Los perros guardianes y antiexplosivos surgieron en las décadas del 80 y 90, cuando las bombas de los narcotraficantes, primero, y las guerrillas, después, se hicieron comunes en las ciudades
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Cuando uno entra en auto a un centro comercial en Bogotá, lo más probable es que un vigilante, vestido de uniforme, le pida que apague el motor y abra las puertas y el baúl para requisarlo, con la ayuda de un perro entrenado, a ver si tiene una bomba.
“Pero, ¿y sí es necesario?”, le preguntó BBC Mundo a una vigilante del centro comercial Retiro, en el norte de la capital colombiana, hace unos días.
“Pues ¿no ve que en ahí al frente (en el centro comercial Andino) la guerrilla puso una bomba hace cinco años que mató a tres personas?”
La sociedad colombiana se encuentra en estado de alerta. No es claro si es por un trauma heredado de la guerra, que tuvo su apogeo en los años 90, porque la guerra de alguna manera continúa, o porque el crimen se tomó el estado de ánimo social, como también pasa en otras partes. O si es un poco de todas esas cosas.
En todo caso, las medidas de seguridad que pueden ser inusuales en otros países de la región, también azotados por la criminalidad, no se reducen a los perros vigilantes: acá es común que te requisen para entrar a pie a un centro comercial o que la Policía te detenga y te haga una inspección aleatoria.
También es común ver militares armados de rifles patrullando las calles y carreteras. Y la industria de la seguridad privada, que incluye escoltas y guardias y sistemas de monitoreo, es más grande que la Policía.
Hoy Colombia no es mucho más violenta que otros países de la región. Aunque los homicidios subieron el año pasado, la cifra de 26 asesinatos por cada 100.000 habitantes —el principal criterio que suele usarse para medir la inseguridad— no es mayor al de Ecuador o México y es inferior al de Venezuela y Honduras.
En Bogotá, la cifra de 12,8 homicidios por cada 100 mil habitantes, similar a la de Medellín, es cercana a la de Uruguay o Panamá e inferior a la de Brasil o Guatemala.
Colombia dejó de ser un país inusualmente violento en América Latina. Sobre todo, en las grandes ciudades. Y sin embargo acá se ven medidas que reflejan una sensación de inseguridad especial, marcada por antecedentes traumáticos y, también, por una enorme industria de la seguridad privada.
“La guerra se acabó, pero la delincuencia no”
Es difícil saber cuáles de estas medidas son únicas de Colombia. La inseguridad es un problema en toda América Latina y las soluciones han sido, en general, las mismas.
Los perros guardianes y antiexplosivos, que en los casos de los centros comerciales viven y duermen en el mismo edificio durante años, surgieron en las décadas del 80 y 90, cuando las bombas de los narcotraficantes, primero, y las guerrillas, después, se hicieron relativamente comunes en sectores neurálgicos de las ciudades.
Perros como estos también existen en México.
En 2019, en ese país, se oficializó y reglamentó la presencia de militares en las calles para combatir el crimen. En Colombia eso ocurrió en la década del 70, en medio de una ola de decretos presidenciales de emergencia llamados Estado de Sitio.
También está el ejemplo de la seguridad privada, industrias que tanto en México como en Colombia representan un 1.5% del PBI y son las más grandes de la región, aunque estas cifras no cuentan la seguridad privada informal, que puede ser tanto o más grande que la legal.
La industria legal, en todo caso, tiene 800 empresas y 400.000 empleados en Colombia: vigilantes, escoltas, conductores, entrenadores. Es una cuarta parte de los empleados que tiene la Policía Nacional.
José Rivera es líder sindical en la empresa Fortox, una de las más grandes. Exmilitar, lleva 27 trabajando como vigilante. Y para él, las medidas se justifican.
“La guerra se acabó, pero la delincuencia no y la delincuencia es también dañina”, dice. “Yo no le veo problema a que, por ejemplo, al entrar a un edificio le hagan el debido proceso a la gente, con la cédula y el registro”.
En Colombia es usual que para entrar a un edificio uno deba registrarse ante un vigilante. Usual en edificios de oficinas, incluso en universidades, así como en residenciales.
Pero nada más difícil que entrar como visitante a especies de barrios cerrados o privados, llamados en Colombia conjuntos cerrados de residencia, un fenómeno que el arquitecto y urbanista Fernando de la Carrera considera el producto más transcendental de esta “sociedad del miedo”.
Pululan en zonas ricas y pobres de las ciudades, sobre todo de Bogotá. Incluyen varias torres, están rodeados de rejas y son monitoreados por cámaras en cada esquina. Los gestionan vigilantes y perros guardianes. Ocupan manzanas enteras.
Un 40% de los 9 millones de bogotanos viven en un conjunto cerrado. Solo en Ciudad Verde, un barrio de conjuntos cerrados en el sur, viven 200.000 personas: es una ciudad privada.
“El éxito del modelo del conjunto cerrado se alimenta del miedo y su crecimiento coincide con el auge de la violencia que se apoderó de la nación a partir de los años 80″, escribe De la Carrera en Rejalópolis, un estudio que publicó con la Universidad de los Andes.
“El miedo nos llevó a sacrificar el espacio público y las interacciones sociales y económicas que este mismo genera”, dice. “La segregación espacial que motiva los conjuntos cerrados incrementa el sentimiento del miedo, el aislamiento y propicia más de lo mismo: desconfianza, inseguridad, más miedo y más rejas”.
Porque las medidas extremas de seguridad no solo hablan de un presente violento, sino de un pasado que se revive cada vez que hay un suceso de violencia. El pasado, es decir, se vive en el presente.
Escoltas y Toyotas
La Unidad Nacional de Protección es la organización del Estado que vela por la seguridad de los colombianos en riesgo: funcionarios, congresistas, líderes campesinos y un largo etcétera de comunidades vulnerables.
La entidad tiene cerca de 2000 escoltas de planta y otros 8.000 que contrata a las empresas privadas de seguridad, al igual que las camionetas y las armas.
Alrededor de 10.000 escoltas formales en el país es parecido a lo que reporta el Servicio de Protección Federal, el organismo semejante en México, un país el doble de grande.
“La protección debería ser la salvación del miedo, pero en realidad es un negocio”, dice Augusto Rodríguez, director de la UNP. “Y hay gente que juega con eso, que mueve el riesgo para arriba o para abajo según su interés, porque el miedo es el caldo de cultivo para la corrupción”.
Rodríguez acompañó al presidente, Gustavo Petro, durante toda su carrera: estuvieron juntos en la guerrilla, en el Congreso y en la Alcaldía de Bogotá.
“Proteger la vida es la línea política central de este gobierno”, dice, para explicar por qué alguien tan cercano al presidente preside una entidad usualmente secundaria.
Desde que llegó, Rodríguez dice haber encontrado diferentes esquemas de corrupción: autos que no se usan y están varados y cobran cupos de gasolina, vehículos que trafican drogas, esquemas de venta de armas legales a grupos ilegales y desfalcos en la estructura de sueldos de los funcionarios.
“Nosotros queremos destoyotizar a Colombia”, asegura, en referencia a las camionetas Toyota que llegaron al país en los ´80, fueron un símbolo de los narcos y hoy —casi siempre blindadas y de color blanco— son una herramienta de estatus.
Rodríguez no cree que las medidas de seguridad sean exageradas, en general: “La violencia persiste porque persisten la desigualdad, las problemáticas de tierra (…) Muchos no necesitan los esquemas de seguridad, tienen más un problema de movilidad que de seguridad, pero la mayoría sí”.
Pareciera, en cualquier caso, que hay una discrepancia entre la realidad del crimen, que hoy es menor que antes, y las medidas que toman los colombianos para protegerse, que solo aumentan.
Pero para Luis Ignacio Ruiz, un criminólogo y psicólogo social de la Universidad Nacional, no existe tal cosa como “el miedo injustificado”.
“El miedo al crimen involucra muchas otras emociones que no solo hablan de la inseguridad”, asegura. “En varios estudios hemos encontrado que la gente se declara insegura cuando su miedo, en realidad, es la pobreza, la falta de educación o el hambre”.
“Y a eso tienes que añadir que las cifras de inseguridad nunca son completas, porque omiten una cantidad de crímenes que no se denuncian, además de que los medios de comunicación, que dan prioridad al crimen, y ahora las redes sociales, generan un efecto de repetición del suceso”.
La mayoría del territorio colombiano ya no está en guerra. Pero el recuerdo de ésta no solo es un ejercicio mental: tiene implicaciones materiales en el presente.
Y hace que los colombianos tengan miedo. Y se escuden de perros guardianes para defenderse.
Por Daniel Pardo
Corresponsal de BBC Mundo en Colombia
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