El libro de Sir John Mandeville alteró los horizontes de la humanidad y se convirtió en el faro que alumbró el camino para las grandes expediciones del Renacimiento
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La orilla era una maraña de raíces de manglares y el aire estaba denso por la humedad. En lo alto, el sol tropical ardía con implacable intensidad.
Después de años de fatigosos viajes, el caballero medieval inglés Sir John Mandeville había llegado a los confines de la Tierra.
Estaba a más de 8000 kilómetros de su hogar.
O eso afirmó.
Y no fue solo eso. Dijo que estuvo viajando durante 34 años completos y había emprendido una expedición de ensueño que cubrió la mayor parte del mundo conocido, y también gran parte del mundo desconocido.
Roma, Grecia y la capital bizantina de Constantinopla: ahí había pasado los primeros años de su gran aventura. Luego había continuado hacia Egipto, Etiopía y Tierra Santa.
Todavía hambriento de emociones, puso los estribos hacia el este y viajó hacia Armenia, India, China y más allá, atravesando desiertos resecos por el sol y montañas cubiertas de hielo. Incluso había visitado las Islas Andamán ecuatoriales, perdidas en la sofocante Bahía de Bengala.
El relato que escribió sobre su viaje, conocido simplemente como “Los viajes de Sir John Mandeville”, fue creído durante siglos. Los geógrafos lo utilizaron para volver a dibujar sus mapas, y los escribas monásticos lo tradujeron de un idioma a otro hasta que se extendió por todos los grandes monasterios de Europa.
Cuando este caballero trotamundos murió en la década de 1360, su libro estaba disponible en todos los idiomas europeos, incluidos holandés, gaélico, checo, catalán y valón.
De hecho, fue él, no Marco Polo, quien era conocido como el “viajero más grande del mundo”. La gran cantidad de manuscritos que se conservan es testimonio de la popularidad de Mandeville: todavía existen más de 300 copias manuscritas de “Los viajes” en las bibliotecas europeas, cuatro veces el número del libro de Marco Polo.
Quién era el caballero
Los primeros lectores quedaron cautivados por sus extravagantes historias de pigmeos y caníbales, sin embargo, la importancia perdurable de “Los viajes” está en un pasaje único pero sorprendente que distingue al libro de todos sus contemporáneos.
Mandeville afirmó que su viaje demostró que era posible zarpar en una travesía alrededor del mundo en una dirección y regresar a casa por la otra. Eso era algo que otros habían dicho que era imposible.
Su libro alteró los horizontes de la humanidad y se convirtió en el faro que alumbró el camino para las grandes expediciones del Renacimiento.
Cristóbal Colón planeó su expedición de 1492 después de leerlo. El explorador y escritor Sir Walter Raleigh estudió el libro y declaró que cada palabra era cierta. Se dice que Sir Martin Frobisher leyó una copia mientras realizaba su ruta pionera a través del Pasaje del Noroeste en el siglo XVI.
Pero, ¿quién era este elusivo caballero? ¿Realmente emprendió tal viaje?
El paso de seis largos siglos presenta un desafío para cualquier detective histórico, pero los documentos sobrevivientes brindan algunas pistas sobre el aventurero y sus aventuras.
De los muchos John Mandeville que había en la década de 1300, uno vivía en la aldea de Black Notley, en Essex, donde poseía grandes tierras y propiedades.
En 1321, pocos meses antes de que nuestro intrépido aventurero afirmara haber dejado Inglaterra, este John Mandeville vendió todo lo que poseía y desapareció por 37 años.
¿Era ese el célebre viajero? Es posible y hay una razón de peso para su partida. El señor supremo de la familia Mandeville, Humphrey de Bohun, se había rebelado contra el rey Eduardo II y en la desastrosa batalla fue derrotado.
El rey juró una terrible venganza contra la familia y sus vasallos. Como teniente de los de Bohuns, John Mandeville habría tenido una necesidad imperiosa de huir del país en 1322.
¿Se inventó sus viajes?
La primera parte del supuesto viaje de Mandeville, a Tierra Santa, no solo es plausible, sino probable.
Era un camino de peregrinos muy transitado en la Edad Media. Miles de peregrinos piadosos y no tan piadosos hicieron la ardua caminata anual a Roma, Constantinopla y Jerusalén, así como a otros santuarios como Santiago de Compostela en el noroeste de España.
Muchas de las anécdotas de Mandeville concuerdan con hechos conocidos.
Al llegar a Constantinopla, por ejemplo, se da cuenta de que a la famosa estatua del emperador Justiniano le falta su globo gigante. Era cierto: el cronista bizantino Nicéforo Gregoras registra que el globo terráqueo sufrió graves daños en la terrible tormenta de 1317 y que se necesitaron 8 años para repararlo.
Tampoco hay razón para dudar de que Mandeville visitó el remoto Monasterio de Santa Catalina en el Sinaí. Los grafitis medievales grabados en el techo del refectorio son testimonio de la gran cantidad de peregrinos que llegaron allá desde toda Europa.
Pero la supuesta expedición de Mandeville al opulento Oriente es mucho más sospechosa.
Los viajes de larga distancia eran ciertamente posibles en la Edad Media, y Marco Polo no fue el único en viajar a los rincones más remotos de Asia. El diplomático italiano, John de Plano Carpini, visitó Mongolia en 1246, mientras que el fraile Odoric de Pordenone, contemporáneo de Mandeville, llegó a China en la década de 1320.
Sin embargo, esos periplos eran la excepción, no la norma.
Una de las afirmaciones más descabelladas de Mandeville provino de las costas de Indochina: allá vio, fascinado, cómo un caracol gigantesco se deslizaba sobre la vegetación tropical con cuatro hombres emocionados montados sobre su caparazón.
Poco después, se topó con un grupo de hombres y mujeres con cabezas como perros.
Y había otras maravillas, como gansos de dos cabezas, hombres con testículos gigantes y ovejas que crecían en los árboles.
En Tíbet, escribió sobre los salvajes que se comían a sus padres muertos; en India, de elefantes que cargan castillos gigantes en la espalda.
Sus historias son tan extravagantes que muchos creen que son obra de un fantaseador fraudulento. Sin embargo, no todas pueden descartarse de inmediato.
¿Y si ese caracol fuera en realidad una tortuga gigante? ¿Y si esos humanos con cara de perro fueran en realidad babuinos?
Incluso los elefantes con castillos podrían tener una explicación. Durante muchos siglos, los gobernantes indios cabalgaron en howdahs elaboradamente decorados: plataformas con dosel atadas a la espalda de los elefantes.
Relato mejorado
El problema con el relato de Mandeville es que muchas de sus historias guardan un extraño parecido con las de sus contemporáneos, y especialmente con las del fraile Odoric.
El plagio era ampliamente aceptado en la Edad Media, y Mandeville parece haber cortado y pegado con abandono, copiando grandes trozos de la obra de Odoric.
Pero era un narrador tan consumado que su narrativa es mucho más creíble que el relato genuino.
El fraile no era un artífice de palabras y su diario de viaje carece de encanto y color, mientras que el de Mandeville está repleto de detalles. Describe los olores, los colores de las telas y el brillo de la luz de las velas en el hilo dorado de las prendas imperiales.
Hasta tiene el descaro de decir que el fraile quiso unírsele en una parte particularmente peligrosa del viaje.
Algo oculto
En los últimos años, el análisis textual ha demostrado sin lugar a dudas que la segunda mitad del trabajo de Mandeville es un hábil compendio del material de otros viajeros.
Recogió anécdotas de una docena de relatos de viajes genuinos y las superpuso con su inimitable ingenio.
Sin embargo, pocos han podido explicar por qué hizo tal cosa, sin saber que hay un significado oculto dentro de “Los viajes”.
Es un significado que solo se puede descubrir adentrándose en la mentalidad medieval.
Mandeville vivió en una época de bardos y trovadores, cuando el entretenimiento literario giraba en torno a complicados juegos de palabras y acertijos.
Pero estos acertijos siempre contenían una revelación, un núcleo de verdad, y “Los viajes” no es una excepción.
El aguijón en el cuento
La pista se encuentra en la estructura de dos partes del libro.
En la primera parte, Mandeville interpreta al piadoso peregrino, haciendo penitencia en los lugares sagrados de la cristiandad. Invita a sus lectores a viajar con él y compartir su fervor religioso.
Fortalecido con su piedad recién descubierta, Mandeville se embarca en la segunda etapa de su viaje, sumergiendo al lector en los reinos más salvajes de India e Indochina.
Es allí, en uno de los rincones más remotos del mundo, donde da la sorpresa. Lejos de criticar a los ‘salvajes’ que encuentra, los presenta como mucho más piadosos que cualquier cristiano que hubiera conocido en su peregrinaje.
Ni siquiera critica al sacerdote caníbal que ve cortando un cadáver humano en trozos de carne del tamaño de un bocado. Y agrega un detalle revelador: “Tiene una copa hecha con el cráneo de la cabeza, y bebe de ella toda su vida, en memoria de su padre”.
Esta última línea habría aguijoneado los oídos de todo lector medieval, que habría escuchado cada domingo en la iglesia al sacerdote repetir el mandato de Cristo de “haced esto en mi memoria”.
Mandeville no condena al sacerdote ‘salvaje’, como era de esperar, sino que celebra su canibalismo como un simple acto de piedad.
Tenía buenas razones para hacerlo.
Razón para creerlo
Durante siglos, los eclesiásticos se habían mostrado escépticos sobre la posibilidad de navegar más allá de la “zona tórrida” que se creía que rodeaba la Tierra. Incluso dudaban de la existencia de las Antípodas.
El mismo san Agustín había dicho que “en cuanto a la fábula de que hay Antípodas, es decir, hombres en el lado opuesto de la Tierra… no hay razón para creerlo”.
Su objeción era teológica. La raza humana era una y vivía bajo el benigno gobierno de Dios. Era imposible admitir que existiera otra raza de hombres, aún desconocida para Dios.
Mandeville estaba decidido a demostrar que tales enseñanzas eran erróneas.
Insistió en que Dios está en todas partes, ya sea en Europa, Asia o entre los pueblos que vivían en tierras aún por descubrir.
Por eso aseguró que había sido testigo de la presencia de Dios cuando viajaba entre paganos caníbales. Y que si bien sus oraciones no eran cristianas y no tenían conocimiento de la iglesia católica, creían en la existencia de Dios.
Si Dios estaba en todas partes, era lógico que el hombre pudiera navegar por todas partes, siempre que pudiera superar las dificultades prácticas. No había ninguna zona tórrida sin Dios; ningún vacío aterrador que consumiría sus barcos.
Se podrían visitar las Antípodas y circunnavegar la Tierra.
“Por eso digo de verdad”, concluye, “que un hombre puede darle la vuelta al mundo, arriba y abajo, y regresar a su propio país, siempre que tenga salud, buena compañía y un barco. Y durante todo el camino encontrará hombres, tierras, islas, ciudades y pueblos”.
Fue un pasaje sorprendente para los contemporáneos de Mandeville, uno con una resonancia poderosa.
Vale la pena mencionar nuevamente que Cristóbal Colón leyó estas palabras poco antes de decidir embarcarse en su viaje de 1492 a través del Atlántico. A él lo convenció.
Plagiador o no, Sir John Mandeville quiso transformar el mundo. Y lo logró.
*Giles Milton es un escritor británico especializado en historia narrativa
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