovida.
Otra mujer, Lyubov, una jubilada de 66 años, cuenta que está desde hace dos años allí. Tuvo que abandonar su hogar en Lysychansk, en la región de Lugansk, por los terribles bombardeos. “Tenía mucho miedo. También por mi hija, con capacidades diferentes y epiléptica”, explica.
“A raíz de los ataques las farmacias cerraban y se me hacía imposible conseguir el medicamento para ella”, dice Lyubov, cuyo nombre significa “amor”. Y llora al recordar a su hermano y su hermana, mayores, a quienes no ve desde que tuvo que huir del horror de la guerra.
Este artículo es parte de una serie de publicaciones del proyecto de cobertura de conflictos internacionales de la Fundación Gabo.
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