El relato de un corresponsal que vivió en ese país los últimos dos años por su trabajo y ahora se instaló en los Estados Unidos remarca lo más destacado del lugar
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Hace poco tuve que dejar Perú. Fueron dos años aquí como corresponsal, que confirmaron algunas de mis expectativas cuando llegué. Como pronosticaron muchos de mis colegas, tuve que cubrir la caída del presidente. Perú tuvo siete presidentes en seis años y el que estaba cuando llegué en enero de 2022, Pedro Castillo, fue destituido tras intentar disolver el Congreso menos de un año y medio después de llegar al cargo.
Ahora está en la cárcel de las afueras de Lima, en la que encierran a los expresidentes peruanos presos. En Perú, la prisión es un desenlace habitual para los exmandatarios. También me habían puesto sobre aviso sobre el terrible tráfico de Lima y su efecto desquiciante incluso sobre las personas más pacientes. Efectivamente, más de una vez desesperé atrapado en sus atascos. También había cosas prometedoras, claro. Por algo Perú es uno de los principales destinos turísticos de América Latina.
Por supuesto, sabía que la comida peruana es deliciosa, sobre todo su plato bandera: el cebiche. Sí con b. Aunque fuera de Perú se ve menos, muchos peruanos lo escriben de esta manera. ¿No es más divertido así
También había oído hablar de las ruinas incas de Machu Picchu, una de las siete maravillas del mundo, y de las mundialmente famosas líneas de Nazca y las extravagantes teorías que circulan sobre su supuesto origen extraterrestre.
Pero, en mi tiempo allí pude descubrir algunas otras cosas de las que se habla menos en los folletos turísticos y que también forman parte del alma de un país que ya es un poco el mío. Estas son las que menos esperaba y más extraño desde que me marché.
La comida peruana… mucho más que el cebiche
Sí, acabo de decir que conocía la comida peruana; lo que no imaginaba era que iba mucho más allá del cebiche y la inmensa variedad de platos ricos que iba a saborear. La cocina peruana es el resultado virtuoso de una mezcla milenaria entre las tradiciones y los ingredientes autóctonos y las aportaciones de las gentes que a lo largo de los siglos fueron llegando, desde los españoles de la colonia hasta los inmigrantes chinos y japoneses del Perú independiente.
También, de la infinita variedad de paisajes y ecosistemas de Perú.Sus cerca de 1,3 millones de kilómetros cuadrados albergan desde playas infinitas como las del norteño departamento de Piura, pasando por el vasto desierto de Ica y las cumbres andinas de Cuzco y Apurímac, hasta la selva exuberante de la Amazonía de las regiones de Loreto, Madre de Dios y Ucayali.
En cada uno de estos ambientes se cocina diferente y la fusión de ingredientes y recetas son el secreto del éxito de su gastronomía y de que su capital concentre varios de los mejores restaurantes del mundo.
En Perú descubrí la pachamanca, un plato cocinado al calor de piedras precalentadas que puede incluir carne de res, chancho, pollo y un roedor parecido al conejo, llamado cuy. Todo se sirve acompañado de choclo, camote o papas. Es una comida tradicional en los Andes, donde compartirlo servía muchas veces para reforzar lazos y celebrar fiestas en las comunidades campesinas.
Algunos de sus ingredientes, la papa y el choclo, son mucho más que productos del campo; son motivos de orgullo nacional, como pude comprobar entre los indígenas de la comunidad Huancuire, que viven a más de 4000 metros de altitud en un apartado paraje de Apurímac. No había nada de lo que se jactara más su jefe cuando los visité que de su cosecha de papa.
La papa era el centro de su vida y de sus duras jornadas de trabajo. La cocinaban durante horas en huecos cavados en el suelo mientras trabajaban los campos comunales y la comía toda la familia con las manos en la pausa para el almuerzo. Otro de los guisos elaborados con piedras calientes que me asombraron es la carapulcra, una contundente combinación de diversas carnes, maní, ají colorado y, por supuesto, papa.
La carapulcra es un plato tan antiguo y arraigado que hasta Ricardo Palma, uno de los padres de la literatura peruana moderna, le dedicó unas líneas en su obra clásica “Tradiciones peruanas”. Los historiadores aún tratan de averiguar cuáles son sus orígenes.
Las últimas investigaciones sugieren que nació en la época inca, pero los esclavos africanos que trajeron los españoles para trabajar en las plantaciones le hicieron algunos cambios a la receta original, introduciendo así variaciones que perduran en la actualidad. Sea como sea, créanme, mucho mejor que leer sobre la carapulcra es probarla.
Tampoco podía imaginar que al maíz se le pudiera sacar tanto juego. No hay establecimiento peruano que se precie que no sirva por cortesía un platito del tradicional maíz tostado al comensal cuando se sienta a la mesa. Lo llaman cancha y está por todas partes, hasta el punto de que en el hablar popular se dice de algo cuando abunda que hay tanto “como cancha”.
Otro ejemplo del mestizaje culinario peruano es el chifa, la comida que surgió de la llegada de inmigrantes chinos en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el mariscal Ramón Castilla abolió la esclavitud y empezó a escasear la mano de obra africana que hasta entonces había trabajado los cultivos.
Los chinos o culíes, como eran conocidos, fueron llenando primero los campos y mas tarde las ciudades peruanas, y con ellos surgió una nueva cocina que combinaba los sabores de su país con los que encontraron en su tierra de acogida.
Hoy, hay negocios de chifa casi en cada esquina y siempre son la mejor opción cuando uno tiene apetito y poco dinero. El menú típico consta de wantán, unas empanadas rellenas que se pueden pedir fritas o cocidas en una sopa de fideos; y arroz chaufa, arroz frito con mariscos, pollo o ambas cosas, lo que uno prefiera.
Es una de las opciones más populares de comida rápida. Los peruanos la aman. Después de dos años, también yo acabé haciéndolo. Ahora vivo en Estados Unidos. Se harán una idea de cuánto extraño el chifa y todo el resto de la comida peruana.
La literatura peruana… más allá de Vargas Llosa
Si la cocina de Perú es rica y diversa, no lo es menos su literatura. Al llegar me sorprendió que había equipos de fútbol que tenían nombre de escritores.
En Arequipa juega el Melgar, bautizado así en honor al poeta del siglo XIX Mariano Melgar, mientras que en Cuzco tiene su sede el Deportivo Garcilaso, homónimo del Inca Garcilaso de la Vega, gran escritor del Renacimiento en el Perú colonial. Son solo dos ejemplos.
Fue por el fútbol que llegué a autores de los que nunca había oído hablar y no tardé en comprobar que en Perú en general se ha escrito infinitamente mejor de lo que se ha jugado al fútbol, así que decidí bucear en sus obras. Como todo lector en español que se precie, había leído ya las principales novelas de Mario Vargas Llosa, el gran autor peruano contemporáneo, así que me dediqué a explorar a esos otros a los que conocía poco o nada.
Así descubrí a clásicos latinoamericanos como José Carlos Mariátegui y sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, escrito hace casi un siglo, en los que denuncia, con concisión y estilo impecables, aspectos como el racismo y la mentalidad colonial que en gran medida siguen vigentes en el Perú actual.
Conocí al Caballero Carmelo, un entrañable gallo de pelea que no pudo escapar a su trágico destino en un cuento que todos en Perú conocen. Su creador, Abraham Valdelomar, fundó en 1916 el Movimiento Colónida, un colectivo de jóvenes escritores que buscaban deshacerse de un yugo colonial que sentían aún vigente en el mundo académico e intelectual. Valdelomar murió con solo 31 años, según la versión más extendida, tras caerse de una escalera en Ayacucho. No pudo cumplir su deseo de liquidar a Colón, pero dejó una colección de relatos cortos que disfruté mucho.
También me encontré con el atormentado José María Arguedas, que medio siglo después que Valdelomar seguía empeñado en revalorizar el elemento indígena. Arguedas era blanco, pero conocía el quechua, y en su novela Los ríos profundos penetró, quizá como nadie lo había hecho antes, en la mentalidad y la manera de ver el mundo de los indígenas peruanos, durante mucho tiempo los grandes olvidados.
Arguedas también tuvo un final trágico. Un día se encerró en uno de los baños de la universidad en la que enseñaba y se disparó en la cabeza. Pasó a la posteridad como uno de los grandes referentes de la literatura indigenista que floreció en Perú en el siglo XX. Su lectura me ayudó a entender un poco mejor la manera de ver el mundo de los indígenas peruanos. Me quedó la pregunta de por qué entre los principales autores indigenistas no había indígenas.
También me zambullí en los versos de un titán como César Vallejo. De él sí había oído hablar en mi España natal porque con el chileno Pablo Neruda y otros había encabezado una campaña en apoyo de la República durante la Guerra Civil de 1936.
Mi tiempo en Perú fue la oportunidad de conocer mejor la etapa peruana de Vallejo y darme cuenta de que pocos han escrito con tanta potencia, profundidad y audacia sobre el dolor, el amor y la pérdida, pasiones humanas universales que él sintió como pocos.
De entre los vivos, disfruté mucho a Alfredo Bryce Echenique y su Un mundo para Julius, que retrata a través de la inocente mirada de un niño un mundo en las antípodas del que interesó a Arguedas, el de la élite de Lima que conduce autos deportivos, juega al golf y se reúne en clubes exclusivos, ajena a las necesidades de muchos de sus compatriotas. A todos estos autores también los echo de menos, aunque un poco menos. Ellos ya son amigos que me acompañarán dondequiera que vaya.
*Por Guillermo D. Olmo
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