Elecciones en EE.UU.: lo que intentaron decir los votantes norteamericanos
NUEVA YORK.- Sí, yo también quería un repudio masivo. Quería ver a Donald Trump aplastado diez puntos abajo. Pero las elecciones son lecciones, y aunque los votantes no siempre son sabios, por lo general son entendibles. Saben más de sus propias vidas que nosotros en nuestras burbujas informativas, y en casi todas las elecciones nos están diciendo algo importante.
Lo primero que nos dijeron la mayoría de los norteamericanos es que Trump era inaceptable. Vivimos en un país dividido y atrincherado, pero en estas elecciones 2020 votaron por los demócratas varios millones de evangélicos blancos más que en 2016. Mucha gente votó en contra de sus preferencias partidarias para sacar a un hombre que representaba una amenaza única contra los cimientos de este país. No es poca cosa.
Lo segundo que nos dijo esta votación es lo siguiente: hay que separar la Iglesia del Estado. Polarización política en este país siempre hubo y sigue habiendo, pero en estos últimos años se metamorfoseó en algo mucho peor: una guerra religiosa.
El trumpismo y el "despertar" de la conciencia racial y social no son fenómenos equivalentes, pero ambos funcionan como una religión laica para sus discípulos. Ambos proponen una lógica binaria del bien y el mal, un sentido de pertenencia propio de un culto, visiones utópicas o apocalípticas, caza de brujas y excomunión de los impuros, y esa sensación de importancia personal que se siente cuando uno está peleando una guerra santa.
De maneras diversas, los votantes les comunicaron a ambos partidos que prefieren que la política se ocupe de cuestiones prácticas.Y los que quieran una guerra santa, que vayan a buscarla a otra parte.
Les dijeron a los republicanos, por ejemplo, que serán mucho más fuertes sin esa locura de "hacer grande de nuevo a Estados Unidos". El Partido Republicano hizo una mucho mejor elección que Trump. Mientras que Trump perdió, los republicanos ganaron seis bancas más en la Cámara de Representantes.
De hecho, ha surgido un posible Partido Republicano del futuro: un partido de clase trabajadora multirracial. Los republicanos se alzaron con sorprendentes victorias entre los latinos, los afroamericanos y los musulmanes. Trump conquistó una porción mayor del voto no-blanco que ningún otro candidato republicano en 60 años.Y eso no se logró con provocaciones racistas, sino gracias a la reputación del Partido Republicano de ser el gran defensor de la voluntad individual y la responsabilidad personal, y el gran impulsor de la pequeña empresa y el crecimiento económico. Una buena base sobre la que pueden seguir construyendo.
A los demócratas, por su lado, los votantes les dijeron que a ellos también les convendría ocuparse más de las políticas públicas y menos de las batallas culturales que propone el ala más radicalizada del partido.
Si alguna vez hubo una elección que los demócratas podían ganar por paliza era ésta: competían contra un candidato inmoral con un historial de incompetencia de niveles criminales. Así y todo, no lo lograron. Los demócratas terminan pagando, pero no por sus propuestas de gobierno —el núcleo de la plataforma de Biden cuenta con abrumador apoyo popular—, sino por haber construido una muralla cultural progresista que deja siempre afuera a la otra mitad del país, sin importar lo que pase.
Y lo han hecho repitiendo un relato determinado: en la política norteamericana, suele escucharse decir a los progresistas, todo gira en torno al giro histórico de la homogeneidad a la diversidad. Y ven a Estados Unidos como un país dividido entre los cosmopolitas iluminados (los demócratas) que celebran el advenimiento de un mundo posindustrial y diverso, y esos trogloditas racistas y simiescos (los republicanos) que no entienden ese nuevo mundo.
Ficciones
El primer problema de ese relato es que se choca eternamente con los hechos, y cada vez parece sorprenderse. Elección tras elección, la mayoría demócrata emergente nunca termina de emerger. El segundo problema es que simplifica demasiado los diferentes procesos que se están dando en Estados Unidos.
De alguna manera teníamos que llegar a un momento de concientización y reconocimiento del problema racial, pero al mismo tiempo hay que entender esos otros megarelatos que mucha gente siente que condicionan sus vidas. Y el tercer problema de ese relato demócrata es que es pasmosamente pedante, vanaglorioso y repelente.
Los votantes han dejado planteado un esquema político que con toda probabilidad será conducido por Joe Biden desde la Casa Blanca, Nancy Pelosi desde la Cámara de Representantes y Mitch McConnell desde el Senado. Ninguno de los tres es un guerrero cultural: son políticos, legisladores.
Así que ahora tenemos dos partidos que en su mejor versión son partidos de clase trabajadora. Los próximos años bien podrían ser una competencia partidaria para ver quién mejora más la vida de los norteamericanos sin título universitario.
¿Corremos el riesgo de que un poder tan dividido degenere en parálisis de gobierno? Puede ser. McConnell hará lo que más le convenga al Partido Republicano de cara al 2022. Pero no estoy tan seguro de que todo se paralice. En términos culturales, la división en Estados Unidos es encarnizada, pero en términos de política económica cada vez hay más acuerdo. La facción antiestatal del Partido Republicano quedó debilitada tras su experimento populista, y hasta senadores como Marc Rubio, Josh Hawley y Tom Cotton debieron abrirse a la idea de una intervención mayor del gobierno en la industria.
Para algunos, eso significa más capacitación para los trabajadores; para otros, la creación de un banco de infraestructura, subsidios al salario o impulsar una política de investigación, desarrollo e innovación industrial.
Los votantes también nos recordaron, una vez más, que la otra mitad no se piensa irse a ningún lado. Tenemos que abandonar la fantasía de que después de una próxima y milagrosa elección, nuestro bando súbitamente alcanzará todo lo que aspira. Tenemos que convivir.
La clave es aflojar con la guerra cultural en la que está presa nuestra política y nuestra gobernabilidad. Disputemos nuestras diferencias morales con libros, sermones, películas o manifestaciones. No con coerción política.
The New York Times
(Traducción de Jaime Arrambide)
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