Los 10 años de Francisco. Un papa “italianizado”: la metamorfosis de peronista en democristiano
Jorge Bergoglio sabe jugar diferentes roles al mismo tiempo, ser a la vez democristiano italiano y peronista argentino, cruzado anticapitalista y cultor del mercado social, populista y popular
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BOLONIA.- ¡El papa Francisco me parece cada día más italiano! No sé si por inercia o elección, igual llama la atención. Por otra parte: hijo de italianos, ¿por qué no debería estar en casa en Italia? Descendiente de piamonteses, parece sin embargo más romano, más a gusto con la rosca capitalina que con el austero noroeste semicalvinista. Antes de que nadie se ofenda: hablo de una italianización metafórica. ¿De qué se trata? ¿Cómo se expresa? ¿A qué se debe?
Para empezar: veo una sutil metamorfosis. El Papa parece haberse dado un baño de realidad. Se entiende: como los órdenes políticos, también los pontificados pasan por distintas fases. En la primera son audaces y revolucionarios, disparan contra el cuartel general. En la segunda son maduros e institucionalizados, un “régimen” defendido con cuchillo entre los dientes. La tercera fase es la lucha por la continuidad, la sucesión, la historia. A ojo, Bergoglio se encuentra ahí: defiende su fortín, corta cabezas, prepara la posteridad. Pocos, en mi memoria, se han creado un cónclave tan a su medida.
Pero, ¿cómo se manifiesta la metamorfosis? Los síntomas son innumerables, me limitaré a los macroscópicos: los ámbitos económico y político.
La economía: ¿quién recuerda las palabras encendidas, los tonos ulcerados, el ardor polémico del Papa de los primeros tiempos? ¿Las filípicas a los movimientos populares, las catalinarias antineoliberales, las cruzadas contra “el sistema”? Llamas y fuego. Demagogia incluida. Excluyo que haya cambiado de opinión, pero ¡cuánta agua hay hoy en su vino! Ahora aclara y tranquiliza, halaga y desmiente: no soy anticapitalista, no estoy en contra del mercado, viva la empresa, viva la cultura del trabajo. El problema son las finanzas, antiguo tabú. Y punto. Antes tribuno de balcones, parece haberse convertido en el más herbívoro de los leones: lo mío es doctrina social de la Iglesia, dice. ¡Me imagino a León XIII o Pío XI arengando a violentos piqueteros y radicales cocaleros! En fin: de revolucionario a administrador, de pirómano a bombero.
Luego está la política. En el trono de Pedro, Bergoglio trajo consigo las categorías en las que se había formado: pueblo mítico y antipueblo ilustrado, campo nacional popular y cipayos coloniales. Un ejército de hagiógrafos entonó al comienzo himnos a la teología del pueblo. Curiosidad y simpatía arraigaron por doquier. Pronto, sin embargo, contrastadas por dudas y escepticismos: ¿no eran típicas antinomias populistas? ¿Ajenas a las democracias liberales europeas? Como el Papa tenía antecedentes peronistas y el peronismo es prototipo de populismo, arraigó entonces la idea del Papa peronista, del Papa populista. La imagen de Francisco sufrió. De ahí la contraofensiva: no soy populista, asegura, no soy peronista, repite, nunca lo he sido, exagera. Nunca antes había evocado tanto la democracia y el estado de derecho.
¿Por qué esta metamorfosis? Comencemos con la economía. El Papa apunta ahora como modelo a la “economía social de mercado”. Aspira a conciliar libre mercado y justicia social. Extraño: se remonta a la posguerra, ¡pero nunca lo había mencionado antes! Su horizonte económico era hasta ahora el estatismo justicialista, la justicia social enemiga del libre mercado. ¡Qué giro! Aquí es donde creo que Italia entra en juego. Sospecho que sus expertos economistas católicos contribuyeran a desperonizar “la economía de Francisco”, a frenar su tosco voluntarismo populista, a iniciarlo en un enfoque más realista y menos ideológico de una moderna economía de mercado.
Lo mismo en el campo político. Debe haber apuntadores tanos detrás de la campaña bergogliana para distinguir populismo de popularismo, para acreditarse como popular y antipopulista. Un golpe lexical al servicio de una operación política. ¿El objetivo? Sacarse de encima una etiqueta que suena a estigma y adoptar otra identificada con la más genuina tradición democrática del catolicismo italiano, la del partido popular de Luigi Sturzo. Un hombre en realidad ajeno a Bergoglio, admirador de lo que él siempre combatió: el liberalismo político y la revolución burguesa. Se entiende que el precio del restyling democrático lo obligue a descargar lastre populista, a abandonar a su destino el peronismo. ¿Como evitarlo? ¿Si para caer bien en Roma conviene mostrarse diferentes que en Buenos Aires?
Queda una duda: ¿la italianización del Papa es táctica o estrategia, camuflaje o cambio, jesuitismo o convicción? ¿Implica un nuevo repertorio ideal o un cambio necesario para seguir igual? ¿Para continuar la eterna lucha contra el eterno enemigo, la modernidad liberal, el racionalismo occidental, la cultura secular, al amparo de una pantalla más eficaz? No lo sé, pero me inclino por la segunda hipótesis, coherente con toda su vida. Hombre poliedrico y astuto, audaz y culto, Bergoglio sabe jugar diferentes roles al mismo tiempo, ser a la vez democristiano italiano y peronista argentino, cruzado anticapitalista y cultor del mercado social, populista y popular, italiano y argentino. ¿Por qué no? ¿Hay nada más parecido?
El autor es historiador y profesor de la Universidad de Bolonia
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