La urgencia de intervenir
PARIS.- El 19 del actual se cumplirá exactamente un año del día en que las escuadrillas de aviones francesas y, en una segunda etapa, británicas, norteamericanas y árabes salvaron a Benghazi (Libia) de una destrucción anunciada.
Pues bien, estando las cosas como están, si ni Francia ni la comunidad internacional reaccionan este aniversario corre el riesgo de tener un amargo sabor a cenizas y fracaso.
Porque nos encontramos ante un nuevo Benghazi. Hay una ciudad en la región que está exactamente en las mismas circunstancias en las que estuvo Benghazi.
Para ser exactos, se encuentra en una situación probablemente peor que aquella ciudad libia, ya que el mismo tipo de tanques posicionados de la misma forma y a la misma distancia de la población civil desarmada llevan, en este caso, varios meses en acción.
Esa ciudad es Homs. Esa ciudad es la capital siria del dolor, donde los periodistas son un blanco y donde se masacra a los civiles de manera indiscriminada.
El principal argumento esgrimido para no intervenir en Homs es que se trata de una ciudad y no del desierto. El hecho es que lo que hicimos allí no lo estamos haciendo aquí. Los mismos tanques a los que nuestros aviadores frenaron en seco en Libia, unas horas antes de que dieran rienda suelta a su poder de destrucción, están operando en Siria en la impunidad más absoluta.
Por supuesto, soy consciente de que ambas situaciones no son idénticas.
Y nadie puede ignorar que la geografía del país, así como el hecho de no disponer de un equivalente de esa vasta zona de apoyo que era la Cirenaica liberada, más el papel que juegan Irán y Rusia, los dos aliados de peso con los que cuenta el régimen sirio y no contaba Muammar Khadafy, complican la intervención.
Aun así, llega un momento en el que hay que saber plantarse.
Llega un momento en el que, ante semejante carnicería, ante la friolera de 8000 muertos que han causado los tanques de Bashar al-Assad, ante la lúgubre bufonada que constituye ese referéndum organizado, además, bajo una lluvia de obuses y los disparos de los francotiradores, hay que tener la dignidad elemental de decir: "¡Basta!".
La comunidad internacional no apoya a la población siria con la firmeza con la que lo hizo en Libia hace un año. Llega un momento, sí, en el que una comunidad internacional que ha aprobado por aplastante mayoría (137 votos, el 16 de febrero, en la Asamblea General de las Naciones Unidas) la condena al asesino no puede seguir siendo el rehén paralizado de esos dos Estados canallas que son, en esta circunstancia, China y Rusia.
¿Acaso el presidente Nicolas Sarkozy, enfrentado a una amenaza que, lo repito, sólo estaba en las primeras etapas de su ejecución, no confió a los representantes del Consejo Nacional de Transición libio que haría lo posible por obtener el respaldo de las Naciones Unidas, pero que, en caso de no conseguirlo, se contentaría con una legitimación más reducida, a cargo de la Unión Europea, la OTAN y la Liga Arabe?
El argumento de la geografía, según el cual una intervención en zona urbana es más problemática que un bombardeo en el desierto, no es más que una excusa. Y tampoco se sostiene: primero, porque en Homs, lo mismo que en Idlib y en Banias, también hay tanques apostados a algunos kilómetros de la ciudad y, por tanto, neutralizables. Pero, sobre todo, porque los amigos de Siria tienen a su disposición toda una gama de intervenciones que no serían una simple réplica de lo que funcionó en Libia, sino que, forzosamente, se adaptarían al terreno.
En la línea de lo que propuso Qatar, podrían instaurar, por ejemplo, unos perímetros de seguridad en las fronteras con Jordania, Turquía y, tal vez, el Líbano, garantizados por una fuerza árabe para el mantenimiento de la paz.
O, como sugirió el canciller de Turquía, podrían imponer unas verdaderas zonas seguras en el centro del país, protegidas por elementos del Ejército Siria Libre, a los que habría que equipar con armas defensivas.
También podrían, fuera de esas zonas, hacer llegar a los rebeldes las armas necesarias para destruir por sí mismos las piezas de artillería que el ejército de Damasco ha apostado cerca de escuelas y hospitales.
Podrían delimitar ciertas zonas aéreas vedadas a los helicópteros y los aviones de la muerte y hacer otro tanto en tierra con los convoyes blindados que transportan tropas y material.
Tampoco estaría de más que los mismos amigos de Siria sugirieran a los "hermanos" egipcios que cerrasen el canal de Suez a todos aquellos buques iraníes que, como ocurrió una vez más la semana pasada, pretendan descargar armas e instructores en la base rusa de Tartus.
¿Que todo esto es arriesgado?
Por supuesto. Pero menos que la guerra civil que prepara Al-Assad y que convertiría Siria en un nuevo Irak. Menos que el refuerzo, si Al-Assad triunfa, de ese eje chiita con el que sueñan en Teherán y que amenaza la paz mundial. Y menos que el desastre moral al que nos enfrentaríamos si la "responsabilidad de proteger", magníficamente asumida en Libia, tuviera que regresar, en el caso sirio, al infierno de los ideales traicionados.
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