Los cerros, un campo de batalla donde nada quedó en pie
En la zona más afectada, las familias ven cómo sus casas quedaron totalmente destruidas
VALPARAÍSO.- En los faldeos del cerro Las Cañas, uno de los más afectados por el fuego y donde más gente murió, el aire se mezcla con el polvo con la misma facilidad que la realidad lo hace con la impotencia.
Es en estos cerros, en los cuales Dios no existe o, en el mejor de los casos, donde hace mucho que no se da una vuelta, donde la desgracia descorre el velo para que los chilenos y también el mundo sean testigos de ese gran trozo de país tan ajeno a los estupendos índices de crecimiento y su flamante membresía de la OCDE.
Describir el paisaje como un campo de batalla quedaría corto. El desastre, de magnitudes casi nucleares, se reduce a gigantescos manchones de cerro carbonizados y superficies de concreto que son la única prueba de que alguna vez allí hubo casas.
"Pase al living, por favor, póngase cómodo", le dice a este cronista Margarita Valencia, una robusta señora de unos 60 años, con un humor negro a toda prueba, una de las pocas armas que el incendio le dejó para salir adelante.
El living, que no es más que una gran losa rostizada, se sitúa al lado de lo que fue una pequeña terraza y un gran comedor, como bien explica ella, en un triste ejercicio de reconstrucción imaginaria.
Allí, donde hoy no hay nada, Margarita muestra los supuestos pasillos de lo que alguna vez fue la casa de tres pisos que su fallecido marido construyó con tanto esfuerzo unos doce años atrás.
"Vamos a salir adelante, como siempre, nomás. El fuego se podrá llevar cualquier cosa menos nuestra voluntad", agrega la mujer con conmovedora entereza. A su lado, asoma su hija, Lorena, madre de otra chica que está sentada, con la vista perdida, un par de metros más allá. Tres generaciones marcadas por el desastre.
Lorena mira para todos lados en busca de una respuesta que, bien lo sabe, jamás encontrará. Su casa, ubicada un poco más abajo de la de su madre -incluso, estaban conectadas por una escalera-, hoy es sólo una base de cemento y el ya difuso recuerdo de algo parecido a un hogar.
Entonces, con una frialdad impresionante y sin que nadie le pregunte, habla de las llamas, las lenguas de fuego y las explosiones que terminaron por arrasar con todas las casas del cerro.
Según ella, ayudado por el más bestial de sus aliados, el maldito viento norte, el fuego avanzó a paso firme y, cual venenosa víbora, se coló entre los recovecos para abrirse el paso y acabar con su presa.
"Apareció el niñito", la interrumpe desde el polvoroso camino un tipo, quien, me entero minutos más tarde, es hijo de Margarita y hermano de Lorena.
"¿Y?", pregunta Lorena.
El hombre sólo mueve su cabeza en señal de dramática y negativa respuesta.
"Era un niñito de unas casas más allá", explica la mujer. Lo deben haber encontrado muerto entre los escombros. Su identificación tardará horas, por lo que, con suerte, engrosará la lista oficial de fallecidos en un par de días. Como él, ¿cuántos más habrá?
Los porteños, como se autodenominan los habitantes de Valparaíso, no tienen miedo. Y es precisamente eso, por contradictorio que suene, lo que más vulnerables los hace al minuto de verse amenazados por aquel intruso en llamas que buscó quitarles lo poco y nada que tenían.
Lorena ahora llora. Pero no por las pérdidas materiales, sino por sus cuatro perritos, que no alcanzaron a arrancar: el Bronco -peludo y cabezón, que se paraba en dos patas para abrazarla-, la Manchita -una fox terrier muy traviesa-, el Harry y la Conny, dos salchichas, cuyos cadáveres fueron los primeros que encontró.
A ellos les trajo flores.
"Ahí va mi refrigerador", acota Lorena, mientras unos voluntarios retiran unos pedazos de metal negros que se quiebran como galletas.
Hoy, Margarita y Lorena viven repartidas en casas de cercanos en otros rincones de Valparaíso. Pero, entre tanta incertidumbre, tienen una certeza tan fuerte como ellas: su casa la volverán a construir ahí mismo, en la quebrada, expuesta a nuevas amenazas. Margarita y Lorena también dicen que su casa era una poesía, que por eso mismo volverán a levantarla. Las razones son muchas: por el recuerdo de su marido y también padre, porque es lo único que tienen, porque, siendo sinceros, tampoco hay adónde ir.
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