Lo que las protestas de Brasil en 2013 nos dicen sobre Chile
Esta columna fue publicada originalmente en Americas Quarterly. El autor es periodista independiente y consultor
Se ha vuelto común comparar las protestas actuales en Chile a las "marchas de junio" de Brasil de hace seis años. En ese entonces como ahora, lo que comenzó con un pequeño grupo de estudiantes protestando contra el incremento de precios del transporte público rápidamente se transformó en una catarsis nacional, con cientos de miles en las calles. Yo trabajé en ese momento como vocero del gobierno de Dilma Rousseff. Mirando atrás, puede haber lecciones de Brasil en 2013 para Chile en 2019.
Tres semanas antes de que comenzaran las marchas, la popularidad de Rousseff estaba por encima del 60%, un récord. Así que cuando comenzaron las protestas en San Pablo, pocas personas en Brasilia le prestaron atención. Incluso cuando las protestas reunieron a más de 50.000 personas, el movimiento se consideraba un asunto local. En Brasil y Chile, la arrogancia y falta de entendimiento hicieron que el gobierno reaccionara tarde.
Cuando el alcance y el significado de las protestas se volvieron evidentes, el gobierno de Rousseff tomó el camino contrario: usar cualquier opción para que las cosas se calmaran. El gobierno contrató a más de 10.000 médicos cubanos para ayudar en atención de salud pública en lugares remotos, creó un programa de miles de millones de dólares para entrenamiento profesional de adolescentes, ofreció exenciones de impuesto generosas a compañías que no despidieran a sus empleados e instó a gobiernos estatales y municipalidades a pedir préstamos por billones de dólares para construir líneas de subte y colectivo. Dos años después, Brasil estaba prácticamente quebrada y colapsó en su peor recesión en décadas. Los grandes déficits fiscales fueron una de las grandes causas.
En 2018, cuando escribí un libro sobre la economía brasileña, le pregunté al exministro de Finanzas Guido Mantega sobre esas medidas. Me dijo: "Los que protestaban querían mejores servicios públicos. Pidieron un Estado más grande. Y les dimos un Estado más grande".
Las "marchas de junio" cambiaron la política brasileña para siempre. Es una exageración culpar a las protestas de la elección de Jair Bolsonaro como presidente en 2018, pero 2013 fue el momento cuando la relación entre la sociedad brasileña y el establishment político se rompió de manera definitiva. La idea simplista de que la corrupción había invadido a todo el sistema político se convirtió en una idea electoral clave. Así, no importaban los problemas que hubiera (salud pública, violencia urbana, educación básica, desempleo), todos podían solucionarse si se acababa con la corrupción, muchos creyeron. Como el periodista estadounidense H. L. Menken escribió una vez: "Para cada problema complejo hay una respuesta clara, simple y equivocada".
Por eso la primera lección que Brasil de 2013 le puede dar a Chile de 2019 es que nada volverá nunca a la normalidad. Los movimientos de calle de tal intensidad son puntos de quiebre para la relación de las sociedades con sus representantes electos, pero también para consumidores con sus marcas preferidas, e incluso para los ciudadanos con la democracia. La nueva normalidad es que más y más voces claman por sus derechos y reafirman sus posiciones, ejerciendo una ciudadanía que grita y no siempre se porta bien. Es mejor acostumbrarse a eso.
La segunda lección, que es cierta para todos los sistemas presidencialistas, es que al final del día el presidente siempre será el culpable. Los que tienen el poder en las manos responderán por los errores de sus predecesores. El pasado no es, ya, una excusa. La gente no necesariamente va a esperar por el calendario electoral para remover a una autoridad de su cargo.
Finalmente, pero no menos importante, en esta sociedad polarizada, donde los argumentos son sustituidos por gritos, la posibilidad de un consenso es casi nula. En un ambiente polarizado, los candidatos tratan a sus oponentes como enemigos a ser eliminados. El deseo de cada lado del espectro político de destruir al otro es algunas veces más grande que el deseo de ganar de por sí. Las alternativas moderadas se achicarán y los votantes terminarán eligiendo un lado del ring. El país podría terminar como un cenagal.
Sí, uno podría argumentar que líderes reales pueden ayudar a la sociedad a sanar sus heridas y continuar. Pero políticos como esos son difíciles de encontrar hoy. Ojalá que Chile tenga mejor suerte.
Thomas Traumann
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