La vida de Lady Di o cómo ser princesa en un cuento triste
Diana Spencer se convirtió en la princesa del pueblo y en la reina de corazones pero su historia está llena de sufrimientos
Faltaban apenas horas y ella tenía dos opciones: mandarlo todo al diablo o respirar profundo y meterse en la ducha y bañarse y después secarse y maquillarse y peinarse y vestirse: primero la ropa interior, después las medias de lycra, los zapatos y por el último la tiara y el vestido; ese vestido blanco, pomposo, carísimo, monumental.
No se animó. Pese a la pulsión de huida que le retumbaba en la cabeza, la misma que no la dejó dormir por la noche, ese 29 de julio de 1981 Diana Spencer , 20 años, cuarta hija del conde Edward John y de Frances Roche, se puso un traje de princesa y caminó hacia el altar de la Catedral San Pablo de Londres, donde la esperaba Carlos , 32 años, hijo de la reina Isabel II y Felipe, heredero al trono de Inglaterra.
Era un cordero que entraba al matadero. Ella misma describió así el momento años después. 750 millones de personas siguieron en vivo el casamiento del primero en la línea de sucesión y su bella novia, una rubia celestial, de ojos claros, que no pudo imaginar todo lo que le estaba por pasar.
Fue el peor día de su vida.
Un matrimonio sin amor
¿Qué puede salir bien si el prometido de una mujer era antes el pretendiente de su hermana? La semilla del matrimonio entre Carlos y Diana estaba podrida desde el origen. Se conocieron en Northampton en 1977. Ella fue su segunda opción. Sarah, más grande que Diana, había sido señalada por su padre, el conde Spencer, para la tarea, pero su personalidad descarriada y su desfachatez no concordaban con la realeza. Diana, hermosa, blanca, suave y delicada, parecía perfecta.
Se vieron apenas trece veces antes de casarse, de acuerdo a las versiones de la prensa, y no compartieron la cama: Diana tenía que llegar virgen y pura a la iglesia. Él la llamaba por teléfono cada tanto y luego desaparecía. A los seis meses de noviazgo, se comprometieron con un anillo que brillaba tanto, que encandilaba, que llamaba la atención y así tapaba. La tristeza, la resignación, la falta de amor.
Hay quienes aseguran que Diana, pese a todo, estaba terriblemente enamorada del príncipe. Por eso lo soportó todo. Hay otros, como el biógrafo de la monarquía Christopher Wilson, que no están de acuerdo: “Era muy ambiciosa y comenzó su relación con Carlos con los ojos abiertos: sabía todo sobre Camilla pero pensó que su juventud y belleza podían opacar a la mujer mayor”, dijo a LA NACION.
Diana y Carlos no tenían nada en común. El prefería leer a pasar tiempo con ella: de hecho, en su luna de miel, según contó ella misma en una entrevista con Andrew Morton, su biógrafo, el príncipe se llevó ocho libros. Después, ya instalados en su casa, buscaba cualquier excusa para esquivarla: la caza, el polo, los amigos. Carlos la envidiaba. Cuando aparecían juntos, los flashes de las cámaras apuntaban a ella y eso el hijo de la reina no lo toleraba.
Lo cierto es que, como ella misma admitió, el suyo fue un matrimonio infeliz y de a tres: marido, mujer y amante.Camilla Parker Bowles estuvo en la vida de Carlos desde el principio y en las pulseras que usaban con las iniciales F y G, que referían a Fred y Gladys, la forma en que se llamaban en la intimidad, y en los gemelos que Carlos usaba ante la mirada de su mujer, que sabía bien quién se los había obsequiado.
El heredero al trono no se esforzaba en disimular, nada. Sus habituales desplantes, su desprecio, su falta de caballerosidad y esa ausencia total de compañerismo conformaron el lenguaje que utilizó con su esposa en los quince años que estuvieron casados. Dicen que Carlos programó la fecha del parto de su primer hijo para no perderse un partido de polo. Dicen que si la veía llorar, la retaba para que se callara. Que cuando nació Enrique, su segundo hijo, se enojó muchísimo porque él quería que fuese una niña.
“Creo que habrían sido un rey y una reina ilustres. Trágicamente, Carlos vio a Diana como una rival a ser temida en lugar de una compañera apreciada. Sus asesores dedicaron tiempo y recursos durante muchos años para desestimarla y marginarla”, contó a LA NACION Patrick Jephson, quien fue secretario privado de la princesa durante siete años e incluso viajó a la Argentina con ella en la única visita que hizo al país.
En 1991, cuando lo de Carlos y Camilla era el secreto peor guardado de todo el reino, Diana hizo una confesión demoledora: “Si pudiera escribir el guión de mi vida haría que me marido se fuera con su mujer y nunca regresara”.
Era tarde.
Una mente sin descanso
Diana se quedaba callada. Fingía el cuento de hadas que le habían escrito otros. Bajaba la mirada y aceptaba. Seguro que no controlaba la cabeza. No pudo hacerlo en esa horrible semana anterior a su matrimonio, cuando comenzó a lastimarse. Primero, fue la bulimia: “Recuerdo la primera vez que me provoqué ese mal. Estaba emocionada porque pensaba que era un modo de alivianar la tensión”, admitió Diana en una charla exclusiva con Andrew Morton. También contó que el día antes de la boda se dio un atracón junto a su hermana Jane y después lo vomitó todo. Que una vez Carlos la tomó de la cintura y le dijo “gordita”. Ella, justo ella, que la primera vez que se tomó las medidas para su despampanante vestido de novia tenía 73 centímetros de cintura y a las pocas semanas apenas 60.
Diana no vomitaba para verse más flaca; lo hacía para sacarse la infelicidad de encima. Pero no le alcanzaba. Por eso, por primera vez en medio de su luna de miel, intentó suicidarse: agarró una hoja de afeitar y se la clavó en las muñecas para cortarse las venas. No siguió. Pero el episodio se conoció y ni bien volvió a Londres la Casa Real contrató a los mejores especialistas para que se hicieran cargo de lo que el príncipe no podía. Y ni siquiera ellos pudieron frenarla.
Los medios británicos aseguran que Lady Di quiso matarse en al menos cinco oportunidades. Las que se conocen: la vez que tomó demasiadas pastillas de paracetamol y aquella escalofriante Navidad en Sandringham, cuando Diana y Carlos discutieron y ella le dijo que iba a quitarse la vida y él le dijo que terminara y se callara y ella, embarazada de tres meses de Guillermo, se paró en la punta de la escalera y se tiró al vacío.
“Los asesores de su esposo promovieron el diagnóstico de que Diana tenía un trastorno de la personalidad y por lo tanto no era apta para la vida real. Sí podía ser muy irracional. Tenía unas maneras despiadada, especialmente cuando sentía que había sido tratada injustamente. Pero dada la traición que sufrió, la falta de apoyo que ella experimentó y las extraordinarias presiones de una vida vivida en el implacable foco de la curiosidad pública, la historia verdaderamente sorprendente es su resiliencia, lo equilibrada e irrefrenablemente buena que era”, aseguró Jephson en diálogo con este medio.
Una vida sin paz
Diana quiso ser muchas cosas en sus años. Quiso ser bailarina cuando era chica, libre de joven, querida en su matrimonio, respetada en su familia, adorada por sus hijos. Diana quiso mucho y pudo poco.
Tuvo una infancia infeliz porque su padre le pegaba a su mamá y ella la escucha llorar en los rincones, a escondidas. Tuvo una infancia infeliz porque su papá quería que fuera un nene y siempre se sintió mal por eso. Porque cuando se separaron, su padre se quedó con su custodia pese a que ella quería irse con su madre.
Carlos fue su primer novio, su primer amor, su primer hombre. Y fue un desastre. Durante los 15 años que estuvo casada con él, buscó consuelo en otras personas. Tuvo amantes. Ninguno sirvió para sacarle la tristeza de la cara.
“Diana sin dudas vivió tristezas y además tenía una enorme capacidad para involucrarse a nivel emocional con otras personas, especialmente con aquellos que sufrían. A menudo la veía junto a enfermos terminales y me sorprendía por su capacidad para crear a su alrededor un lugar seguro en el que otros pudieran expresar su pena. Nunca olvidaré el consuelo que vi dar a los padres de los niños moribundos a través de una mirada, un toque o una palabra que demostraba que ella entendía lo que estaban sintiendo. Sin una vida familiar feliz y solidaria, sé que esto le costó trabajo, pero encontró reservas en su fuerza interior que le permitieron seguir adelante”, dice sobre Lady Di su ex secretario privado.
En 1996 por fin salió el divorcio y fue libre de todo. Carlos se había quedado con la custodia de sus dos hijos pero Diana siempre supo que sería así, lo habían arreglado incluso antes de casarse. No dudaba del amor que se tenían y de que no vivir en la misma casa no iba a destrozar el vínculo. Guillermo y Harry siempre fueron lo más importante para ella.
Diana tenía 36 años y el mundo por delante. Se había liberado. Había comenzado una relación con Dodi Al Fayed, el hijo de un empresario multimillonario. Era libre. De todo, menos de los paparazzi, que la perseguían 24 por 7 pese a que ya no era parte de la monarquía. Lady Di había conseguido vuelo propio y todos querían saber todo de ella. Por eso, ese 31 de agosto de hace veinte años atrás, esa noche en que viajaba junto a su nuevo amor, un custodio y un chofer en un Mercedes por las calles de la capital de Francia, los fotógrafos no los dejaron en paz. El conductor aceleró, quizá para dejarlos atrás, y chocó contra un pilar del túnel que ahora es el más -tristemente- célebre de París.
Lady Di murió en el hospital pocas horas después. Sus hijos aseguran que la gente que vio el accidente no se acercó a socorrerlos sino a fotografiarlos.
“Fue mucho más que una cara bonita: su nobleza le daba un comportamiento naturalmente real que reforzaba con habilidades formidables para con la gente. Era una líder nata. Era la persona más ingeniosa, observadora e intuitiva que jamás conocí. Trabajó duro para ser una princesa muy profesional, sabía lo que su público esperaba de ella y nunca dejó de darles lo mejor que podía ser”. Así la recordó Jephson.
Edición fotográfica: Fernanda Corbani
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