La tentación dinástica, más vigente que nunca entre autócratas y populistas
Desde la exrepúblicas soviéticas a América Latina, se multiplican líderes que buscan mantener el poder en familia
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PARÍS.- ¿Vivir en un país donde el poder es ejercido por una dinastía política? A simple vista, la mayoría de la gente aborrece la idea. Y sin embargo… a medida que avanza el populismo y las autocracias, el fenómeno, factor de pobreza y corrupción, es cada vez más frecuente.
Generalmente asociado con regímenes cerrados o países en vías de desarrollo, el traspaso sin interrupción del poder de padres a hijos o a cónyuges, no solo se produce en Corea del Norte, Siria, Congo, Filipinas o en aquellos países cuyos nombres termina en “stán”. Con formas diversas, la tentación dinástica también existe en sólidas democracias, víctimas del espejismo populista, como lo demostró recientemente la experiencia de Donald Trump en Estados Unidos, que soñaba -y probablemente lo siga haciendo- con ver a sus hijos, y en particular a Ivanka, seguir sus pasos.
No obstante, cada vez hay menos dinastías políticas en las democracias más desarrolladas. A fines del siglo XVIII, 56% de los miembros de la cámara de los Comunes británica contaba con un predecesor político. Hoy, son menos del 5%. En Holanda, entre 1848 y 1888, 61% de los ministros estaban estrechamente emparentados a otro político nacional. Pero, en 2017, el entonces viceprimer ministro laborista Lodewijk Asscher era el único heredero dinástico que quedaba en el país. La misma tendencia se registra en toda Europa occidental.
Recientemente, los faros de la actualidad iluminaron el caso del presidente de Belarús, Alexander Lukashenko, que decidió desviar un avión comercial europeo para apoderarse de un opositor de 26 años, encarcelarlo, torturarlo y obligarlo a hacer un falso mea culpa televisado. El autócrata de 67 años, que dirige con brutalidad su país desde hace casi tres décadas y es cada vez más resistido por la población, está decidido a aferrarse al poder a través de sus dos hijos: Viktor, de 45 años, que dirige el Consejo Nacional de Seguridad -hacia donde Lukashenko pretende transferir el Poder Ejecutivo, formando parte del organismo-, y Nikolai (21), el menor, su preferido y probablemente su heredero político.
Pero en esa región del mundo el caso bielorruso no es el único. Emomali Rahmon, “jefe de la nación tayik” desde 2015, quiere dirigir el país más pequeño y más pobre de Asia central hasta su muerte. Y la Corte Constitucional -bajo su control como todo lo demás en el país- convalidó el proyecto. El alto organismo también decidió en ese momento disminuir la edad para ser candidato presidencial. El objetivo fue permitir al mayor de sus hijos, Rustam Emomali, hoy de 33 años, acceder al poder en las elecciones de 2020, en caso de que su padre tuviera algún problema de salud. Actualmente, Rustam es alcalde de Duchanbé, etapa previa obligada para acceder a la presidencia en Tayikistán.
El presidente de Azerbaiján, Ilham Aliyev, representa la segunda generación familiar en el poder. Su padre, Heydar, exresponsable de la KGB rusa, dirigió el país hasta su muerte, de 1993 a 2003. Con los miles de millones de dólares de ingreso petrolero y de gas -el 70% del PBI nacional- que controla a voluntad, el autócrata azerí, bautizado “el Putin de Azerbaiján”, consiguió aumentar con facilidad la fortuna ya colosal de su familia.
El presidente de Turkmenistán, Gurbanguly Berdimuhamedow (63 años), en el poder desde 2006, se ubica en total armonía con su predecesor, el dictador Saparmurat Niyazov, quien había hecho cerrar todas las bibliotecas del país pretextando que los “turkmenos eran todos analfabetos”. El hombre que se hace llamar “Arkadag” (el patrón protector) de su país, acaba de nombrar viceprimer ministro, miembro del Consejo Estatal de Seguridad y presidente de la Cámara del Control Supremo, a su hijo Sedar, renovando las especulaciones de que el autócrata prepara su sucesión dinástica. A los 39 años, Sedar ya fue gobernador provincial y ministro de Industria y Construcción.
África es otro continente donde las dinastías políticas son usuales. Tan común es la práctica, que existe incluso una fórmula consagrada en francés para calificar el fenómeno: “fils à papa” (nene de papá). Esto significa guiarlos para que ocupen puestos estratégicos en el partido oficialista y en los gabinetes, otorgándoles mandatos electivos como miembros del parlamento. Darles una sólida experiencia militar es otra de las estrategias, con frecuencia crucial para obtener el apoyo de las fuerzas armadas en el momento de la sucesión dinástica.
En el Congo-Brazzaville, el presidente Denis Sassou-Nguesso (77 años), que dirige el país desde hace 41 años -con apenas un paréntesis de cinco-, nombró a su hijo Denis-Christel ministro en su gabinete, despertando la sospecha de sus intenciones dinásticas.
En el Gabón vecino, el presidente Ali Bongo Ondimba es hijo de Omar Bongo, que dirigió el país de 1967 a 2009. En la República Democrática de Congo, Joseph Kabila, en el poder desde hace 17 años, sucedió a su padre Laurent-Désidrée, asesinado durante su presidencia en 2001.
En Guinea Ecuatorial, el presidente Teodoro Obiang, en el poder tras haber derrocado a su tiránico tío, Francisco Macías Nguema, ya instaló a su propio hijo, Teodoro “Teodorin” Nguema Obiang Mangue (52), como vicepresidente. A cargo de la seguridad y la defensa, el vástago es objeto de numerosas denuncias de corrupción.
Tras la reciente muerte del presidente de Chad, Idriss Déby -aparentemente durante un enfrentamiento militar-, su hijo, Mahamat, un general cuatro estrellas, emergió rápidamente como líder interino de un consejo militar.
Actualmente también hay rumores de sucesión familiar en Camerún, donde un anónimo “movimiento ciudadano” hace campaña para promover a Franck Biya, hijo del actual presidente Paul Biya, de 88 años. Y lo mismo sucede en Uganda, donde una campaña similar promueve al general Muhoozi Kainerigaba, hijo del actual presidente Yoweri Museveni, como candidato del partido de gobierno para las elecciones de 2026.
América Latina está lejos de ser la excepción. Comenzando naturalmente por la Argentina, donde la transmisión dinástica fue estrenada por Juan Perón en 1973, cuando su segunda esposa, Isabel, llegó a la vicepresidencia. La tentación dinástica peronista quedó confirmada por la familia Kirchner hasta la actualidad.
En Cuba, Fidel Castro dejó el poder a su hermano Raúl, que lo remplazó en 2008. En Brasil, el populista Jair Bolsonaro promociona a sus tres hijos en diversos cargos desde que llegó a la presidencia. En Nicaragua, Daniel Ortega, en el poder desde 1979, tiene a su mujer, Rosario Murillo, como vicepresidenta.
El fenómeno, sin embargo, es más amplio y profundo pues no se limita al simple ejercicio del poder supremo. Según datos recientes obtenidos por el sitio de información brasileño Congresso em Foco, cerca de dos tercios de los diputados y tres cuartas partes de los senadores brasileños tendrían parientes en la política.
“Las grandes familias dirigen una mayoría de capitales regionales y dominan la mayoría de las asambleas locales”, dice el informe.
Esa influencia monolítica es válida, según los especialistas, en todos los casos mencionados más arriba:
Para Olivier Dard, especialista de Historia Política Contemporánea en la universidad de La Sorbona, “las dinastías políticas siempre terminan por convertirse en un ‘lobby familiar’”.
A su juicio, esos lobbies, “mucho más poderosos que el de las armas, de la energía o de las finanzas, son factores inevitables de empobrecimiento, corrupción e injusticia en cualquier sociedad”.
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