La transformación de Putin: del estratega frío a un líder aislado y obsesionado con ir por todo
Según analistas, el presidente ruso está pensando en su legado histórico; solo lo asesoran un puñado de colaboradores
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PARÍS.– En 1918, Lenin habría declarado: “Para nosotros, perder Ucrania sería perder la cabeza”. Un siglo después, ¿acaso Vladimir Putin se ha vuelto loco porque su vecino, la “pequeña Rusia”, quiso alejarse obstinadamente de la “grande y eterna Rusia”? El lunes 21 de febrero, en los grandiosos decorados del Kremlin, el presidente ruso pareció en efecto haber perdido la razón, atreviéndose, en directo, con un discurso que helaba la sangre, a rescribir la historia y montar un último y absurdo escenario que justificó “legalmente” una invasión de incalculables consecuencias de Ucrania.
Los psiquiatras calificaron ese interminable montaje histórico de dos horas de “delirio de un paranoico en crisis”. Y, en verdad, todo tuvo la apariencia de la histeria de un psicótico que vive en un mundo paralelo. Voz acusadora, furor frío, suspiros exasperados, Putin enumeró, con mirada de hielo y gestos entrecortados, una larga lista de ofensas, que justificarían la invasión y la anexión de Ucrania. Pues ese país, afirmó una y otra vez, “no existe”. Su creación fue “una locura”, su separación de la URSS, “una injusticia”. Él, el autócrata de Moscú, acusó a su vecino de estar “dirigido por una dictadura nazi, donde reina la corrupción y se violan los derechos humanos”.
¿Putin cree realmente todo lo que dice? ¿Ese apparatchik que pertenece a la última generación de comunistas, esa que jamás creyó en la propaganda que ellos mismos diseminaban, no es demasiado inteligente para eso? El problema es que el hombre que dirige Rusia con mano de hierro desde hace 23 años, envejeció, se endureció y vive aislado debido a su miedo pánico al Covid. Esa “logorrea” aterradora, desconcertante y amenazadora tenía que terminarse con una declaración de guerra.
Los más mesurados afirman que, lejos de la locura —pero seguramente presa de la megalomanía— Putin está pensando más en su legado que en las bajas y los costos económicos que supondría una guerra a gran escala con Ucrania.
“Hemos visto un cambio de Putin: del líder pragmático, racional y calculador de sus comienzos, a alguien que está buscando cada vez más su lugar en la historia; que se ve a sí mismo en una misión histórica para corregir las injusticias”, afirmó Neil Melvin, del centro de estudios RUSI en Londres a la agencia Reuters. A su juicio, “esto ha provocado un cambio en el cálculo de riesgos de Putin, en el que los costos a corto plazo de sus acciones resultan insignificantes comparados con la proyección histórica que pretende darles”.
Esta dramática situación plantea un interrogante suplementario: ¿quién participa en el proceso de toma de decisión en Rusia? La respuesta es simple, colegial o vertical, esa decisión termina siempre en un solo hombre, Vladimir Putin. Pero las capitales occidentales no son las únicas que navegan sin brújula cuando se trata de las intensiones del jefe del Kremlin. Sobre todo, porque el silencio es una de las armas tácticas de predilección para ese ex agente del KGB convertido en presidente.
También en Rusia, más allá de sus declaraciones y sus ultimatums, su funcionamiento intriga.
El modo de decisión de Vladimir Putin sería colegial, dicen algunos. Presidente reinante en el corazón del Kremlin y zar omnipresente en los clanes de intereses diversos, sería una suerte de equilibrista que busca un compromiso entre sus elites. Otros afirman que el método es más vertical: Putin consultaría solo a media docena de personas, un pequeño comité de allegados, sobre todo halcones salidos —como él— de los servicios de seguridad.
Por el momento, y a juzgar por la forma en que maltrató a todos los miembros de su Consejo de Seguridad el martes pasado— dos Seguei parecen ser irremplazables, fieles y operacionales en todo momento. Lavrov, el inamovible ministro de Relaciones Exteriores, a veces abierto, otras veces brutal, un día amable y el siguiente agresivo. El diplomático impresiona por su conocimiento y su memoria fotográfica, su talento y su resistencia. Lavrov conoce sus expedientes como nadie. Pero el canciller ruso habría visto su influencia disminuir ante el ascenso de aquellos que preconizan una radicalización en el discurso y en los hechos: ya que el divorcio ha sido pronunciado, Moscú debería abandonar las buenas maneras liberales y mostrarse abiertamente más ofensivo. Ante el avance de los belicistas, el ministro, defensor encarnizado del diálogo y la negociación, comenzó en los últimos días a mostrarse más impaciente, denunciando con sarcasmo “la histeria” de los occidentales y condenando “las amenazas que no llevan a nada”.
En el terreno, es el otro Serguei que aplicó concretamente hasta ayer la diplomacia de la incertidumbre decidida por Putin: Choigu, su amigo indefectible y ministro de Defensa. Desde que el jefe del Kremlin acusó a los occidentales de no haber cumplido sus promesas tras la caída de la URSS y haber organizado la extensión de la OTAN hacia las fronteras rusas, Serguei Choigu, el cómplice con el cual el presidente pasa sus vacaciones de verano en el corazón de Siberia, aplica sus consignas a la letra. En secreto, bajo sus órdenes, el ministro organizó paso a paso toda la operación que concluiría con la actual invasión. No solo en la frontera con Ucrania del este, sino en el norte, en Belarús. Planificó los entrenamientos del ejército de ese régimen fantoche, los ejercicios militares conjuntos, y montó impresionantes maniobras navales en el mar Negro, el Atlántico, el Ártico, el Pacífico y el Mediterráneo.
Un tercer hombre-clave participa en ese círculo al que nadie accede: Dimitri Kozak, jefe adjunto de la administración presidencial, un allegado al jefe del Kremlin desde los años 1990 cuando trabajaron juntos en la alcaldía de San Petersburgo. Desde entonces, Kozak ascendió a la sombra de Putin. Hombre de confianza que se ocupa de los temas delicados, exdirector de su campaña electoral, ex viceprimer ministro e incluso delfín presentido para sucederlo cuando deje el poder, es célebre por su temible eficacia operacional.
Entre sus misiones Dimitri Kozak, a cargo del aspecto político de la crisis en Ucrania, participó recientemente en las negociaciones del llamado “formato Normandía” entre Ucrania, Rusia, Francia y Alemania, cuyo objetivo era la aplicación de los acuerdos de paz en el este ucraniano de 2014. Ante el dramático desenlace de los acontecimientos, hoy es claro que, siguiendo un plan cuidadosamente preparado junto a su todopoderoso jefe, Kozak consiguió bloquear ese diálogo, exigiendo que las autoridades ucranianas dialogaran directamente con los separatistas del este del país. Una línea roja que Kiev no podía cruzar y la mejor manera de hacer fracasar todos los esfuerzos occidentales por preservar la paz.
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