Un país en un camino autodestructivo: las lecciones políticas que dejó la inevitable caída de Liz Truss
Su llegada al poder, después del fracaso de Boris Johnson, debía consagrar la culminación de un proyecto ideológico para el país post-Brexit
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PARIS.– Liz Truss, obligada a renunciar obteniendo el humillante título de haber sido la primera ministra que menos ejerció sus funciones en la historia del Reino Unido, no solo es la última víctima de una serie de decisiones del Partido Conservador, contrarias a los principios económicos, sino una lección universal de política que merece ser tenida en cuenta.
En seis semanas en Downing Street, Liz Truss consiguió llevar al Reino Unido al borde del precipicio de una crisis financiera, provocó la desconfianza de los inversores, despertó la inquietud del FMI y del Tesoro norteamericano, hizo derrumbar la libra esterlina y subir las tasas de interés al nivel de Italia, mientras los intereses de los préstamos a los particulares alcanzaron cifras astronómicas.
Los economistas comparan actualmente a Gran Bretaña con un mercado emergente. La agencia Moody’s se alarma de la “trayectoria de deuda insostenible” y Standard & Poor’s la colocó en “perspectiva negativa”. Pero Truss insistía en que era “el buen plan”, cuando justificaba las masivas reducciones fiscales no financiadas por su ministro de Finanzas, Kwasi Kwarteng, que desataron la crisis política que ayer la obligó a renunciar.
Truss y Kwarteng estaban seguros de saber lo que hacían. Habían escrito sus recetas para el Reino Unido hace diez años en un libro titulado Britain Unchained (Gran Bretaña sin cadenas). Su llegada al poder, después del fracaso de Boris Johnson, debía consagrar la culminación de un proyecto ideológico para el país post-Brexit.
“La crisis económica que enfrenta hoy Gran Bretaña se explica por la decisión del Partido Conservador de ignorar, marginalizar e incluso denigrar las reglas económicas de base”, explica el politólogo Dominique Raynié.
Truss y Kwarteng tiraron al papelero lo que quedaba a los tories de una reputación de buenos administradores. Pero este fue un episodio más en una sucesión de dramas que el país mismo se infligió a partir del Brexit.
En 2012, cuando el entonces primer ministro David Cameron planteó la teoría de un “conservadurismo compasivo”, Truss y Kwarteng fustigaron en el mencionado panfleto –conjuntamente firmado por sus colegas Priti Patel y Dominic Raab— un país “perezoso”, dopado por ayudas sociales y tele-realidad, condenado a “hundirse en la mediocridad” en ausencia de un electroshock.
El héroe de ambos siempre fue el chofer de taxi londinense, que no cuenta sus horas de trabajo; proponían la desregulación, la disminución del Estado mediante una drástica reducción del gasto público y de los impuestos y, en vez del Estado bienestar europeo, pretendían inspirarse del modelo de los “tigres” asiáticos o de Dubai.
La ofensiva intelectual, que pasó casi inadvertida entonces, podría haber quedado allí. Pero esa fracción del Partido Conservador terminó haciendo causa común con la otra, mucho más mediática, de los euroescépticos. La victoria del Brexit permitió que esas franjas marginales de los tories obtuvieran las riendas del partido… y del país. Después, las decisiones de Theresa May y de Boris Johnson lo condujeron hacia una ruptura más radical con su primer socio comercial, la Unión Europea. Resultado: una caída de 15% de su comercio exterior y la amputación a largo plazo de 4% de su PBI anual, según el Office for Budget Responsibility.
El espejismo del Global Britain declamado por Johnson quedó en un voto piadoso. El Brexit prometió terminar con la burocracia europea: exportadores e importadores terminaron aplastados por el peso de las formalidades aduaneras. Las inversiones se derrumbaron y la inmigración europea se terminó, provocando penurias de mano de obra. Pero Johnson insistió hasta el último día, prometiendo al país the cake and eat it too (estar en la misa y en la procesión). Respondiendo a las inquietudes de los empresarios, el entonces inquilino de Downing Street respondía con un rotundo Fuck business!, que traducido elegantemente sería algo así como “¿a quién le importan los negocios?”.
Poco a poco, el extravagante primer ministro purgó al Partido Conservador de todos sus elementos moderados, experimentados y pragmáticos y utilizó su populismo innato para convencer a los británicos de que era posible un mundo mejor solo con invocarlo.
Como siempre, mucho más oportunista que doctrinario, aumentó masivamente el gasto público y, contrariamente a sus promesas, los impuestos. Hasta que una mayoría de británicos comenzó a considerar que su voto en favor del Brexit en el referendo de 2016 había sido un “error”.
Entonces, para distraer la atención, BoJo y su ministra de Relaciones Exteriores, Liz Truss, decidieron volverse contra los europeos, amenazando con desencadenar una guerra comercial y denunciando los acuerdos firmados en el Brexit, a riesgo de automutilarse todavía más.
Su derrumbe y el de Liz Truss los conocen todos. Pero lo que queda por analizar es el comportamiento inexplicable y repetido de los británicos, electores en una de las democracias más viejas del planeta, que durante todo este proceso se han dejado engañar con argumentos simplistas y falsos. Lo hicieron con el Brexit, lo volvieron a hacer cuando eligieron masivamente a Boris Johnson en diciembre de 2019 y lo repitieron en septiembre, cuando prefirieron a Liz Truss y sus insensatas promesas al discurso mesurado y coherente de su rival, Rishi Sunak.
La explicación solo puede inscribirse en esa tendencia dramática y peligrosa que afecta desde hace algunos años a las democracias occidentales: el desapego por la política, que lleva a votar con el estómago y no con la cabeza, perdiendo así la oportunidad de reflexionar antes de decidir y permitiendo que los populismos avancen cada día un poco más. Gran Bretaña no es, en efecto, víctima exclusiva de ese fenómeno.
Estos últimos años, Europa ha sido repetido escenario de ese lamentable fenómeno, donde cada vez menos ciudadanos creen en la complejidad del ejercicio democrático, y caen así en la trampa de las promesas simplistas y, por ende, irrealizables.
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