La sangre y el plomo ponen fin a la inocencia
En apenas 72 horas, dos ataques terroristas en Montreal y Ottawa barrieron con sangre y plomo la inocencia de los canadienses y sepultaron para siempre el orgullo y la reputación internacional de Canadá como un templo de paz y prosperidad.
En un hecho extraordinario, la capital, Ottawa, fue sellada por las fuerzas de seguridad, que intentaban detener a dos tiradores, sospechosos de participar de un ataque terrorista sincronizado, en el que murieron un soldado y un atacante.
El letal incidente, que fue precedido por otro el lunes, en el que murió un policía atropellado por un jihadista, instaló definitivamente en el país el pánico y el terror, más comunes en su vecino del Sur, donde sistemáticamente emergen matanzas en escuelas o lugares de trabajo y atentados fallidos.
Según un estudio realizado por la Oficina de las Naciones Unidas para la Droga y el Delito (Undoc) presentado en abril, Canadá es el país más seguro de la región, con una tasa de 1,6 homicidios intencionales por cada 100.000 habitantes.
Hacia 2011 se estimaba que en el país había 9.950.000 armas de fuego, 31 por cada 100.000 habitantes, mientras que el territorio estadounidense concentraba 270.000.000, es decir que el 89% de sus ciudadanos tiene por lo menos una. El mismo año Estados Unidos reportó 11.000 muertes causadas por las balas. Canadá, apenas 158.
En este contexto de baja violencia interna, los expertos y analistas internacionales comenzaban ayer a atribuir al giro en la política exterior canadiense la irrupción del terrorismo.
Cuando la fiebre de las guerras preventivas (doctrina Bush hijo) alcanzó su pico, en 2003, Canadá agradeció la invitación de la Casa Blanca a intervenir en Irak, pero rechazó ese privilegio, como lo hicieron Francia y Alemania. A cambio, el premier Jean Chrétien envió tropas a Afganistán bajo el paraguas de la OTAN.
La posterior llegada de ataúdes a los aeropuertos del país crispó el ánimo de los canadienses, que obligaron al nuevo gobierno conservador de Stephen Harper a iniciar la retirada y terminar esa guerra en un Estado musulmán.
Con un poco más de 2% de población musulmana, Canadá, en el pasado reciente, no tenía -como sí Francia, Gran Bretaña y España- síntomas de un jihadismo incipiente entre los pocos jóvenes de esa respetable comunidad.
La irrupción de Estado Islámico (EI) en Medio Oriente lo cambió todo y volvió abrirle la puerta al infierno de la guerra. Con lubricada maquinaria de muerte que no para de devorar vidas en Siria e Irak, EI despertó la atención del gobierno de Harper, que descubrió que 30 canadienses se incorporaron a las filas del grupo terrorista.
Desde esta semana, aviones de combate canadienses atacan posiciones de EI en Siria e Irak en coordinación con sus socios de la coalición internacional.
Los bombardeos también tuvieron sus daños colaterales: hicieron añicos el no intervencionismo de Canadá, que sólo se involucraba en escenarios bélicos enviando fuerzas de paz. Y terminaron de abrir un segundo frente para Harper, quizás el menos deseado para un líder político: la amenaza a la vida de sus compatriotas por parte de un todavía desconocido criadero de terroristas en su propio territorio.
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