Lo que ardió fue la mismísima identidad de Occidente
Estamos más preparados para el odio intencional del hombre que para su simple impericia y estupidez; así como encontramos más confort en la ilación razonada de los estragos deliberados que en el capricho letal del azar. Con la devastación de la Biblioteca de Alejandría preferimos pensar en el poder destructor de una serie de conquistadores, y no en el inesperado tsunami del Terremoto de Creta, que se la llevó por delante en el año 365.
Su versión moderna, la Biblioteca Nacional de Sarajevo, fue quemada en 1992 por las milicias serbias: allí perecieron dos millones de libros y miles de documentos. Esos asesinos de lo cultura no actuaban como meros chambones; buscaban darle un golpe a la identidad de un pueblo. Notre Dame no se incendió, hasta donde se sabe, por obra y desgracia del terrorismo islámico ni de los "chalecos amarillos", sino probablemente por el pequeño descuido de un albañil o de un restaurador. La idea es sencilla, pero insoportable. Necesitamos culpables presos, y tal vez una metáfora que nos salve de la mediocridad del oscuro accidente y de la grisura general del destino humano. A modo de consolación va entonces una figura, sea cual fuere su significado: anoche ardía en París la mismísima identidad de Occidente.
Mis primeros recuerdos personales se remontan, por supuesto, a ciertas páginas de Víctor Hugo, y al icónico y sufriente hogar de Quasimodo. También al óleo de Jacques Louis David, que nos aguarda siempre en el Louvre: la coronación de Bonaparte como emperador en esa misma catedral, tal y como sucedió el 2 de diciembre de 1804. Napoleón corona también allí a su mujer, Josefina, y el Papa sale sutilmente contrariado en ese lienzo monumental.
Una tarde de junio pasado, entré en Notre Dame con tanta buena suerte que estaba por empezar la ceremonia de la tarde. Parecía una misa con pompa y todo, y sin embargo era una rutina. Comenzó a sonar el órgano imponente, tres sacerdotes ingresaron por la zona del altar mayor y un coro de siete voces entonó salmos y temas religiosos. Había más turistas que feligreses, y sentí escalofríos al encontrarme dentro de esa única y majestuosa obra de arte donde habían sucedido tantos acontecimientos históricos. A pesar de mi agnosticismo, me persigné porque fui criado por salesianos y porque en parte ésa sigue siendo mi cultura personal.
Anduve en puntas de pie, para no molestar a los parisinos que rezaban, pero advertí con vergüenza ajena que los turistas se manejaban desaprensivamente a los gritos, empujándose los unos a los otros para sacarse una foto desde un mejor ángulo, pisoteando simbólicamente a los que estaban postrados y en recogimiento. Muchos turistas provenían de países donde semejantes afrentas se pagarían con la cárcel, o con algo peor, como la horca o el filo de la cimitarra. Aquí nadie les pedía ni siquiera buena educación. Seguían a puro graznido, convirtiendo uno de los templos más graves y hermosos del mundo en un jolgorio personal y en una estampita de Facebook.
Más sereno, deambulando luego por los perímetros de la Isla de la Cité, pensé que Notre Dame era mucho más que un escenario mítico, una iglesia gótica, un monumento a la arquitectura. Era un talismán. Irradiaba una magia sobrenatural y bienhechora, y quienes venían en manada de todas las latitudes no solo pretendían depredarla con fotos fútiles; querían rozarla para no perderse una de las grandes experiencias de la vida. Una noche, a la sombra de sus gárgolas, encontré a un mendigo dormido, que tenía a su lado un libro abierto por la mitad. Era una novela. Porque, por increíble que suene, los homeless de París son grandes lectores. Pienso ahora que si éste fuera un cuento fantástico y no una doliente elegía, la novela del mendigo narraría la historia de una catedral que se incendia a sí misma para metaforizar otros incendios que acontecen en la convulsa realidad. Pero, claro, ésta es solo una elegía.