Las ficciones y preguntas que asedian a la democracia de hoy
Donald Trump vivió de la división y la ficción desde niño. Las más notables y persistentes de esas fantasías son la de su éxito como empresario, pese a que sus compañías cayeron seis veces en la quiebra, y la de su supuesto triunfo en estas elecciones, aun cuando perdió por siete millones de sufragios populares y 74 votos electorales.
Amplificadas desde varios púlpitos, las ficciones de Trump –en especial la última– siembran divisiones, tantas que miles de fanáticos del presidente asaltaron el Congreso, el miércoles pasado, dispuestos a comenzar una guerra civil si era necesario para impedir que al mandatario se le robara su supuesta reelección.
La conmoción fue tan grande como violento fue el ataque al Capitolio y como dolorosa fue la huella que dejó en la democracia estadounidense.
El norteamericano Centro Systemic Peace, que desde hace años analiza los datos y la calidad de las prácticas políticas en decenas de naciones, anunció ayer que, luego del ataque, Estados Unidos había caído debajo del "umbral democrático" de su escala Polity y ya no es la democracia continua más vieja del mundo, puesto que resignó ante Suiza. Para la organización, Estados Unidos pasó el miércoles a ser una anocracia, un sistema marcado por la inestabilidad que mezcla rasgos democráticos y autoritarios.
Es una triste ironía para la nación que durante el siglo XX se autodesignó faro de la democracia, buscó imponer sus valores en otros Estados y construyó su teoría del excepcionalismo americano precisamente sobre el pilar de su inalterable tradición democrática.
Sin embargo así como las ficciones de Trump son solo en parte su propia culpa, los golpes a la debilitada democracia norteamericana no son solo responsabilidad del presidente. Esos dramas tampoco son excluyente de Estados Unidos, son –en todo caso– preguntas que asedian a todas las democracias, desde Perú y la Argentina hasta las naciones de la Unión Europea: ¿qué sucede cuando, incomodado, uno de los poderes del Estado se siente con el suficiente derecho como para avanzar sobre otro? ¿Cómo lidiar con el impacto de las redes sociales, actores ya casi o más poderosos que los partidos políticos o incluso algunas ramas del Estado?
Defecto de familia
La insistencia de Trump con dividir y ficcionalizar no es exclusivamente responsabilidad del presidente, cuenta Mary Trump, en unas de los pocos párrafos absolutorios que dedica a su tío en su libro Siempre demasiado y nunca suficiente: cómo mi familia creó al hombre más peligroso del mundo. Fue, en todo caso, el producto de su padre, Fred, un "sociópata", según su nieta, hoy enemistada con el resto de los Trump.
Movido por su propio sueño de grandeza y reconocimiento, Fred embarcó a sus hijos Donald y Freddy, padre de Mary, en una competencia permanente por la gloria, el éxito y el dinero. En la ley de la jungla familiar, el más fuerte fue Donald, que optó por seguir el camino de los negocios inmobiliarios de su padre. Freddy prefirió otra senda, la aviación, una elección rechazada por Fred Sr. Agobiado, murió, a los 42 años, por una enfermedad vinculada a su alcoholismo.
Donald sobrevivió a las exigencias de su padre, advierte Mary, porque se creyó su propio relato. "Donald siempre ha necesitado perpetuar la ficción que empezó mi abuelo de que es fuerte, inteligente y extraordinario porque enfrentarse a la verdad –de que no es ninguna de esas cosas– es demasiado aterrador para que él la contemple", escribe.
La última –¿y acaso la final?– ficción de Trump es que ganó las elecciones del 3 de noviembre pasado.
Más de 20 tribunales, las autoridades electorales de estados gobernados por republicanos, sus propios funcionarios de justicia y de seguridad nacional le dijeron al presidente norteamericano que hay cero evidencia de que los comicios hayan sido fraudulentos o de que los demócratas –en una gran confabulación global– le hayan robado la reelección.
No importa; para él y sus seguidores, el relato vale más, como sucede en tantos otros países, desde el México de Andrés Manuel López Obrador y el Brasil de Jair Bolsonaro hasta la Hungría de Viktor Orban.
Si, a lo largo de su vida, Trump insistió en la ficción y la división en las que lo embarcó su padre fue porque le sirvió. Después de todo, se convirtió en presidente de Estados Unidos con una de las victorias electorales más sorpresivas de la historia de ese país.
Esta vez, eso no sucedió: la ficción de su supuesta victoria le jugó en contra.
Un futuro dudoso
El asalto al Congreso por parte de fanáticos dispuestos a creer en mentiras que justifican sus odios fue la culminación de la ficción de Trump. Pero los seguidores del presidente no lograron evitar lo que la democracia mandaba, que los legisladores certificaran al ganador de las elecciones. Y ahora el futuro político del presidente aparece más oscuro que nunca.
La presión para que renuncie crece y, si no lo hace, los demócratas ya cuentan con apoyos republicanos para poner en marcha, probablemente el miércoles, el juicio político.
Joe Biden asumirá el 20 de enero próximo y poco tiempo le queda a la Congreso para tratar un impeachment. Pero ni la dirigencia demócrata ni un sector republicano no está dispuesta a dejar que semejante ataque al Congreso, semejante desafío al republicanismo, pase sin sanción alguna y se normalice en el futuro.
De perder un juicio político, Trump debería olvidarse de ser candidato en 2024 ya que perdería el derecho a presentarse a un cargo público.
De resistir en la presidencia y evitar el juicio político, Trump se enfrenta a un incipiente fenómeno que nunca pensó que llegaría luego de ser, en noviembre, el candidato republicano que más votos obtuvo en la historia: la desconfianza y el hartazgo del partido, hasta esta semana obediente y ahora suspicaz.
Con las grietas dentro del oficialismo, aparecen dirigentes envalentonados, dispuestos a enfrentar al mandatario y a evitar que el partido republicano siga siendo el partido de Trump.
Las fallas de siempre
La toma del Congreso fue suficiente para ese pequeño pero creciente número de senadores y representantes republicanos. Fue también el hecho que sonó la alarma de la democracia norteamericana.
Estados Unidos no fue la única nación que exhibió la semana pasada sus defectos políticos, sus desafíos cuando oposición y oficialismo están divididos por fracturas en apariencia insalvables. Venezuela y China también lo hicieron.
En la primera, asumió una Asamblea Nacionalcontrolada por el chavismo a través de elecciones viciadas. En la segunda, las autoridades de Hong Kong, amparadas en una opresiva ley de seguridad nacional, lanzaron una operación de arrestos masivos contra potenciales candidatos opositores para evitar que participen en los comicios legislativos.
Claro que la Venezuela de Maduro ya ni siquiera intenta mantener las formas democráticas mientras que la China de Xi Jinping profundiza sus raíces autoritarias.
En Estados Unidos la democracia nunca fue todo lo perfecta que sus dirigentes proclamaron tantas veces.
Las desigualdades crecen, el racismo persiste, las fracturas culturales se agudizan, el bienestar no cubre a todos los habitantes del país más rico del planeta. Son todos problemas que el sistema intentó –bien o mal– solucionar a lo largo del siglo XX y del XXI, pero lo hizo parcialmente o directamente no lo hizo.
La frustración y el desencanto no son exclusivas de la era Trump; le anteceden. Sin embargo, pocas veces se manifestaron tan violentamente como el miércoles pasado o como en 2020.
Ahora los desafíos de la democracia norteamericana son parecidos a los de otras naciones, entre ellas la Argentina.
Un sistema político que se aleja cada vez más de los consensos y convierte los poderes del Estado en trincheras a atacarse unas a otras; redes sociales que democratizaron la divulgación de opinión pero, a la vez, alentaron amplificaron los odios y son capaces decidir el futuro de una presidencia. Son los dos desafíos urgentes de Estados Unidos para evitar que la violencia también plague a 2021.
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