La revolucionaria humildad de Francisco
Ya era hora. El líder de la Iglesia Católica tomó nota de los altaneros sermones que salían de sus filas, advirtió su obsesión por las cuestiones de moral sexual y dijo que basta es basta. ¡Aleluya!
Pero lo que más me impresionó no fueron los detalles del revolucionario mensaje del Papa en la entrevista de la semana pasada, que revivió las esperanzas de muchos católicos desengañados. Lo que me impresionó fue la dulzura de su voz, la humildad. Fue la revelación de que un hombre puede llevar la mitra más elevada sin que se le suban los humos y que puede ocupar un cargo al cual suele adosársele el calificativo de "infalible" sin olvidar las debilidades personales.
Francisco se tildó a sí mismo de ingenuo, se mostró preocupado por haberse precipitado tal vez en el pasado, y dejó en claro que en el rebaño se encuentra tanta sabiduría como en los pastores. En vez de ordenarle a la gente que lo siga, la invitó a unírsele, y lo hizo con tanta amabilidad que fue casi un susurro. Qué sorprendente retrato de la modestia en una Iglesia que se había alejado de esa virtud. Y qué refrescante ejemplo de humildad en un mundo donde escasea tanto.
Me quedo con eso: no con la pipa de la paz que les tendió a los homosexuales o el modo en que desechó el debate por control de la natalidad, sino con su personificación de una virtud cuyo enorme déficit en la vida norteamericana me golpeó como una cachetada. Al leer y releer la entrevista, me sentí como un ornitólogo que acaba de cruzarse con un ejemplar del pájaro dodo.
No pretendo ser el primero que señala la humildad del Papa. Pero el tono de Francisco es interesante no sólo como punto de partida para la Iglesia, sino como contrapunto de la actitud que prevalece en Estados Unidos, donde la humildad corre riesgo de extinción.
La humildad tiene poco espacio en el reino de las redes sociales, gobernado por el etos de la mirada ajena, del dale-escuchame. Y la humildad es ostensiblemente irrelevante para el género televisivo que define nuestra época, el reality, donde se insiste en que toda vida es fascinante, aunque sea morbosa.
La política es más deprimente todavía: recompensa a los fanfarrones y abusadores que se abren camino a los codazos hasta el centro del escenario con la insana certeza de que ellos y sólo ellos tienen razón.
¿Hasta qué punto encaja Barack Obama? Si bien sus contramarchas en Siria tal vez los hayan disminuido, también contenían cierta humildad, que se vio reflejada en el deseo de ceder a los deseos de los demás. El liderazgo, que es más un arte que una ciencia, debería ser una mezcla de encolumnar a los demás detrás de una causa y a la vez saber reconocer cuando uno se ha alejado demasiado de ellos. Pero en Obama hay una recurrente refracción a las críticas y un rechazo a atenerse a ciertos usos y costumbres de la política que conspiran contra su éxito. No le vendría mal tomar ejemplo del Papa.
Nunca pensé escribir eso. Fueron demasiados años de ver cómo los caciques de la Iglesia se arropaban en sus boatos y preferían garantizar la protección de sus colegas que el bienestar de sus fieles. Pero en las entrevistas recientes, Francisco hizo un llamado a calmar las aguas, y sugirió a los líderes de la Iglesia que gasten menos energía en críticas.
Francisco se muestra a sí mismo como un pastor esforzado, decidido a trabajar en colaboración con los demás. Pero dejemos en claro algo: no puso las cosas en su lugar.
No convocó a un cambio sustantivo de ciertas enseñanzas y tradiciones de la Iglesia que de hecho deben ser reconsideradas. Pero tampoco se presentó como alguien que tenía respuesta para todo. Por el contrario, dio un paso al frente, como deseoso de guiar a quienes tengan interrogantes. Al hacerlo, reconoció que la autoridad puede derivarse tanto de una convicción enceguecedora y brillante como de una mezcla de sinceridad y humildad, y que la estatura es un respeto que uno se gana, y no un pedestal al que uno se agarra. Y en estos tiempos de gente agarrada, esa lección es de suma utilidad.
Traducción de Jaime Arrambide
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