Los apátridas: la historia de los chicos de la cueva en Tailandia saca a flote el drama de los sin papeles
PEKÍN.- Algunos de los héroes tailandeses que pasaron dos semanas en la cueva ni siquiera son tailandeses y no les será más fácil salir de su limbo jurídico que de aquellas anegadas y tenebrosas galerías. La gesta de los Trece de Tham Luang puso el foco sobre la cuestión de los apátridas, un problema social enquistado.
Tres chicos y el entrenador carecen de nacionalidad. Bangkok tiene censados 486.000 apátridas, de los que 146.000 son menores. Algunos activistas elevan la primera cifra hasta tres millones. El mosaico étnico de la región se movió durante generaciones por las porosas fronteras de Tailandia, Laos, Myanmar y China, impulsado por guerras, hambre o el anhelo de una vida mejor. En ese trasiego muchos perdieron su identidad, sin país que los reclame ni acepte. La mayoría termina en Tailandia, el país menos pobre de la región, a través de la provincia de Chiang Rai. Abundan en la ciudad de Mae Sai, donde se encuentra la cueva. La proporción de indocumentados entre los Trece de Tham Luang es consistente con la de su equipo, los Jabalíes Salvajes FC: lo son una veintena de sus 80 jugadores.
La devoción nacional hacia estos chicos que aún monopolizan las tapas generó una ola de peticiones para que se los premie con la ciudadanía. Organizaciones de los derechos humanos vieron en el episodio de la cueva la oportunidad de resolver el problema. Fue debatido durante años, corrobora Pavin Chachavalpongpun, profesor de estudios del sudeste asiático de la Universidad de Kyoto. "Pero los tailandeses son racistas y muchos creen que los apátridas son una carga. No creo que vaya a provocar grandes cambios a nivel estatal porque la inmigración no es un tema atractivo y podría perjudicar al gobierno", explica.
No esconden su orgullo en la escuela Ban Wiang Phan, de Mae Sai, hacia Adul. Es el chico de 14 años que se comunicó en inglés con los buzos británicos que encontraron al grupo. Habla también tailandés, birmano, mandarín y wa. "Es uno de los mejores alumnos. Inteligente, aplicado y con mucha confianza en sí mismo. Siempre levanta la mano cuando pregunto en clase", revela su profesora, Mattaya Boodkaew. Adul forma parte del 20% del alumnado apátrida de la escuela. Son descriptos como más trabajadores y esforzados en completar una educación que los libere de sus vidas ásperas. Sus padres malviven como trabajadores de la construcción o vendedores ambulantes.
El comportamiento de Tailandia permite lecturas opuestas. Los apátridas carecen de derechos fundamentales: no pueden votar, comprar propiedades, casarse o viajar al extranjero. Pero tienen garantizadas la educación y la sanidad básica. Es un esfuerzo apreciable de un país aún con muchas urgencias sociales cuando otros del Primer Mundo niegan la entrada a las pateras y amontonan cadáveres en sus playas.
Suchat, de 13 años, tuvo que abandonar el año pasado a los Jabalíes Salvajes porque los entrenamientos finalizaban demasiado tarde. Es uno de los muchos apátridas que cada día cruzan la frontera birmana en bicicleta para asistir a la escuela. Proviene de la provincia de Wa, un territorio asolado durante décadas por los enfrentamientos entre la guerrilla y el ejército birmano. Su padre quiso evitar que, como tantos otros chicos, acabara enrolado a la fuerza con los rebeldes. Lo mandó a casa de su tía, a apenas unos kilómetros de la frontera, para que estudiara inglés en Tailandia y pudiera emplearse en el sector turístico.
Los apátridas de los Jabalíes Salvajes ni siquiera pueden asistir a los partidos más allá de su provincia. La invitación del Manchester United para que acudan a alguno de sus partidos es por ahora inútil. Suchat pretende la nacionalidad para viajar e ignora el resto de las privaciones de su estatus. "Quiero recorrer toda Tailandia, me gustaría ver alguna vez el mar", señala. Sueña con Pattaya, quizá porque le informaron mal: sus playas son un feísimo conjunto rocoso y la localidad solo es célebre por tener la mayor concentración de prostitutas por metro cuadrado de Asia.
Sirigon, de 11 años, llega cada mañana desde Myanmar junto a su hermana menor a bordo de la moto que conduce su padre. Este compra pan en Tailandia y lo vende al otro lado de la frontera. "Quiero vivir aquí, Tailandia es más limpia y la educación es mejor. Los profesores nos cuidan mucho", revela Sirigon, con su uniforme blanco impoluto. En la escuela se respira un sano clima integrador. Todos se comunican en tailandés y no hay episodios discriminatorios.
El proceso para conseguir la ciudadanía exige acreditar que se nació en suelo nacional, que alguno de los padres pertenece a un grupo étnico reconocido por Bangkok o que se residió en Tailandia al menos durante diez años. Es un camino burocrático complejo, lastrado por la falta de personal e interés gubernamental y que solo la corrupción puede acelerar. Muchos ni siquiera lo intentan.
El gobierno respondió con cautela a las demandas sociales sobre los chicos. Aclaró que les prestará ayuda legal, pero que la obtención de la ciudadanía seguirá los cauces previstos.
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