Cómo prepararse para un desastre: los casos de éxito que le sirven de lección al mundo
Los expertos señalan que la adaptación para responder a terremotos, tsunamis y huracanes es costosa y requiere tiempo y conocimiento técnico; los casos de Taiwán, Chile y Japón, entre otros países
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La mayoría de las veces las historias de éxito empiezan con un fracaso. En 1999, un terremoto de 7,3° en la escala de Richter azotó Taiwán y provocó 2444 muertes y más de 11.000 heridos, destruyó unas 51.000 viviendas y dañó otras 53.000, y dejó un agujero de 9200 millones de dólares.
Veinticinco años después, un sismo de la misma magnitud golpeó con fuerza el este de la isla, pero para encontrarse esta vez con un sistema de alerta temprana afianzado, equipos de rescate implacables, organismos gubernamentales totalmente coordinados y estructuras fortalecidas y adaptadas para temblar sin derrumbarse. ¿El resultado? Diez muertos -la mayoría en deslaves-, unos mil heridos y la destrucción parcial de unos pocos edificios.
Las dolorosas lecciones que Taiwán aprendió del terremoto de Chichi le sirvieron para convertirse hoy en un ejemplo global de cómo prepararse y reaccionar efectivamente a los desastres naturales. Pero no es el único. Chile, por ejemplo, que en 1960 sufrió el sismo más potente registrado instrumentalmente en la historia y otro en 2010 de 8,8° que provocó 525 decesos y dañó gravemente 500.000 viviendas, ha desarrollado una admirable capacidad de prevención y respuesta.
“El terremoto de 2010 generó un impacto tan grande en el país que se transformó en un hito que permitió avanzar con fuerza desde el foco en el manejo de la emergencia hacia la gestión del riesgo con un enfoque preventivo”, señala en un informe Carmen Paz Castro, experta en reducción del riesgo de desastres de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile.
México también recorrió un largo camino desde que un potente terremoto en 1985 dejó oficialmente 3192 muertos —aunque algunas organizaciones estiman 20.000—, destruyó 250.000 hogares y generó pérdidas por 8000 millones de dólares. Desde entonces, el país logró reducir 79% la tasa de mortalidad en desastres naturales, según cálculos del BID.
Al igual que Chile, fortaleció considerablemente sus instituciones de respuesta, invirtió en campañas de concientización, formuló leyes en materia de protección civil y reforzó su código urbano para pasar de un modelo mayormente reactivo a uno proactivo.
“Por cada dólar que se invierte en preparación —por ejemplo, en entrenar a los locales en tareas de reanimación o hacer torniquetes o en garantizar la seguridad de los edificios— se ahorran entre siete y 10 dólares en costos de reparación”, explica a LA NACION Daniel Aldrich, director del Global Resilience Institute de la Northeastern University.
Sin embargo, San Francisco, ubicada en la famosa falla de San Andrés, también aprendió por las malas. En 1906, un sismo de magnitud 7,9° sacudió con virulencia la ciudad californiana hasta romper ductos de gas que, en consecuencia, provocaron devastadores incendios que duraron varios días y que arrasaron con el 80% de la infraestructura. Murieron más de 3000 personas y los daños llegaron a un equivalente de 9000 millones de dólares actuales, por lo que se considera una de las peores catástrofes naturales en la historia de Estados Unidos.
El legado de aquella tragedia y de otro poderoso sismo ocurrido en 1989, no obstante, ha sido un robusto código de edificación, no sólo para las nuevas construcciones sino para la actualización de las viejas, incluida la renovación de 6400 millones de dólares del Puente de la Bahía.
“Las normativas de construcción y su cumplimiento son los elementos clave en el caso de los terremotos, pueden marcar toda la diferencia”, dice a LA NACION Lawrence Vale, subdecano de la Escuela de Arquitectura y Planeamiento de MIT.
Sin embargo, el experto apunta que el mayor desafío para la implementación es una combinación de voluntad política y capacidad financiera. “En 2010, dos grandes terremotos golpearon a Haití y Chile con solo seis semanas de diferencia, pero causaron un número mucho mayor de víctimas y daños en el primero. Esto ilustra claramente tanto el valor de códigos de construcción más sólidos, como la extrema dificultad de pagar y hacer cumplir dichos códigos en muchos de los lugares más vulnerables, lo que conduce a resultados trágicos previsibles”, señala Vale.
En esta misma línea, Aldrich explica que existe una correlación entre la riqueza de un país, la inversión de un Estado en bienestar social, el tipo de gobierno o incluso la ideología política y el nivel de respuesta o daño.
“Evidentemente, los países desarrollados suelen estar mejor preparados. También las democracias”, destaca.
Florida, por ejemplo, el cuarto estado más rico de Estados Unidos, tiene un sólido historial en su batalla anual contra los huracanes. Incluso en el Andrew, unos de los más voraces en la historia del país, murieron sólo 44 personas. Aún así, a partir de 1992, el estado tomó más recaudos.
Entre otras medidas, aprobó leyes que requerían que los supermercados, estaciones de servicio y hospitales estuvieran equipados con generadores, invirtió en vehículos de rescate, aumentó el entrenamiento de los equipos de emergencia y reforzó su red de evacuación a refugios seguros.
Un caso anómalo, sin embargo, es el de Cuba, destaca Aldrich. A pesar de que el 88% de sus ciudadanos vive en una situación de pobreza extrema, según el Observatorio Cubano de Derechos Humanos, y de que es uno de los peores rankeados en el Índice de Democracia de The Economist, la isla sorprendió con su nivel de resiliencia frente a los huracanes, que se cobraron muchas menos vidas ahí que en sus vecinos caribeños.
Una de las principales razones es la inversión en educación medioambiental, señalan desde Unicef. La currícula cubana integra conocimientos teóricos y prácticos sobre defensa civil y los riesgos naturales, tecnológicos y sanitarios, además de que, desde primer grado, todos los estudiantes pasan a formar parte de la organización de exploradores, que los prepara para la prevención, preparación y recuperación en situaciones de desastre.
Pero en muchos casos, los países enfrentan diversas amenazas climáticas por lo que deben atender múltiples frentes al mismo tiempo. En este sentido, Japón es quizá es uno de los mejores preparados para responder y mitigar los daños de los terremotos, tsunamis, tifones e inundaciones que golpean las islas del país asiático sin tregua cada año.
Ya en 1960, el gobierno designó el 1° de septiembre –en conmemoración del gran terremoto de Kanto de 1923, que dejó más de 105.000 muertos— como el Día de la Prevención de Desastres y en torno a esa fecha se celebran simulacros, así como eventos de concientización y ceremonias de premiación a personas de mérito. Como otras zonas vulnerables, Japón aplicó estrictos códigos urbanos para soportar los temblores e implementó robustas barreras costeras y muros de contención para los tsunamis e inundaciones.
También presume de un sofisticado sistema de alerta temprana para sismos y tsunamis; cada celular está equipado con una alarma que se activa aproximadamente de cinco a diez segundos antes. Además, desde la infancia, los niños japoneses reciben una educación integral sobre procedimientos de emergencia a través de ejercicios regulares con el objetivo de garantizar que la población no sólo esté informada, sino lista para responder eficientemente.
Para Larry Susskind, un reconocido urbanista y profesor del MIT, todos los ejemplos de éxito mencionados arriba evidencian que, lamentablemente, el mejor impulsor de cambio siempre ha sido la desgracia. En ese sentido, argumenta que “el factor más importante para explicar cuán bien responde o se adapta un lugar es la actitud del liderazgo”.
“No importa cuánta plata tenga un país, si el liderazgo no está enfocado en la preparación para los desastres y luego en promover políticas de adaptación, la respuesta no va a ser buena”, dice a LA NACION.
Así se explica que países tan desarrollados como Australia demostraran una extrema vulnerabilidad frente a los incendios de 2019 o que Alemania y Bélgica sufrieran las dramáticas consecuencias de las lluvias torrenciales de 2021, con inundaciones subsecuentes que engulleron pueblos enteros y ocasionaron la muerte de al menos 229 personas. Las críticas al sistema de pronóstico, advertencia y respuesta no tardaron en llegar.
En cambio, en los Países Bajos, que fueron azotados por el agua con la misma intensidad, décadas de esfuerzos en la prevención de inundaciones ciertamente ayudaron a limitar el daño. Durante años, el gobierno holandés invirtió millones de dólares en el ensanchamiento y profundización de los cauces de los ríos como parte de la política gubernamental conocida como “Espacio para el Río”, en un alto nivel de protección para presas, diques y terraplenes, así como en esquemas de evacuación para asegurar que las personas puedan ser trasladadas a lugares seguros.
Otro ejemplo perfecto de la adaptación que menciona Susskind son las ciudades esponja de China, una estrategia innovadora inspirada en la función de los humedales, destruidos en gran parte por la rápida urbanización, para mitigar el impacto de las inundaciones. El principio básico es dar al agua suficiente espacio y tiempo para que drene en el suelo donde cae, en lugar de canalizarla lo más rápido posible y depositarla en enormes presas.
Así, el gigante asiático comenzó a reemplazar los canales de agua de flujo rápido en al menos 30 ciudades por superficies permeables que reducen la velocidad del agua en arroyos serpenteantes sin muros de hormigón y con espacio para esparcirse en caso de fuertes inundaciones.
“Cada año va a ser peor, por eso debemos adaptarnos. El problema es que la adaptación es costosa, requiere tiempo, esfuerzo y conocimiento técnico”, concluye Susskind.
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