La reina Isabel II, la testigo serena de un mundo caótico
La monarca británica, que murió este jueves, se convirtió en un ingrediente de cohesión para Gran Bretaña y en una presencia tranquilizadora para el resto del mundo; fue figura de estabilidad y previsibilidad desde 1952
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Mao Tse Tung gobernaba China; Josef Stalin, Rusia; Winston Churchill, Gran Bretaña; Harry Truman, Estados Unidos; Juan Domingo Perón, la Argentina, y Getúlio Vargas, Brasil.
Cuando Isabel se convirtió en la joven reina de Gran Bretaña, en 1952, líderes superpoderosos e icónicos conducían las potencias del mundo y de la región. La mayoría de ellos proyectaron su influencia a lo largo del resto del siglo XX y los comienzos del XXI; la mayoría, también, dejaron una estela de división.
Isabel no fue transformadora como esos líderes. Su rol no le permitía la gestión, en todo caso sí le habilitaba la supervisión o el seguimiento, pero nunca el cambio; ese poder de transformación del reino está reservado para el o la jefa de gobierno.
Tal vez por eso, la monarca fue todo lo contrario a una figura divisiva. Protegida por el protocolo, educada para la distancia, el deber y la dignidad, alejada del barro de la gestión, Isabel se convirtió en un ingrediente de cohesión para Gran Bretaña y en una presencia serena para el resto del mundo. Ella y su reinado maduraron juntos y ese rol tranquilizador para unos y otros creció a medida que el mundo se alteraba más y más.
Fue la figura de la estabilidad, de la previsibilidad desde 1952 hasta ayer. Claro, mucho tuvo que ver el privilegio que rodea a su rol: pocas personas en el mundo –o tal vez nadie- cuentan con los recursos, la preparación, la atención y la asistencia que tenía Isabel. ¿Pero cuántos otros monarcas o figuras reales reciben semejante herencia y la dilapidan con escándalos? Muchos, desde el exrey de España, Juan Carlos, hasta los propios hijos de Isabel.
En su apego al deber, en su trascendencia como testigo tranquilizador del mundo, Isabel le dio nueva vida a un rol –el de reina- que varios de sus pares europeos hacen parecer vetusto.
Isabel sucedió a su padre cuando Gran Bretaña salía de la Segunda Guerra Mundial victoriosa, pero golpeada, y terminaba su inexorable metamorfosis de un imperio legendario a una potencia terrenal.
El puesto de superpotencia que había ocupado Gran Bretaña en el siglo XIX era entonces compartido por Estados Unidos y la Unión Soviética. La Guerra Fría nacía y fracturaba al planeta y la historia volvía a acelerase. Al mundo y a Gran Bretaña no les faltó nada: guerras, crisis petroleras, conflictos civiles, dictaduras, terrorismo en sus muchas versiones, revoluciones, desastres naturales.
Ante esa oleada de dramas que alteró y moldeó la segunda mitad del siglo XX, Isabel reaccionó con la misma manera con que lo hizo ante la pérdida de poder e influencia de Gran Bretaña: presencia imperturbable y palabras de conciliación o neutralidad. A la adversidad, respondió con serenidad, como si en esa calma residiera la esperanza de que algo bueno sobrevendría.
A Isabel le dieron la mano 15 premiers británicos, 14 presidentes norteamericanos y cientos de otros líderes, desde dictadores a reyes. Ella nunca se permitió una mueca o una palabra de más, pero poco escapaba a esos ojos que vieron pasar tantos dramas y tantos protagonistas.
Mirada irónica
La Isabel pública no era la Isabel privada; de ella poco se sabe, salvo lo que cuentan las anécdotas. Una en especial retrata hasta dónde era capaz de diseccionar su mirada irónica.
David Blunkett, que nació ciego, era el ministro de Interior del gobierno de Tony Blair en 2003 cuando Vladimir Putin realizó una visita de Estado a Gran Bretaña. Durante uno de los actos de esa visita, el perro guía de Blunkett reaccionó con enojo a la cercanía de Putin y empezó a ladrar sin parar.
Al pasar la reina, Blunkett le pidió perdón. Ella solo respondió: “Es interesante el instinto que tienen los perros, ¿no es cierto?”. Y siguió caminando, según contó años después Blunkett.
El devenir de los conflictos europeos parece mostrar que el instinto de Isabel, adiestrado por años de reinado y de encuentros con presidentes, también era interesante.
Hoy, la Gran Bretaña que despide a Isabel es bien diferente de la que la recibió y muy similar al resto del mundo: está atenazada por una guerra europea, polarizada políticamente y dominada por problemas nuevos como el cambio climático o una pandemia.
La irrupción del coronavirus marcó los dos últimos años del reinado de Isabel, fue el inicio de su final. Fue también el disparador del que fue, quizá, su último gran discurso, uno que estaba destinado a los británicos, pero surcó las redes y cruzó todas las fronteras para alimentar la esperanza y el espíritu de resiliencia de un mundo entonces paralizado y desconcertado.
“Deberíamos reconfortarnos con que, pese a que deberemos resistir aún más sufrimiento, vendrán días mejores. Volveremos a ver a nuestros amigos, volveremos a ver a nuestras familias. Volveremos a encontrarnos”, dijo, apenas empezada la pandemia, una Isabel acostumbrada a ser la testigo tranquilizadora de un mundo caótico.
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