Las elecciones en Nicaragua no son ni transparentes ni libres: ¿por qué la Argentina es la coartada de Daniel Ortega?
Mientras buena parte de los países de América tildan a los comicios de “farsa”, la Argentina volvió a tomar una posición que favorece al régimen frente a la votación más polémica
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No es una elección, es solo una votación. La mayoría de los nicaragüenses están convencidos de que los comicios de hoy, en los que Daniel Ortega busca su tercera reelección, no son más que una puesta en escena para darle cierta legitimidad democrática a la deriva dictatorial del presidente. Buena parte de los países de América piensa lo mismo y no duda en calificar el acto electoral de “farsa”. Entre esas naciones no está la Argentina, que ya anunció que “si no hay objeciones de los organismos internacionales que monitorean las elecciones”, reconocerá el triunfo de Ortega.
El problema para el gobierno de Alberto Fernández es que ningún organismo internacional supervisará los comicios. La Organización de Estados Americanos, la Unión Europea y el Centro Carter, que monitorearon otras elecciones presidenciales locales, no participarán esta vez de la votación.
Ya no habrá observadores neutrales, pero el Consejo Supremo Electoral nicaragüenses sí se encargó de designar “acompañantes internacionales”, miembros todos de partidos socialistas o comunistas de Chile, la Argentina, Bolivia, entre otras naciones.
Tampoco habrá mucha competencia para Ortega. Los siete principales candidatos opositores fueron detenidos este año, la mayoría acusados de “conspiración para cometer menoscabo a la integridad nacional”, un cargo tan pomposo como vago que le permitió al presidente sacarse de encima a todos los postulantes que, según muestran las encuestas, podían derrotarlo.
Hay, claro, otros candidatos presidenciales; son unos seis y todos pertenecen a lo que los nicaragüenses llaman “partidos zancudos”, agrupaciones que se prestan al teatro electoral sin representar amenaza alguna para Ortega. Irónicamente los precursores y perfeccionadores del “zancudismo” fueron los Somoza, la dinastía que gobernó Nicaragua con mano dura por décadas y a la que le pusieron fin, precisamente, Ortega y su Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
Poco tienen entonces para elegir los nicaragüenses hoy, tanto que el 76% de ellos cree que estos comicios no tienen ni legitimidad ni reconocimiento internacional, de acuerdo con la última encuesta de CID Gallup, de mediados de octubre. El sondeo señala, además, que solo el 19% de los encuestados volvería a votar por Ortega.
Poco les importa eso al mandatario y a su “copresidenta” y esposa, Rosario Murillo. Su poder hacia adentro es casi total y, hacia afuera, cuentan aún con respaldos públicos de algunos socios como Venezuela, Honduras y Rusia y la ambigüedad de naciones como México y la Argentina, cuya postura de “no interferencia” actúa casi como coartada democrática del régimen.
Del otro lado hay, sin embargo, gobiernos y organismos que, no sin cierta pereza y ambivalencia, lanzan alertas y proponen planes para detener el proyecto dictatorial de Ortega e “impedir que siga dañando a su propia gente”, como advirtió Eric Farnsworth, vicepresidente del Consejo de las Américas y exfuncionario del Departamento de Estado norteamericano, en diálogo con LA NACION.
La inquietud de esos países y organismos apunta también a la creciente consolidación de un bloque autocrático atravesado por el poder narco en Centroamérica, encabezado, claro, por Nicaragua y seguido por El Salvador, Honduras y Guatemala. Detrás de ese deterioro se esconde otro fenómeno que también amenaza con profundizar los pesares de América latina: cada vez más fragmentada, la región no logra resolver sus problemas y se hunde más y más en la irrelevancia global.
1. El control total
Aunque al gobierno argentino le cueste aceptarlo, la deriva dictatorial de Nicaragua es obvia hasta para los ojos más ingenuos. En los últimos meses, 39 candidatos, dirigentes políticos, banqueros, periodistas, empresarios fueron encarcelados, tres partidos políticos fueron forzados fuera del juego electoral, 500 ONG fueron ilegalizadas, un diario impreso fue sacado de circulación.
En la cárcel o en la calle, las condiciones de vida para cualquier opositor son casi imposibles. “A algunos de los detenidos los interrogan hasta ocho veces al día; duermen en celdas con apenas un colchón sin sábanas y solo pueden salir al patio15 minutos cada dos semanas”, cuenta a LA NACION, desde Nicaragua, una persona que monitorea las condiciones de vida de los presos políticos y que prefiere el anonimato por miedo a las persecuciones.
En la calle, los retenes policiales son cada vez más frecuentes y la posibilidad de que los nicaragüenses salgan a protestar por la “farsa electoral”, como busca una parte de la oposición, cada vez más lejana.
“Acá están matando gente y encarcelando gente de todos los estratos. Además hay miedo a la repetición de 2018. Cuando salimos a la calle en ese momento, nos sabíamos que el régimen podía llegar a tanto. Ahora sí”, dice, en diálogo con LA NACION desde Managua, el escritor y sociólogo José Luis Rocha.
Ese año, las protestas en todo el país contra la reforma del sistema previsional dejaron, por lo menos 350 muertos, una cifra que algunas ONGs llevan a 600.
Las movilizaciones fueron el punto de quiebre para la deriva autocrática de un clan Ortega que ya mostraba sus afanes dinásticos.
A partir de allí, el mandatario y su copresidenta siguieron al milímetro la receta ya empleada y mejorada por la Cuba de los Castro y la Venezuela de Chávez y Maduro: completo control de las fuerzas de seguridad; silenciamiento y represión de la disidencia y la protesta social, y el suficiente apoyo internacional como para levantar un muro de legitimidad contra las sanciones de organismos y países.
Ortega cuenta con el respaldo total de la Policía Nacional y con la complicidad de las Fuerzas Armadas mientras que la oposición tiene a su dirigencia encarcelada o exiliada y a sus bases desmovilizadas por el miedo.
Respaldo internacional no le falta a Ortega. Venezuela ya no le transfiere los préstamos blandos que, durante más de una década, hasta 2017, financiaron al Estado nicaragüense, pero la oposición sospecha que parte del oro exportado por la nación centroamericana proviene precisamente de Caracas. Rusia, en tanto, aumenta su presencia en el país, al tiempo que los vecinos habilitan créditos desde el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) y respaldos políticos, pese a las diferencias ideológicas.
2. Las alternativas
“Tal como están las piezas, hay régimen para rato”, advierte Rocha.
Consciente de la fortaleza de Ortega y su entorno, la oposición apela al recurso de la presión y, eventualmente, el aislamiento internacional para forzar al presidente a devolverle cierto oxígeno democrático a la vida del segundo país más pobre de América latina, detrás de Haití. Pero ese aislamiento está lleno de desafíos.
“Ningunas de las alternativas es buena. Desplazarlo no es una opción. Pero la comunidad internacional tiene que prepararse para subirle el costo a las decisiones [autocráticas] de Ortega, para hacer más difícil que dañe a su propia gente y que siga con la represión. El desafío es tomar medidas que no afecten a la población”, dice Eric Farnsworth, del Consejo de las Américas, desde Washington.
La medida hoy más validada es presionar a los organismos internacionales para que le corten el chorro financiero a Nicaragua. En lo que va del año, el país recibió unos 1000 millones de dólares (equivalente al 8% de su PBI) en créditos del BCIE, el BID, el FMI y el Banco Mundial.
Parte de la oposición teme, sin embargo, que eso afecte directamente a los nicaragüenses de menos ingresos y propone que se sancione la venta de oro, hoy la mayor exportación, por encima de la carne vacuna y del café.
Esa oposición también le reclama a Estados Unidos una intervención más activa para sacar a Nicaragua de la asfixia autoritaria. Busca que Washington apunte a la jerarquía del régimen con fuertes sanciones y que recorte la participación nicaragüense en el Cafta (el acuerdo de libre comercio con Centroamérica).
Sin embargo, sospecha que la pereza de la administración de Joe Biden para actuar está relacionada a el miedo de la Casa Blanca a que la salida masiva de nicaragüenses de su país alimente la crisis migratoria de la región.
3. La ambigüedad argentina
Para Marcelo Valle Fonrouge, exembajador argentino en el país centroamericano y autor del libro Nicaragua, la democracia violada. Acciones y medidas para el fortalecimiento de la institucionalidad y la protección de los derechos humanos, de pronta publicación, la demora en actuar “tiene que ver con la intrascendencia de esa nación en el escenario internacional”.
Eso explica, para él, por qué las medidas diplomáticas para proteger la democracia nicaragüense, sea en la OEA, la Celac o el Sica, tardan en llegar.
Más allá del propio peso regional de Nicaragua, la postura del gobierno de Alberto Fernández frente a la destrucción de la democracia en ese país llamó la atención de actores cuyo apoyo necesita en las negociaciones por su deuda, Estados Unidos y la Unión Europea (UE).
Por su lado, el presidente francés, Emmanuel Macron, le reclamó a Fernández una posición más firme contra Ortega, el último fin de semana, mientras que también Washington, con toda su ambivalencia, hizo lo mismo en los últimos meses.
Sin mucha brújula diplomática, pero con color ideológico, la Argentina se abstuvo en votaciones de la OEA y de la ONU que cuestionaban el rumbo del proceso electoral en Nicaragua y reclamaban a Ortega la liberación de los presos políticos. A la vez, entre una y otra votación, inquieta por los derechos humanos, convocó al embajador en Managua, Daniel Capitanich, que permanece hoy en el país.
“La Argentina juega desde la cornisa”, opina, en diálogo con LA NACION, Valle Fonrouge.
Desde esa cornisa, el país argumenta que no se quiere intervenir en procesos electorales, como si la transparencia y libertad del voto no fueran un derecho humano.
Esa ambigüedad, en la que la Argentina está acompañada por México, tampoco pasa desapercibida en la propia Nicaragua.
“Los Ortega provienen del tiempo en el que las ideologías tenían mucho peso y les importa seguir sintiéndose de izquierda. El aval simbólico de la izquierda global les da fuerza y legitimación. Por eso los partidos y países que se lo creen actúan como la coartada [del régimen]”, dice el sociólogo Rocha, desde Managua.
La ambigüedad tiene un costo alto para la Argentina y no tanto para México.
Este último tiene una tradición constitucional de no intervención. Además, su política exterior hoy está por completo enfocada a Estados Unidos y es ajena a condicionamientos como Nicaragua.
Para la Argentina, más aislada y menos influyente, en cambio, el costo es considerablemente mayor: pierde en todos los frentes. Por un lado, suma desconfianza a la falta de credibilidad de la que padece ante las potencias occidentales. Por el otro, se gana también el enojo de Ortega, que le retacea su voto para que un representante argentino presida la Celac.
La ambigüedad conduce a derrotas tácticas. Por no hablar de las necesidades estratégicas de un país que necesita al mundo tanto como a sí mismo ni de los imperativos morales de una nación que sufrió la sistemática violación de derechos humanos durante la dictadura y hoy se niega a cuestionar regímenes similares.
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