Las capacidades de gestión de Boris, en la mira de aliados y rivales
Destacan sus habilidades para generar distracciones en momentos de crisis
LONDRES.- Ahí donde el río Támesis vuelca sus aguas en el Mar del Norte, Boris Johnson quería construir un aeropuerto sobre una isla artificial.
Corría 2009, y Johnson era el flamante alcalde de Londres. Para analizar su idea del aeropuerto, intentó sumar al prestigioso científico David King, que acababa de advertir sobre el aumento del nivel de las aguas del Támesis y que no había idea peor que construir un aeropuerto.
Así que King se quedó pasmado cuando Johnson lo nombró al frente del equipo que analizaba la posibilidad de un aeropuerto en el delta del Támesis, y fue a confrontar al alcalde. "Me dijo: '¡Ay! Qué tonto soy', o algo por el estilo, mientras se acomodaba el pelo", recuerda King. El alcalde siguió: "Quedate tranquilo, David, va a salir todo bien".
No salió todo bien. Al igual que muchos proyectos que llevan la marca de Johnson, el plan de la "aeroísla" se tragó millones de dólares, pero nunca llegó a ningún lado.
A los 55 años, Johnson está desplegando ese personaje torpe y bonachón que fabricó para convertirse en alcalde de Londres. Es el niño mimado de las bases conservadoras que apoyan el Brexit. Es el elegido de Donald Trump.
Pese a su carisma, muchos de sus colegas y analistas políticos ponen en duda su capacidad y su competencia. Durante sus dos mandatos como alcalde leyó el humor de la opinión pública y canalizó millones de dólares de acuerdo con esa lectura, sin importar las advertencias contenidas en los informes que le entregaban. Y como canciller se lo vio incómodo en un rol que demanda más gravitación que grandilocuencia.
Sus aliados reconocen que Johnson se ve a sí mismo como alguien enfocado en "el cuadro completo", y no en los detalles del día a día de gobierno. "Lo que hace es captar la energía del momento, del día, y entones sabe para dónde ir", dice Ray Lewis, asesor de Johnson en la alcaldía. Lewis dice que Johnson se hace una idea general de las cosas, como alguien que sueña despierto con rescatar a su amada de un castillo encantado. Los detalles técnicos del problema no cuentan. "Nunca se pregunta de dónde va a sacar el caballo o la armadura", dice Lewis.
En 2001, Johnson fue elegido para el Parlamento, donde quedó inmerso en una controversia y fue despedido del equipo de líderes de la oposición tras negar falsamente los informes sobre un romance extramatrimonial. Fue elegido alcalde en 2008 y prometió frenar el delito y recortar gastos superfluos. Opción inusual para una ciudad que tiende a la izquierda, Johnson logró su reelección mostrándose como un conservador con opiniones heterodoxas.
Su estilo atolondrado y el carisma lo ayudaron a distraer a los británicos de su proliferación de errores. Su mandato dejó varios fracasos muy costosos, como el "Boris bus". Ken Livingstone, su predecesor, había descartado el entrañable modelo del colectivo de dos pisos para reemplazarlo por colectivos "flexibles", más largos y espaciosos. Para algunos londinenses, eran una monstruosidad moderna y desalmada que recorrían las calles de su ciudad.
Para capitalizar ese enojo, Johnson prometió resucitar el modelo clásico y hasta reinstaló a los vendedores de boletos a bordo, a pesar de las advertencias de los funcionarios de transporte de que el plan era económicamente inviable.
En un par de años, los "Boris bus" pasaron a ser mayormente famosos por el aire viciado y húmedo que se respiraba en el interior y sobre todo por los 375 millones de dólares que le costaron al erario público. "En ese tipo de cosas le gustaba ir decidiendo sobre el pucho, y no tenía empacho en mentir o engañar", dice Jenny Jones, por entonces miembro de la Legislatura londinense por el Partido Verde. Johnson parecía enamorado del estatus y el poder que le daba la alcaldía, pero "lo aburría la idea misma de la política y de hacerse responsable de las cosas", dice Jones. "No le confiaría ni el regado de mis plantas".
Nada sacó más lustre a la imagen de Johnson que los Juegos Olímpicos de 2012. Lo fascinaba la posibilidad de venderles Londres a los londinenses y de venderse a sí mismo al mundo. Pero su posterior decisión de convertir el Estadio Olímpico en cancha de un club de la Premier League le dejó una herencia eterna a la alcaldía: cada otoño, cambiar la disposición de las plateas para adecuarlas a la temporada de fútbol cuesta 10 millones de dólares.
También impulsó un plan para construir un "puente jardín" sobre el Támesis, que terminó costando 62 millones de dólares sin que se haya colocado el primer ladrillo.
En 2016, fue el arquitecto de la victoria pro-Brexit en el referéndum y se convirtió en favorito para el cargo de premier. Pero ganó Theresa May, que para sorpresa de muchos nombró a Johnson al frente de la cancillería, en parte para mantenerlo al margen de la política doméstica.
Fue dos años ministro hasta su renuncia, en julio del año pasado, tras operar en contra de la estrategia de May para el Brexit y declarar que Gran Bretaña se encaminaba "a tener un estatus de colonia".
En su carrera hacia el cargo, Johnson tuvo que adaptar algunos de sus viejos hábitos -su teatralidad, sus insultos polisilábicos, sus proyectos estrafalarios- a la era del Brexit. Así como siendo alcalde usó sus grandes ideas para maquillar circunstancias difíciles, lo mismo hizo para distraer sobre las complejidades que plantea el Brexit.
Entre otras sugerencias, sacó a relucir la idea de construir otro puente, pero esta vez no sobre el Támesis, sino sobre el Canal de la Mancha, entre Inglaterra y Francia.
Traducción de Jaime Arrambide
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